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Videojuegos
Jugar o producir, esa es la adicción
¿Está justificada la creencia de que los videojuegos pueden causar adicción? ¿Cuándo el exceso de jugar (y a qué y por qué) se considera adicción?
En el primer capítulo de The medium of the video game Mark J. P. Wolf reconoce abiertamente la idea de que los videojuegos pueden causar adicción. Esa afirmación, en una obra que prácticamente inauguraba los videojuegos como objeto de estudio desde un enfoque más o menos académico, no hace más que apuntar a que esta idea ha estado presente en nuestras mentes desde que empezamos a reflexionar sobre los videojuegos. Sin embargo, ¿está justificada esta creencia?
Es normal que en nuestros tiempos, donde la ludopatía representa un problema social de grandes dimensiones, y en los que tenemos la costumbre de ver cómo las grandes compañías del sector de los videojuegos toman prestadas algunas de las peores prácticas de los salones de juegos y casas de apuestas, sea bastante difícil negar que haya razones suficientes para entender que la adicción a los videojuegos puede ser un problema.
Parecen ya muy lejanos los tiempos de “una partida más” en las máquinas arcade de bares y recreativos. Pero el diseñar juegos inhumanamente difíciles para que repitamos el mecánico gesto de introducir más monedas y así poder completarlos al millonésimo intento no es un antepasado tan lejano de los DLC (downloadable contents o contenidos descargables), que abusan de nuestras compulsiones coleccionistas, las microtransacciones o las propias lootboxes (“cajas del botín” que nos cobran por obtener objetos virtuales al azar). Parece bastante razonable pensar que las malas prácticas de las empresas a lo largo de la historia de los videojuegos que han tratado por todos los medios de sacarnos hasta el último céntimo sean un problema. Y el hecho de que hoy consistan en utilizar dinero real para comprar, ya no objetos virtuales sino la posibilidad de obtenerlos aleatoriamente hace que puedan ser efectivamente consideradas apuestas y por tanto evidentemente un problema social.
Pero todas las monedas, hasta las que se echan en las máquinas arcade, tienen dos caras. Y de lo que quiero hablar es de cómo la patologización de la adicción a los videojuegos no sólo no nos protege de estas malas prácticas, sino que nos somete a una dinámica de poder indeseable, que nos clasifica como sujetos “sanos” o “enfermos” de acuerdo a criterios que poco tienen que ver con nuestra salud mental.
El Gaming Disorder aparece definido por primera vez en un manual de psicopatología en el borrador de la CIE-11 (dependiente de la Organización Mundial de la Salud). Anteriormente, cuando se ha intentado entender la adicción a los videojuegos encontramos que se recurría a indicadores como la pérdida de control, evasión de problemas, búsqueda de la actividad, presencia de mentiras y engaños, disrupción familiar/escolar y otros. En contra de lo que puede parecer, recurrir a estos indicadores que no tienen que ver con aquello que causa la adicción hace que lo relevante sean otros factores, como la conducta y el contexto, y no la sustancia de la adicción. Da igual si es adicción a los videojuegos, al deporte o a la adrenalina de cruzar un semáforo en rojo, si los efectos negativos son los mismos da igual a qué tengamos adicción.
Sin embargo, en la psicopatología existe una preocupación generalizada por dejar cada detalle bien atado y definido, incluso aspectos que no son demasiado relevantes, como la sustancia de la adicción. Esta preocupación por la clasificación por encima de la descripción y por la “enfermedad” por encima de la persona “enferma” es una constante en la ciencia psicopatológica, una forma de que la abstracción domine sobre lo concreto, de sujetar a las personas a los modelos de lo saludable y lo insalubre.
La sustancia de la adicción es irrelevante hasta el punto de que en los criterios diagnósticos de la CIE-11, el Gaming Disorder y el Gambling Disorder (ludopatía) sólo se diferencian en que cada una se refiere a objetos distintos, pero describen exactamente los mismos síntomas, compartiendo todos y cada uno de los criterios. Por eso opino, en primer lugar, que no es necesario un nuevo trastorno, basta con entender que las apuestas han llegado al formato videolúdico, desde hace bastante tiempo por otra parte, con todo lo que ello conlleva. Pero entonces, ¿por qué elegir especialmente los videojuegos para incluirlos en los manuales de psicopatología?
Hace un par de años, un investigador llamado Jorge Núñez documentó la existencia de una economía clínica de la especulación en una Cataluña golpeada por la crisis económica. Estudió los casos en los que se han aplicado los criterios diagnósticos de la ludopatía a las inversiones en bolsa y descubrió que el conjunto de criterios que permitían discriminar entre sujetos sanos y sujetos con un trastorno operaba ordenando a los sujetos según el éxito económico que tuvieran en sus actividades bursátiles. Presentaban el trastorno si se arruinaban y, por tanto, afectaba al “normal” desarrollo de su vida; pero si su actividad en bolsa, por asidua que fuera, no les reportaba problemas económicos y por tanto su vida se veía inalterada no había ningún problema.
Esto puede parecer de “sentido común”, y de hecho es un criterio fundamental en todos los trastornos de los manuales de psicopatología en el que se reconocen los factores socioeconómicos y culturales para tratar de mitigar, aunque sea de forma exclusivamente retórica, el carácter etnocéntrico de la psicopatología, pero que en la práctica tiene dos funciones nocivas: por un lado invisibiliza las causas sociales de los problemas socioeconómicos, porque individualiza el problema y lo sitúa en el cuerpo, en la salud; y por otro lado patologiza la pobreza.
