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Desapariciones forzadas
Las ‘buscadoras’ enfrentan la crisis forense: México alcanza los 100.000 desaparecidos
“No se pierden, no desaparecen: los desaparecen”, dice Verónica Rosas Valenzuela, seria, frente a un grupo de madres de varios colectivos en búsqueda de sus desaparecidos/as. Nos encontramos en la periferia de la Ciudad de México, en uno de los tres estados con mayor número de desapariciones de personas. Verónica es madre de Diego Maximiliano Rosas Valenzuela, un adolescente secuestrado el 4 de septiembre del 2015; Dioni Pelcastre es madre de Guillermo David Ramírez Pelcastre, un joven taxista de 20 años desaparecido en 2017; Benita Ornelas busca a su hijo Fernando Iván Ornelas Ornelas, de 22 años, de quien no sabe nada desde 2019, mientras cuida del nieto que este dejó. Las tres forman parte del colectivo de buscadoras Uniendo Esperanzas.
Es un día soleado, inaugurado por un deslumbrante cielo azul. El calor se siente conforme avanza la mañana, todavía más como consecuencia de los trajes sanitarios de plástico necesarios para realizar las tareas de búsqueda. A un lado de la avenida en la que nos encontramos, una gran brecha se abre en el suelo: el Gran Canal de Desagüe. De él, y como consecuencia del calor, emana un olor insoportable. Este canal es conocido por atravesar la Ciudad de México y su periferia, sirviendo como canalizador del agua de lluvia, pero también de las aguas negras de la megalópolis. En los últimos tiempos, desde que la violencia extrema se desencadenó en México, el canal también es conocido por un uso más macabro: algunos grupos criminales arrojan cuerpos a su cauce para hacerlos desaparecer. Ahora, las familias están buscando a sus desaparecidos en diferentes puntos estratégicos de este cuerpo de agua.
Ecatepec y Ciudad Juárez son los dos nombres del terror para hablar de la violencia contra las mujeres. Ahora, también, para hablar de la desaparición de personas
Verónica, Dioni y Benita se quejan de la ineficiencia de las autoridades. “Tenían un año para planificar esta búsqueda y, a día de hoy, todavía no consiguen los permisos”, dice una de ellas. Están decepcionadas porque no se están cumpliendo los plazos como se les había prometido. Llevan ya seis meses de búsqueda intensa, con algunas pausas debidas a contingencias de la pandemia y a errores burocráticos. Sin embargo, no es la primera vez que se investiga el crimen en el Gran Canal. En el año 2014, se encontraron los cuerpos de varias jóvenes mujeres asesinadas. Desde entonces, Ecatepec ‒el municipio en el que nos encontramos‒ y Ciudad Juárez son los dos nombres del terror para hablar de la violencia contra las mujeres. Ahora, también, para hablar de la desaparición de personas.
La técnica de búsqueda no ha variado: una máquina draga las aguas del Gran Canal, extrayendo la costra de basura de la superficie y sacando lodo y sedimentos del fondo. Después, todo ese material se pone a disposición de las buscadoras ‒agentes del Estado y, sobre todo, madres‒ para que, con rastrillos de jardín, busquen entre la tierra, el polvo, los plásticos y las piedras posibles ‘tesoros’, fragmentos óseos que, a veces, son indistinguibles de un trozo de madera o un pedazo de roca.
Son las propias madres las que, ataviadas con trajes, mascarilla, gafas de protección y doble capa de guantes, rascan entre estos restos contaminados para buscar a sus hijos. La Ley de Víctimas contempla que las familias puedan participar en el proceso de búsqueda; sin embargo, esto se convierte en un arma de doble filo cuando, en muchos casos, ellas son la fuerza bruta del proceso. Las familias salen a recorrer páramos y desiertos bajo el sol, madrugan día tras día para ir a cavar o a rastrillar la tierra y, además de todo eso, acuden a las instituciones, a reuniones con los burócratas y esperan que, desde la oficina y el escritorio, alguien genere avances en sus procesos de búsqueda e investigación. Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, el rezago institucional y la descoordinación entre las instituciones impiden una buena resolución de los casos. Por esto, en parte, la impunidad en México alcanza un porcentaje mayor al 90%.
