Opinión
¿Qué vemos en los balcones? En torno a la potencia del sentido común

Vemos con preocupación y profundo desacuerdo el desdén y los aires de superioridad que, sectores cercanos de la izquierda y de los movimientos sociales, muestran frente la nueva sociabilidad de los balcones.

Dos vecinas de Iruñea durante el aplauso sanitario.
Ione Arzoz Dos vecinas de Iruñea durante el aplauso sanitario.

Los balcones, grandes o minúsculos, se han convertido en nuestro refugio. Es lo que nos queda de espacio público, la principal entrada de aire fresco. Pero no son, ni mucho menos, el lugar central de la comunicación: millones de personas han mejorado sus competencias digitales a golpe de videollamadas y actividad en las redes sociales. Sin embargo, son la gran novedad, un espacio privilegiado en el que no solo nos aireamos. De ahí que hayan estado en buena parte de los debates de las últimas semanas.

Por un lado, la pandemia de la Covid-19 y sus crisis asociadas nos han confinado en nuestras casas, modificando rutinas o cualquier sensación de cotidianidad. Ha creado un tiempo y un espacio de vida completamente anómalos y heterónomos con respecto a la normalidad. Nos ha enfrentado a la dureza de la experiencia de lo real, tal y como ha escrito Santiago Alba Rico. Ha cambiado de un plumazo nuestro entorno físico y psíquico. Es cotidiano lo que antes parecía imposible, o propio de las catástrofes de la ciencia ficción. Calles desiertas, personas confinadas, hospitales, morgues de campaña, informaciones sobre cifras de fallecidos... Por otro lado, la excepción trasciende el ámbito de la experiencia subjetiva y cotidiana, abarcando también dinámicas políticas, sociales y económicas de gran calado.

la batalla de los balcones

Es necesario pensar el cruce entre estos ámbitos (la ruptura subjetiva y el impacto político o económico) a la hora de abordar el futuro y, sobre todo, las potencialidades que se abrirán tras la crisis sanitaria. Especialmente en nuestras hiperconectadas sociedades occidentales, las crisis de legitimidad de los poderes políticos y económicos son el peor disolvente de cualquier statu quo. Así, buena parte de la partida se juega sobre el tablero de la comunicación, un escenario en el que los balcones, con sus diferentes significados, cobran protagonismo y centralidad. Es una dialéctica entre horizontes deseables y sentido común, y vemos —con preocupación y profundo desacuerdo— el desdén y los aires de superioridad que, sectores cercanos de la izquierda y de los movimientos sociales, muestran frente la nueva sociabilidad de los balcones.

Es cotidiano lo que antes parecía imposible, o propio de las catástrofes de la ciencia ficción. Calles desiertas, personas confinadas, hospitales, morgues de campaña, informaciones sobre cifras de fallecidos...
Son posturas que representan algunos de los viejos vicios de parte de nuestra militancia. En particular, el afán por buscar elementos diferenciadores de lo que los sectores mayoritarios de la población entienden por sentido común. Y, relacionada con lo anterior, la obsesión por diferenciarnos con mensajes cada vez más complicados y supuestamente más radicales, y con los que escapar del peligro de que nuestra opinión, y quizás nuestro protagonismo, se diluyan entre multitudes que sienten o sueñan cosas muy parecidas. El peligro, quizás, de solo ser alguien más en los balcones.

En este punto, la lucha por identificar y fomentar los elementos esperanzadores del sentido común y, al mismo tiempo, por contener las derivas indeseables sigue siendo central, tanto en la lectura de las potencias del presente, como en la capacidad para provocar cambios. Ello nos exige entablar un diálogo constructivo y crítico con eso que llamamos sentido común.

RAZONES PARA LA ESPERANZA

La esperanza es la capacidad de esperar algo. Es una apertura hacia el futuro que, sin creer demasiado, se niega a la renuncia. La esperanza no es un ciego y naíf optimismo voluntarista, no juega su batalla en el ámbito del humor o del pensamiento positivo. La esperanza se establece sobre otro terreno: el de quienes creen que, aunque todo esté perdido, hay razones para no resignarse y empujar hacia horizontes menos indeseables.

Siempre hay partida para jugar, y buena parte de esa apuesta debería partir de poner en valor las preocupaciones más compartidas estos días. Algunas aparecen día a día en los balcones, mientras que otras están más ocultas, aunque son también potencialmente emancipadoras. Sin ánimo de ser exhaustivos, pasamos a enunciar algunas:

1. La sanidad pública como herramienta básica para el derecho a la salud. La auténtica heroína que puede salvar a la humanidad en nuestra particular película de ciencia ficción. La incapacidad de la sanidad privada para estar a la altura del desafío ha sido tan clamorosa que no son necesarias mayores explicaciones. Es previsible que salgamos de esta crisis con algo muy marcado en la psique: cuando vienen mal dadas, solo una institución pública y de acceso universal puede hacerse cargo del problema. Los aplausos cotidianos desde los balcones son, sobre todo, una defensa de ese bien común. Este elemento, que creemos afianzado ya en el sentido común, es uno de los rasgos esperanzadores de cara al futuro.