El problema de la patologización es que tiene implicaciones en cómo los sujetos se construyen y se entienden a sí mismos, cambiando el marco de posibilidades de lo que las propias personas piensan que es o no posible, o más bien en lo que piensan o directamente no es pensable para ellas. Así la patología se utiliza como forma para moralizar las prácticas, discernir entre aquellas que son deseables (y por tanto buenas para la salud) o indeseables (y en tanto que insanas, censurables y perseguibles). La lucha contra lo insano se presenta como una lucha a favor de la salud, legítima, por el bien de “los enfermos”.
Las claves para entender por qué lo lúdico se ve afectado por esta tendencia están en los textos clásicos de la ludología (disciplina encargada del estudio del juego). Dos autores a los que se les deben los primeros pasos en la disciplina, Johan Huizinga y Roger Caillois, coincidieron en poco más que en definir el juego como algo que por esencia, no produce nada. Si la finalidad del juego es producir entonces no estamos jugando, estamos haciendo algo completamente distinto. Si el juego produce algo, si es que es compatible de alguna forma, lo hace completamente por accidente.
Esto hace pensar que estamos ante un problema de racionalidad política. La racionalidad neoliberal es intolerante a la idea de no producir, y esta idea está detrás de la economía clínica que se aplicaba en las inversiones en bolsa. Los criterios para discernir si se padece esta adicción son simplemente el carácter excesivo de la actividad, que debido a su dificultad para ser formulado de forma objetiva deriva en las consecuencias negativas de la actividad para el entorno psicosocial. Por lo que que lo excesivo de una actividad viene dado por sus consecuencias económicas. Quizá jugar a videojuegos 8 horas al día puede parecer excesivo y malo para la salud, no así trabajar 8 horas diarias. Claro que lo segundo se hace por necesidad, pero esto ha llevado a que las personas que por motivos de trabajo deben jugar a videojuegos (periodistas, analistas y desarrolladores/as) están exentas de este diagnóstico, debido a que claramente mejora su situación socioeconómica. Lo mismo se puede decir de streamers, youtubers o similares, que en las ocasiones en las que consiguen hacer de jugar a videojuegos un negocio rentable no son sujetos adictos, sino emprendedores modélicos. La patologización es sólo para aquellas personas que siguiendo estos modelos fracasan en su intento.
Esta dinámica parece revelar que la patologización, más que construir una política represiva alrededor del juego, despliega mecanismos para desincentivar las prácticas improductivas y fomentar las productivas, sirviendo de herramienta para despojar o imbuirles legitimidad mediante los discursos de la salud en función de los intereses del sistema productivo. No es casualidad que la Asociación Española de Videojuegos (AEVI) utilice como contradiscurso lo rentable que es el sector de los videojuegos. Estos resquicios en los que parecen refugiarse los discursos que se resisten a la patologización, que a menudo buscan la legitimidad en lo económico en una suerte de luteranismo laico, parten de las racionalidades hegémonicas y precisamente permiten la apropiación de los elementos más compatibles del juego y el videojuego con la producción, la realización y la conducción de los sujetos.
Las personas que juegan están sometidas a un baremo de normalidad con una impronta moral, si juegan de forma anormal y no se arrepienten o reconocen su enfermedad, son consideradas responsables de su propia situación y culpabilizadas. Quienes la admiten e incluso dan pasos hacia su “cura”, son consideradas víctimas de un mal ajeno a ellas, criaturas que han perdido el control de sí mismas. En cualquiera de los dos casos, la asociación con un dominio patologizado en términos de adicción supone una representación como un ser con una capacidad de raciocinio menor, que o bien está trastornado o no tiene el control sobre sí y establece, por tanto, jerarquías sociales entre las personas sanas y las personas enfermas, cuyo discurso tiene menor credibilidad y es correcto imponerles el discurso de las personas sanas; es más, es una obligación moral.
Jugar, por tanto, entraña el riesgo de que no sea rentable mediante una economía clínica que supedita la existencia o gravedad del trastorno a los resultados de la actividad, y en el imaginario neoliberal, dicho riesgo puede convertirse en beneficio convirtiendo el juego en una actividad productiva de forma voluntaria.
Estamos, por tanto, ante un intento de regular el juego, de darle una forma que concuerde con los valores de nuestro tiempo. La ludificación (el uso de elementos, dinámicas y mecánicas propias del juego en contextos fuera del mismo) ayuda a la producción y a la educación y es en sí una herramienta de conducción de los sujetos, de hacer que hagan cosas por propia voluntad que no harían de otra manera. La profesionalización del juego genera comunidades de trabajo capaces de motivarse y comprometerse al máximo con su empresa; mientras la escena de los e-Sports despliega cada vez más prácticas que lo separan del juego y lo acercan al deporte profesional y por tanto al mundo del trabajo. Sólo aquellas prácticas que son representadas como “no productivas” son patologizadas, y desincentivadas. Sin duda nos encontramos ante un proceso de apropiación del juego por parte de lo productivo. El último resquicio en nuestra sociedad del homo ludens, de la persona que juega, está siendo conquistado por el homo faber, la persona que hace.
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Muy buena la nota. Es notable como el videojuego ha devenido en un chivo expiatorio para descargar sobre él la culpa de la atomización social sistémica de la socidead actual.
interesantisimo articulo. Echo de menos el nombre del/la autor(a).
Recuerdo cuando las videoconsolas provocaban miles y miles de casos de epilepsia. Era cuando sustituían, en su comienzo, un ocio por otro. Ahora incluso se promueve la especializacion obsesiva en campos como la programacion, robotica, automatizacion, no vaya a ser que uno deje de ser productivo porque le sustituyan, en un futuro cercano, los objetos que produce.