Miembro de la Asociación de Hombres Por la Igualdad de Género (AHIGE) de Andalucía.

14 ago 2020 10:48

De la mayoría de las cosas que nos suceden, no nos enteramos. Dicen quienes estudian nuestros pensamientos, que un noventa y algo por ciento de la actividad de nuestro cerebro es inconsciente, que de casi todo lo que vemos, oímos, y olemos, no nos damos ni cuenta, y que solo una pequeña parte de la actividad cerebral es consciente.

Cuentan que eso nos pasa también cuando estamos muy acostumbrados a algo. Nos ocurre con la cultura, los símbolos, los pensamientos, las palabras, y las ideas, en las que los hombres hemos sido educados. Por ejemplo, decimos que no sentimos animadversión hacía la homosexualidad, y sin embargo el modelo de hombre con el que nos identificamos, es homófobo por naturaleza. Todo buen hombre ha de ser un buen macho. De eso se trata.

La homofobia es la animadversión a la homosexualidad, un odio irracional que conduce a la violencia y la discriminación. Cada dos días una persona homosexual es asesinada en el mundo, más de setenta países aún persiguen la homosexualidad, ocho la condenan a muerte, en muchos de ellos es considerada una enfermedad mental, y para la religión católica que se opone al matrimonio homosexual por considerarlo contra natura, es un pecado mortal.

Recordemos que esto sucede en un mundo masculinizado, gobernado por hombres, según sus reglas. O lo que es igual, presidido por un concepto de hombre, patriarcal, andrógino y excluyente. No es de extrañar por tanto que ideas y atrocidades circulen con normalidad.

Entre las exigencias que se nos imponen a los hombres para cumplir con los roles de género de la masculinidad, está la defensa a ultranza de la heterosexualidad. A los hombres nos gustan las mujeres. Las personas homosexuales transgreden esas reglas, y nos hacen comprender que la orientación sexual no viene determinada por nuestro género, y ni tan siquiera por nuestro sexo.

La homosexualidad desmonta las teorías de la masculinidad, demostrándonos que el amor no obedece a más patrones ni normas que la libre voluntad, y eso es terrible para el patriarcado que basa todo su poder y razón, en la separación y diferenciación entre hombre y mujer. Somos hombres porque no somos mujeres.

Los armarios han existido y seguirán existiendo, porque es tan fuerte la presión social y familiar que aún han de soportar los y las homosexuales, que se requieren buenas agallas para dar ese paso en una sociedad que sigue empoderando a los chulos, malvados, ególatras, y violentos, y maltratando a todos y todas las que se separan de sus dictados.

El peor de los insultos que un hombre puede recibir es “maricón”. Es como si se abriese la tierra y las profundidades se mostrasen ante nuestros ojos. Reaccionamos mal, con irritación, disgusto y violencia. Es el disparo en la línea de flotación de nuestra hombría que hace peligrar toda nuestra estabilidad.

Si perdemos nuestra heterosexualidad no somos nada, dejamos de ser todo para lo que  nos han programado, y pasamos a ser seres extraños y marginales, objetos de burla. Amanerados que traicionan al resto de hombres. Odiamos tanto a los homosexuales porque a la homosexualidad le tenemos mucho miedo, al colocarnos ante el espejo de nuestra propia vulnerabilidad, recordándonos que también somos como ellos, y nunca fuimos esos machos heterosexuales que representamos.

La homosexualidad rompe los poderes del machismo, basados en la fuerza y la dominación. La sexualidad de los hombres es violenta y un acto de poder más que de amor y nobleza. Todo eso se destruye si transgredimos las reglas, si transitamos de un lado a otro sin presión ni temor. Si no somos distintos a las mujeres, qué somos entonces. Nuestro poder asentado en la creencia de la superioridad y la mayor fortaleza física se desvanece, y con ello el hombre que hasta hoy conocemos, y eso nos deja perdido en las más oscuras de las neblinas nocturnas.

Ser hombre es lo contrario a ser mujer. Es nuestra definición. Ser macho, heterosexual, viril y dominante. Los hombres no somos maricones, no hablamos de cosas de mujeres, ni nos comportamos como ellas. Las mujeres dependen de nosotros y eso marca carácter.

Esos son los dogmas y las verdades de una masculinidad hegemónica y tóxica que cada día que pasa se descubre más falsa, hipócrita y destructiva para la humanidad, y de la que los hombres como actores protagonistas, somos los primeros interesados en deslegitimar y cambiar.

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