Son las propias madres las que, ataviadas con trajes, mascarilla, gafas de protección y doble capa de guantes, rascan entre estos restos contaminados para buscar a sus hijos desaparecidos en el Gran Canal de Desagüe de Ecatepec
En los últimos meses, el dragado del Gran Canal se ha llevado a cabo como parte de una diligencia de investigación requerida por el colectivo Uniendo Esperanzas. Al dolor que implica no saber dónde están sus familiares se suma el hecho de tener que buscarlos en un lugar como el Gran Canal. No obstante, las mujeres del colectivo han conseguido resignificar la basurización de los cuerpos y devolverlos a una esfera de sentido y de humanidad. Para ello, antes de las navidades, vistieron las paredes del lugar donde se realizaba la búsqueda con pancartas y fotografías de sus seres amados, dibujaron con papeles brillantes un árbol de navidad, dentro del cual situaron los rostros de sus hijos, hermanas y padres. Al pie del árbol, cada una de ellas plantó una planta, que cuidaban y regaban cada semana. La espiritualidad juega un papel muy importante para la mayoría de ellas. Con esta serie de prácticas, las familias del colectivo han conseguido darle la vuelta a la narrativa de la basura y de los desechos y mostrar, como me dice Pamela, “que aquí estamos buscando a nuestros seres queridos”, que lo que importa son ellos, al margen del contexto en el que, por desgracia, han tenido que buscarlos.
A lo largo de la mañana, entre la plática, el chiste y el trabajo duro e insolador, las familias me cuentan de sus frustraciones y de sus enojos con la burocracia, pero también dejan ver la importancia de lo colectivo para continuar su camino, a pesar del dolor. Compruebo que mi cuerpo ya está más acostumbrado al tipo de tarea requerida; mi vista ha aprendido a buscar huesos entre la tierra y el lodo y, sobre todo, también he aprendido de la esperanza que estas madres profesan a diario. A lo largo de estos meses de búsqueda, se han encontrado restos de cuatro individuos diferentes. Cuatro personas que, cuando se realice la confronta genética, podrán ser entregadas a sus familias. Así, gracias a estas mujeres, y gracias al llamado que sus desaparecidos les hacen desde algún lugar profundo de su corazón, esos restos se convertirán en nombres propios, a los que se podrá rendir un entierro, una memoria, un duelo y una paz. “Mira qué bonito está hoy el color del cielo”, me dicen. Son las dos de la tarde y, con sabor agridulce, regreso a casa. Cuatro personas han sido encontradas, de entre las 100.000 personas desaparecidas que hay hoy en México.
La crisis forense y de desaparición en México
La versión pública del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), creado por la Comisión Nacional de Búsqueda, arroja esta semana la cifra oficial de 100.000 personas desaparecidas en todo el territorio mexicano. 100.000 hijas/os, hermanas/os, esposas/os, abuelas/os y amigas/os arrancados del seno de sus hogares y enviados al limbo de la indignidad. Al mismo tiempo, y de acuerdo con el Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México, hay, al menos, 50.000 cuerpos sin identificar en el sistema público mexicano ‒morgues, fosas comunes, universidades y bodegas‒, motivo por el cual han denominado a esta situación como ‘crisis forense’.
Estas cifras, de nuevo, pueden ser agobiantes. Si se realiza un ejercicio comparativo, para que se pueda dimensionar el número, cabe recordar que el estimado de desapariciones forzadas durante la Guerra Civil española es de 114.266 personas; el de la dictadura argentina, de 30.000. No obstante, en México no hay una dictadura y tampoco una guerra ‒no, al menos, declarada‒. Es por ello que sus 100.000 ausentes dan cuenta de la crisis y del rezago institucional que atraviesa el país en materia de desaparición y de identificación forense. La complejidad de esta crisis es desafiante, en tanto en cuanto se adentra y prolifera en los diferentes niveles políticos y sociales: la corrupción política, la violencia policial y militar, el crimen organizado y la desigualdad suponen algunos de los pilares que habilitan que la violencia extrema se expanda en el territorio, bajo la forma de asaltos, secuestros, desapariciones forzadas, homicidios, masacres y feminicidios.
La Ley de Víctimas contempla que las familias puedan participar en el proceso de búsqueda; sin embargo, esto se convierte en un arma de doble filo cuando, en muchos casos, las madres se convierten en la fuerza bruta del proceso
¿Qué implica para México llegar a 100.000 desaparecidos, teniendo, al menos, 50.000 cuerpos no identificados en las morgues? Implica, en palabras del subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, una “crisis humanitaria”. Significa que las instituciones están desbordadas en todas sus dimensiones. A nivel legal, se ha llegado tarde: la Ley de Víctimas es del año 2013 y la de Desaparición Forzada, Desaparición cometida por particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda, de 2018. La maquinaria burocrática empieza apenas a caminar, cuando las familias llevan ya 15 años haciéndolo. En palabras de Ana Alegre, investigadora del CentroGeo sobre desaparición y fosas clandestinas, “los colectivos le ganaron al Estado”. A estas legislaciones se han añadido mecanismos, protocolos y alertas, pero, dada la magnitud del problema, todas estas herramientas están mostrando ser insuficientes para afrontar el panorama desolador que dejan los paisajes forenses en los que se están convirtiendo los bellos cerros, manglares, lagunas y desiertos que surcan este diverso y rico país. A veces, parecemos quedarnos sin palabras y sin capacidad para expresar el horror puro en el que nos sume este contexto.
