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Editorial
Cuatro manos, diecisiete ojos
En los chalecos amarillos hay mucho de revuelta fiscal clásica, y también unas gotas de resistencia a la inevitable transición energética.
Bajo un txabiske improvisado, Raymonde, mujer de 65 años, cuenta a la reportera de Euronews: “Estoy aquí por el malestar general, las pensiones, los impuestos. He esperando muchos años a que esto explotara. Ya no puedo irme de vacaciones, ni comprarme zapatos. No es normal”. C’est pas normal.
En los chalecos amarillos hay mucho de revuelta fiscal clásica, y también unas gotas de resistencia a la inevitable transición energética pero, sobre todo, hay indignación que emerge de las condiciones materiales: “si subes el diésel, ya no puedo vivir ni trabajar”. Y esto es especialmente cierto para las personas asalariadas o autónomas precarizadas de las ciudades de tamaño medio, donde prendió la chispa que incendió la pradera: sectores enteros dependientes del coche que venían de los recortes a los trenes de cercanías y al transporte público en general.
Pero la revuelta va más allá. Con la agilidad del enjambre, este motín sin líderes ha escapado de la trampa mediática del Gobierno. Y, sorteando la etiqueta “antiecologista e insolidaria”, ha pasado a hablar con naturalidad de la subida del salario mínimo, las pensiones de miseria y los regalos fiscales a los ricos. En definitiva, del tránsito inexorable de las capas medias hacia la proletarización. Francia entra así, de pleno derecho, en el sur de Europa.
Algunas voces autorizadas de la izquierda desconfían de un fenómeno fuera de su control. Se repite el patrón del 15M y de la Primavera Árabe, teorías de la conspiración incluidas
Como otras veces, algunas voces autorizadas de la izquierda desconfían de un fenómeno fuera de su control: “Ojo, que son de Le Pen; cuidado, que no son ecologistas”. Se repite el patrón del 15M y de la Primavera Árabe, teorías de la conspiración incluidas. ¿Hay votantes de la ultraderecha bloqueando los peajes de Biarritz y Biriatu cada fin de semana? Sí, y de Melenchon y, sobre todo, abstencionistas (12 millones en las últimas elecciones). También los habrá entre los taxistas de Barcelona y Madrid —otra movilización incómoda para la izquierda—, que han replicado los códigos para internacionalizar su pelea contra la uberización. Sujetos impuros, enfrentándose a pecho descubierto a la financiarización global. ¿Estaremos ahí para acompañarles?
Ahora bien, el hilo rojo (y negro) con el 15M no es directo. Entre otras razones, porque mientras la queja por el desclasamiento quincemayista estaba impregnada de ideología de las clases medias, los chalecos amarillos asumen la clausura del ascenso social y postulan una feroz confrontación de clases. Hasta la fecha, diez muertos, 2.000 heridos —150 graves—, 17 ojos y cuatro manos perdidas según el colectivo Desármons-les, y 150 encarcelamientos.
En la otra esquina del tablero, las banlieues que albergan a “los indígenas de la República” —condenados al infraempleo y a la segregación espacial— se mantienen relativamente al margen de esta movilización liderada por la white trash francesa. Su entrada en escena, si se produce, podría hacer estallar el horizonte destituyente de la Quinta República y, como ha pasado otras veces en la Historia, sentar las bases de un poder constituyente a escala europea.