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Cuidados
Creer, curar, crear
Desde hace ya semanas camino por las calles de Alburquerque. En este tiempo, he conocido a muchas mujeres que me han descifrado murmullos, me han mostrado otras formas de curar, me han descubierto expresiones artísticas marginales y me han motivado a explorar y plantear nuevos relatos. Algunas, la mayoría, han vivido siempre aquí, en este municipio de poco más de 5.000 habitantes situado al noroeste de la provincia de Badajoz, muy próximo a La Raya. Otras llegaron hace años buscando trabajo desde Portugal, Rumanía, Marruecos, Colombia, Perú… Y otras tantas, como yo, pasearon por el pueblo durante unas semanas, un mes quizás; estancias aparentemente cortas que en realidad se te meten adentro y terminan por durar toda una vida.
Las jóvenes artistas barcelonenses Carlota Mirabell Riera, Mireia Pons Fort y Helena Freiría González convivieron con la comunidad de Alburquerque a finales del verano de 2019. Lo hicieron en el marco del proyecto ‘Micro-Residençias Artísticas’ de la Asociación Sambrona, una iniciativa que desde 2016 contribuye a ser un altavoz para las voces más invisibilizadas del entorno rural. En concreto, durante aquella cuarta edición, las artistas investigaron las redes personales de apoyo y de cuidados en zonas rurales, un trabajo que, casi al mismo tiempo, yo también abordé aunque desde otra perspectiva, centrándome en las experiencias de mujeres migrantes cuidadoras en la provincia de Badajoz.
Mi cuaderno se llenaba de notas en las que se repetía una palabra: “violencia”, desprendida de unas redes en las que, aún más en la ruralidad, mujeres migrantes mal remuneradas o mujeres familiares no remuneradas dispensan cuidados a personas dependientes
Puedo reconocerme en la voz de las tres artistas cuando relatan que las largas sobremesas con las vecinas alburquerqueñas les sirvieron para tratar y profundizar “asuntos íntimos, secretos, ocultos”. Aprovechando las dos únicas horas libres diarias que en la mayoría de los casos les permite el régimen de empleadas internas al que están sometidas, las mujeres migrantes cuidadoras y yo solíamos también conversar poco después de la hora de la siesta. Algunas veces nos veíamos en mi casa, otras en el piso de cincuenta metros cuadrados que ellas, una veintena de mujeres de entre dieciocho y cincuenta años, compartían. Allí me invitaban a café y a rosquillas somoteñas, mientras tratábamos asuntos que entonces solo pude calificar de “infravalorados e invisibles”. Con cada uno de sus relatos, mi cuaderno se llenaba de notas en las que se repetía una palabra: “violencia”, desprendida de unas redes en las que, aún más en la ruralidad, mujeres migrantes mal remuneradas o mujeres familiares no remuneradas dispensan cuidados a personas dependientes con la ayuda, muchas veces exclusiva, de otras mujeres del entorno social cercano con situaciones similares. Desde luego, es imprescindible descubrir miradas ajenas para conferir otras dimensiones a aquello que una cree saber: solo cuando leí la publicación Rezo a la luna, pude concebir la red de otro modo, como una malla de defensa, como un espacio íntimo y compartido de poder; una telaraña bien hilada que puede servir para bloquear predadores.
La publicación Rezo a la luna forma parte de una pieza artística homónima fruto de la Micro-Residençia de 2019. Armada con los testimonios de Carlota, Mireia y Helena, y con otros artículos escritos por las investigadoras, críticas y comisarias en arte contemporáneo Pilar Bonet Julve, Manuela Pedrón Nicolau y Usua Argomaniz Errazquin, sus páginas relatan cómo las vecinas de Alburquerque revelan a las tres artistas durante su estancia la existencia de un ritual mágico de sanación: el ritual de la luna, un culto ancestral pagano de profundo arraigo social en Alburquerque y en otros pueblos de La Raya, que solo las mujeres pueden oficiar y legar en la intimidad a otras mujeres más jóvenes. Cuando Sambrona me contactó para incorporarme al proceso de esta Micro-Residençia, la asociación ignoraba que mi madre es oficiante del rezo a la luna. Puedo recordarme siendo niña, apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, observándola con curiosidad murmullar mientras hace señas en un plato que contiene agua y aceite: “¿Mami, qué haces?”. “¡Chsss! Calla, que estoy mirando a tu padre de la luna…, y bien cogido que lo tiene…”. Después, la curiosidad por aquel murmullo se me tornó en desapego, hasta convertirse en una indiferencia que Sambrona trastocó hace unas semanas.
Con el ritual no solo se hereda una sabiduría femenina habitualmente confinada en las habitaciones de la casa, sobre todo en la cocina, sino también un sentimiento de responsabilidad que conlleva la creación de una relación afectiva basada en valores de empoderamiento
Hoy he vuelto a preguntar a mi madre y me ha contado lo que ya sabía, que se lo legó mi abuela, su suegra, pero además me ha detallado que a esta se lo heredó una estraperlista a la cual ocultó en su casa muchas veces durante la posguerra. “A ti no puedo pasártelo porque no crees en la luna”, me dice. Y no lo niego. Pero tengo que explicarle que el ritual me ha devuelto la fe. “Cuando tu abuela me dio el rezo, nuestra relación mejoró, y no dejó de mejorar hasta el día de su muerte. También yo encontré mi sitio en la familia y en el pueblo, porque yo era una niña y llegué embarazada, figúrate… Pero a partir de entonces sentí que me trataban de otra forma, con más respeto, porque cuando tu abuelo, o tu tío o cualquier vecino se sentía con esa zozobra que te entra cuando te coge la luna, ella me lo encomedaba: yo no, la niña te mira”.
Ahora me emociona aún más la imagen de mi abuela (que tenía una hija, otras dos nueras mayores y cuatro nietas ya adultas) muriendo agarrada a la mano de mi madre. Con el ritual no solo se hereda una sabiduría femenina habitualmente confinada en las habitaciones de la casa, sobre todo en la cocina, sino también un sentimiento de responsabilidad que conlleva la creación de una relación afectiva basada en valores de empoderamiento. El análisis que Rezo a la luna hace del ritual me ha devuelto la fe en las redes personales de apoyo y de cuidado en la ruralidad, reinterpretándolas como un espacio de poder íntimo y común que permite a mujeres de diferentes generaciones cuidarse entre sí.
“Hay que creer para curar”
“Hay que creer para curar”, dice mi madre. Y yo le respondo que también hay que curarse para creer. Estos días en Alburquerque me han servido para sanarme de la desesperanza que me produjo escribir aquel libro ilustrado por Elena Cayeiro al que titulé Tan piadosamente violenta: me he reconciliado con las lunas menguantes temblorosas que Yensy Carolina trazaba en las cajas de pastillas que la señora Paca debía tomar en la noche; y sin necesidad de resolver el mágico enigma que envuelven, me he aproximado a los murmullos de mi abuela y de mi madre, relacionándome con la memoria de las mujeres de mi contexto. Solo entonces he podido escribir de nuevo sobre las redes de cuidados en la ruralidad: porque para crear, también hay que creer.
Taller: “Afines. Tejiendo redes de cuidado” de la Artista Eva G. Herrero en el Helga de Alvear. Septiembre del 2022.