Turistificación a pie de calle: señales de una ciudad desbordada

Barcelona vive estos días una encrucijada que ya no puede considerarse una simple molestia estacional. Lo que sucede ante la Casa Batlló, en plena arteria burguesa del Passeig de Gràcia, es mucho más que un agolpamiento de turistas buscando la foto perfecta
Casa Batlló

Antropólogo y profesor universitario

@antroperplejo


17 dic 2025 09:31

Barcelona vive estos días una encrucijada que ya no puede considerarse una simple molestia estacional. Lo que sucede ante la Casa Batlló, en plena arteria burguesa del Passeig de Gràcia, es mucho más que un agolpamiento de turistas buscando la foto perfecta: es un ejemplo paradigmático de cómo la ciudad se ha convertido en escenario, mercancía y parque temático a costa de la vida cotidiana de quienes la habitan. Lo grave no es solo el colapso peatonal; lo grave es que este colapso se produce incumpliendo normativas básicas de accesibilidad y sin permisos municipales. Es decir, el espacio público ha sido cedido de facto a intereses privados que lo explotan sin asumir responsabilidades.

Cualquiera que haya intentado pasar por delante del edificio de Gaudí sabe que abrirse camino entre grupos, trípodes y colas infinitas es casi una prueba de resistencia. Para las personas con diversidad funcional, directamente, es una frontera infranqueable. Las normativas, desde el reciente Código de Accesibilidad hasta las obligaciones municipales recogidas en la Carta de Ciudadanía, son claras: las fachadas deben quedar libres para garantizar desplazamientos seguros, especialmente para personas ciegas. Pues bien: la Casa Batlló no solo incumple la norma, sino que lo hace con conocimiento de causa y sin permiso alguno. Y aun así, nada pasa.

Alimenta la sensación de que la ciudad funciona en dos velocidades: una para los ciudadanos y otra, mucho más amable, para los negocios turísticos.

Este es quizá el síntoma más preocupante: la absoluta falta de reacción institucional. Las incidencias se archivan sin resolución, la transparencia brilla por su ausencia y las quejas acaban derivadas a la Sindicatura de Greuges, que acaba constatando lo evidente. Es un círculo burocrático que desgasta al vecindario y alimenta la sensación de que la ciudad funciona en dos velocidades: una para los ciudadanos y otra, mucho más amable, para los negocios turísticos.

Pero este no es un caso aislado ni una anécdota. Es un patrón. Un modo de operar que revela cómo Barcelona ha ido perdiendo autoridad sobre su propio espacio público, especialmente en las zonas donde el turismo actúa como fuerza organizadora de la vida urbana. Basta caminar unos metros hacia la Gran Via, entre Tetuán y Passeig de Gràcia —uno de los tramos con mayor densidad hotelera de la ciudad— para comprobarlo. Ocho hoteles en pocas manzanas, la mayoría de cuatro o cinco estrellas, ocupan de manera reiterada e irregular aceras que no les pertenecen.

La escena es conocida: grandes maceteros delimitando accesos privados, alfombras que se extienden como si la calle fuera extensión del vestíbulo, coches de clientes invadiendo el paso, personal que actúa como si gestionara un aeropuerto en miniatura. Es una estética de la apropiación, suave y elegante, pero profundamente violenta en términos urbanos. Es, como diría el geógrafo David Harvey, acumulación por desposesión: convertir en recurso privado aquello que pertenece a todos.

La presión turística se ha multiplicado por cuatro, y el espacio urbano no ha aumentado ni un centímetro.

El turismo en Barcelona no es un fenómeno accidental. Responde a una estrategia de transformación económica iniciada en los 70 y explotada tras los Juegos Olímpicos: pasar de una ciudad productiva a una ciudad terciarizada, orientada hacia servicios, congresos y ocio. Las cifras hablan por sí solas: de 118 hoteles en 1990 a 442 en 2024; de 18.569 plazas a más de 77.000; de 1,7 millones de visitantes a casi 8 millones. La presión turística se ha multiplicado por cuatro, y el espacio urbano no ha aumentado ni un centímetro.

Se suele insistir en que el turismo es un motor económico indiscutible. Y es cierto: 14% del PIB, 16% del empleo. Lo que se olvida es que cualquier motor necesita límites. No existe una economía urbana sostenible si para funcionar debe vulnerar derechos básicos como la accesibilidad o el libre tránsito. Tampoco existe ciudad posible si su espacio público es colonizado por empresas que actúan como si la calle fuese un recurso más de su cadena de valor.

La pregunta ya no es si Barcelona debe tener turismo —lo tendrá siempre— sino qué coste está dispuesta a asumir por él. Y, sobre todo, quién lo asume: ¿los vecinos que no pueden caminar por sus calles?, ¿las personas con discapacidad que ven bloqueadas sus rutas?, ¿el conjunto de la ciudadanía que observa cómo el Ayuntamiento tolera lo intolerable?

Lo sucedido ante la Casa Batlló y en los hoteles de la Gran Via no es una desviación puntual: es la ciudad en fuera de juego, una turistificación ha pie de calle. Una ciudad que pierde terreno palmo a palmo, mientras intereses privados avanzan sobre un espacio que debería ser, por definición, público. Recuperarlo exige voluntad política, rigor administrativo y una comprensión profunda del derecho a la ciudad: ese que no debería ser incompatible con la actividad económica, pero que sí debería estar por encima de ella.

Sobre o blog
Un blog del Grupo de Estudios Críticos Urbanos (UNED), para profundizar en los principales debates sobre la ciudad desde una perspectiva crítica y con un fuerte compromiso con los conflictos sociales que se dan en la ciudad. Por este motivo, el principal objetivo de GECU y de este blog, es impulsar investigación urbana aplicada a la transformación social.
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