Ante ello, y con mayor potencia desde 2014, han aflorado madres, padres, hermanas y hermanos y otras personas cercanas, que han salido a buscar, ya sea en vida o en muerte, a sus seres queridos desaparecidos. En septiembre de 2014, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa marcó un hito en la historia de la violencia en México. Ello se debió a que, mientras el Gobierno de Enrique Peña Nieto se tambaleaba tratando de construir una falsa verdad histórica, se descubrieron muchos otros cuerpos enterrados en fosas clandestinas, en varios puntos de los cerros del estado de Guerrero. ¿De quiénes eran esos otros cuerpos? La masacre de los 43 no solo movilizó a la comunidad nacional e internacional, sino que desveló la pestilencia que el Gobierno federal y los gobiernos estatales estaban intentando ocultar. Los montes estaban sembrados de cadáveres. Estos paisajes forenses, sumados a la incapacidad institucional, han producido una situación particular, un diálogo de saberes entre investigadores, familiares y burócratas.
La singularidad de la búsqueda en México
A diferencia de España o Argentina, las familias no solo se han movilizado en las calles, sino que, también, han tomado picos, palas y rastrillos y han salido al campo a realizar, ellos mismos, la búsqueda de sus hijas y de sus amigas. De igual manera, se han encargado de recabar pistas y de abrir líneas de investigación. Una de las mujeres a las que acompañé, hermana de una víctima de feminicidio, está a punto de terminar la carrera de Derecho. Empezó esos estudios para poder confrontar a las autoridades y discernir cuándo no se estaba cumpliendo con el debido proceso. Hoy en día, es una experta en los aspectos jurídicos y penales que involucran a la desaparición y al feminicidio.
Estas circunstancias han interpelado a los científicos y a los agentes del Estado, quienes han tenido que aprender a dialogar, no siempre de forma exitosa, con los dolientes. El hecho de que las búsquedas fructíferas se realicen allí donde hay un colectivo presionando habla del papel político que han alcanzado estas familias.
De acuerdo con el Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México, hay, al menos, 50.000 cuerpos sin identificar en el sistema público mexicano ‒morgues, fosas comunes, universidades y bodegas‒, motivo por el cual han denominado a esta situación como ‘crisis forense’
Ana Alegre está realizando su investigación doctoral en el campo de las ciencias de la información geoestadística. No obstante, antes de ello trabajó en la Ciudad de México y a nivel federal, en temas de seguridad con la policía. Fue la desaparición de una conocida cercana, y el hecho de ver cómo aumentaba este delito en el país, lo que la llevó a investigar lo que estudia hoy en día. Su objetivo es recabar datos y patrones que le permitan realizar un perfil del tipo de espacio y territorio en el que, de forma previsible, se encuentran las fosas clandestinas. En este sentido, su investigación se enmarca en la ciencia de frontera. El compromiso de Ana la ha llevado, en el último mes, a realizar un taller con un colectivo de familiares. Durante el mismo, les explica cómo utilizar Google Earth, cómo manejar las coordenadas, cómo observar los cambios de color en la tierra y las nuevas edificaciones. Todo ello lo ha planteado desde la cartografía participativa. Lo interesante de este taller, según Ana, es que “los escucho, me cuentan cómo salen a campo, a lo que se enfrentan, me gusta también explicarles qué herramientas pueden usar”. Yo misma pude asistir a algunos de esos talleres y comprobé cómo se produjo un auténtico diálogo entre expertas.
La comunicación, sin embargo, cambia cuando se produce entre familias y burócratas o científicos que trabajan para el Estado, como algunos peritos forenses. En mis diferentes acompañamientos, he podido observar cómo, si bien es cierto que hay funcionarios que se prestan a la colaboración, en la mayoría de los casos se producen situaciones que obstaculizan el correcto avance del proceso. Violencias burocráticas como los tiempos de espera, pero también la ruptura de la cadena de custodia o el mal resguardo de las evidencias son habituales. Incluso, y de forma escalofriante, se está volviendo cada vez más común que las autoridades entreguen cuerpos erróneos a las familias.
Ante estas violencias, las madres, amigas y hermanas han construido sus propios aprendizajes y se han convertido en voces imprescindibles para comprender lo que está sucediendo. La singularidad de la búsqueda en México es paradójica, pues se ha cargado a las espaldas de las familias una responsabilidad que no es de ellas. “Caminamos con amor, fe y esperanza, ¡hasta encontrarles!”, es uno de los lemas del colectivo Uniendo Esperanzas.
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Pobre México, tan cerca de Estados Unidos, y tan lejos de Dios.