Igual que Fukushima cambió la percepción de la energía nuclear, la Covid-19 previsiblemente modificará, favorablemente, la correlación de fuerzas en los debates sobre sanidad pública, privatizaciones o recortes. Además, se abrirán de nuevo cuestiones latentes: ¿Por qué Alemania y Francia destinan al gasto público sanitario en torno al 12% de su PIB, y en España se destina menos del 9%? ¿Cómo es posible que España tenga 297 camas por cada 100 mil habitantes, mientras la media europea es de 541? Estas y otras preguntas, fueron muy bien recogidas por Pablo Elorduy y Ana Álvarez en “No culpes al 8M: tres indicadores macro que explican mejor la crisis sanitaria por el coronavirus”.

Son posturas que representan algunos de los viejos vicios de parte de nuestra militancia. En particular, el afán por buscar elementos diferenciadores de lo que los sectores mayoritarios de la población entienden por sentido común.

2. La solidaridad como respuesta mayoritaria. La razón fundamental para aceptar el confinamiento ha sido la solidaridad. Ciertamente, también está presente el miedo, pero la cifra de mortalidad diferenciada por rangos de edad es de dominio público. No hay lugar a dudas: en general, la gente se queda en casa por responsabilidad con las personas mayores, cercanas o no, y por una comprensión de la salud pública como un bien común, aunque no se exprese con estos términos. No recordamos un antecedente tan claro en el que el clasismo —o cualquier otra versión segregacionista o elitista— haya quedado tan atrás. Se ha impuesto la mirada de que formamos parte de un mismo cuerpo común, en el que no hay partes suprimibles. Una muestra esperanzadora de esta solidaridad son la infinidad de grupos de apoyo mutuo, con mayor o menor capacidad, que han surgido por los barrios de múltiples ciudades, así como otras formas organizativas que buscan ayudar a los sujetos más vulnerables.

3. La centralidad de los cuidados para mantener la vida. Si en algo han fracasado algunas teorías conspirativas es en la valoración de a quién beneficia y a quién perjudica el actual confinamiento. Por primera vez en mucho tiempo, estamos ante una medida con unos efectos tremendos en todos los ámbitos y cuyo origen es netamente una cuestión de salud general, una apuesta por mantener el mayor número de vidas posible. Cualquier alternativa habría sido una distopía malthusiana. Lo sabemos, pero hay que poner en valor el consenso en torno a que la vida de una pequeña parte de la población vale más que la economía.

Otra cuestión, que no por secundaria y posterior deja de ser importante, es cómo el capital intentará después cobrarse las pérdidas acudiendo al Estado, como hizo después de 2008. Pero esa será otra pelea, que habrá que jugar bien para que no se resuelva aumentando el empobreciendo y la desigualdad. Insistimos: es muy positiva la posición de la salud pública en nuestra escala de valores colectiva. Ha logrado paralizar gran cantidad de actividades económicas para evitar la muerte de la parte poblacional sanitariamente más vulnerable. Todo un logro, no convendría olvidarlo, a pesar de los esfuerzos de la patronal para que no se detenga la maquinaria productiva.

El trabajo, el consumo, el ocio o el contacto humano van a reordenarse, y esta reordenación es, en sí misma, una grieta de esperanza.

4. La necesidad de contar con profesionales preparados para emergencias. El ejército ha dejado las prácticas de tiro para ayudar al sistema sanitario. La UME despliega sus esfuerzos desinfectando, levantando hospitales de campaña o morgues improvisadas. Se trata de una aportación innegable, entre otras cosas, para organizar logísticamente los esfuerzos por atender mejor a las personas enfermas. Esto va a suponer una relegitimación del ejército pero, en cierto modo, de modo relativo y anómalo. Si lo que valora es la capacidad para intervenir en escenarios catastróficos, ¿para qué queremos un ejército? Si conectamos con el sentido común que aborrece las guerras pero ve con buenos ojos la aportación militar en este contexto, ¿cuál es nuestra labor? ¿Criticar la intervención militar? ¿O, más bien, habría que darla por buena, y abrir el debate sobre cómo dotarnos de un cuerpo de emergencias competente, plenamente civil, y con capacidad para desplegarse en situaciones excepcionales? Hace años que desde Bomberos de Navarra se está señalando en esta dirección, planteando que “hay que decidir: militares o protección civil”, tal y como se recoge en la entrevista realizada al sindicalista Íñigo Balbás.

5. La investigación pública como salvavidas. La crisis nos enfrenta a un curso acelerado de divulgación científica. Las series exponenciales, los gráficos lineales y logarítmicos, las curvas, las segundas derivadas… No comprendemos todo, pero tenemos puesta la mirada en la ciencia, y la figura de la persona experta también va a salir reforzada de esta crisis. Ciertamente, esto debilita a la política en detrimento de la tecnocracia. Sin embargo, el reforzamiento del papel de la ciencia también tiene un efecto lateral interesante: solo la ciencia y la investigación públicas pueden garantizar resultados democratizantes y universalizantes. La industria privada de la investigación va a seguir envuelta en un halo de desconfianza, mientras la investigación pública, el libre acceso a los datos y la colaboración global van a salir reforzados. ¿Cómo justificar futuros recortes y privatizaciones en el ámbito de la investigación?

6. Es posible modificar los hábitos cotidianos. En la situación actual, la excepción desnaturaliza la rutina y permite abrir horizontes a nuestra vivencia de un capitalismo sin alternativa. En este terreno va a haber movimientos, probablemente ambivalentes, que harán que se puedan mover algunos de los pilares de la subjetividad y del deseo dominantes. El trabajo, el consumo, el ocio o el contacto humano van a reordenarse, y esta reordenación es, en sí misma, una grieta de esperanza. Esto es interesante en un escenario de emergencia climática, que va a cuestionar elementos centrales de nuestra forma de vida. La cuestión climática nos interpela directamente porque comenzamos a ser conscientes de que se nos interpela en primera persona. Y una experiencia subjetiva tan radicalmente rupturista con la vida normalizada puede ser, en sí misma, valiosa.

A la búsqueda del sentido común

Hay elementos esperanzadores en medio de tanto sufrimiento. Pero su éxito dependerá de cómo se conecten con lo que la mayor parte de la gente entiende como sentido común. Tienen que enunciarse desde la empatía, y desde esta experiencia de dolor y preocupación colectivas.

Ese “nosotrxs” difuso, que llamamos “izquierda”, tenemos que repensar la jerarquía de los elementos que ocupan nuestro esfuerzo mental. No se trata solo de llamar la atención sobre el eco que han tenido en nuestros medios ideas simplistas, conspiracionismos varios o irresponsables negacionismos. Hay que conectar con esos millones de personas que salen a los balcones. Hay que entender estos escenarios de sentido común mayoritario, y basado en la preocupación por la vida, la salud y la solidaridad.

Resulta sorprendente la facilidad con la que se ha extendido la crítica al “policía del balcón”. Se denuncia a esa suerte de vigilante parapolicial, sin incorporar a la crítica el hecho de que también desde los balcones se vigilan y graban los excesos policiales.
En este sentido, resulta sorprendente la facilidad con la que se ha extendido (desde textos firmados con una A mayúscula circulada hasta artículos en El País) la crítica al “policía del balcón”. Se denuncia a esa suerte de vigilante parapolicial, sin incorporar a la crítica el hecho de que también desde los balcones se vigilan y graban los excesos policiales. Por otra parte, ¿está realmente tan extendida esa actitud disciplinaria? ¿Es tan relevante esa supuesta fascistización de la sociedad? ¿Es más peligrosa la figura disciplinaria que la de quien rompe el confinamiento de forma cutre u organizada (cenas, encuentros “rebeldes”) o haciendo escapadas a segundas residencias? Sin duda, hay que denunciar los abusos y la impunidad policiales, pero de ahí a tildar de buenismo la iniciativa del #YoMeQuedoEnCasa, o a no censurar a quienes se saltan irresponsablemente el confinamiento hay un trecho muy largo. De hecho, ¿no hay detrás cierto libertarianismo individualista igual de peligroso del criptofascismo que se denuncia? ¿No son están esos comportamientos emparentados con la lógica capitalista que prima el beneficio privado sobre la salud pública? ¿No somos capaces de trascender ese malestar y de conectar con el sentido común solidario? ¿Acabaremos firmando artículos contra el Estado y por la libertad individual, junto con la Asociación Nacional del Rifle?

Han pasado las semanas, y la fase más aguda de la pandemia parece estar remitiendo. Sin embargo, tenemos por delante meses, o años, de recesión en los que existe un grave riesgo de extensión de la pobreza extrema. Vienen tiempos de conflictividad. Conflictividad necesaria, ya que, de nuevo, ahora de una manera más cruda, chocarán las lógicas del capital y de la vida, las lógicas securitarias y la defensa de las libertades. Se abren renovados escenarios de conflicto en torno a la sanidad pública, la política fiscal, la vivienda, la libertad de expresión o la renta básica universal, por poner algunos de los ejemplos más claros. Ante ellos, en nuestra opinión, creemos que sería un error no partir de todo el sentido común y la fuerza colectiva acumulados en los balcones.


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