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Opinión
La tiranía de los bienhablados
La norma del castellano estándar, como la de cualquier otra lengua, no cayó del cielo, sino que es el fruto de un proceso dilatado de carácter popular y también erudito, en parte arbitrario y en parte fundamentado en la etimología y en la gramática latina, e influido por el prestigio del que ha gozado históricamente el habla de determinadas regiones —entre otras consideraciones—. Dicho proceso, tan lento y complejo, ha conducido a la obtención de una herramienta común, con sus ventajas e inconvenientes. ¿Las ventajas? Que sirve para que se comunique de forma eficaz una parte amplia de la población, lo que repercute, entre otros aspectos, en una mayor seguridad jurídica y agilidad administrativa. ¿Los inconvenientes? Dos principales: el primero, que rara vez en el forjado de esa herramienta, que suele nacer en el espacio cercano al poder y la cultura, han participado aquellos hablantes más alejados del poder y la cultura (por su clase social o por su procedencia geográfica); y el segundo, que durante el desarrollo de dicho estándar se ha tendido a despreciar el resto de variantes, hablas y acentos, e incluso otras lenguas sobre las que este se ha impuesto, directa o indirectamente, y que hoy están en ruinas a causa de la diglosia —se están salvando, solo en parte, aquellas que gozan de cooficialidad—.
La enseñanza de la lengua estándar no se ha llevado a cabo, tradicionalmente, explicando su condición de herramienta útil para la comunicación, ni aclarando que aparte de dicha herramienta se dispone de la variante o lengua materna, tan provechosa como esa otra y válida en diversos contextos, desde el sexo hasta la literatura, desde el mercado hasta la universidad. Al revés: se ha tratado de inculcar la idea de que lo estándar es lo correcto, de que las otras variantes, hablas o lenguas minoritarias y minorizadas deben olvidarse o, si acaso, quedar relegadas al ámbito familiar; y lo mismo ha ocurrido con los tonillos o acentos, compañeros inseparables de las lenguas. Asimismo, cabe destacar, en relación con los acentos, la habitual confusión entre lo neutro y lo estándar; un acento puede considerarse estándar si existe ese pacto social, pero, desde luego, neutro no es —la lengua no es un anuncio de detergentes—.
Considerar que hablar mal es no dominar la variante estándar resulta injusto, porque se trataría, en cualquier caso, del fallo de un sistema educativo que no ha sabido cómo enseñar esa variante en todo el territorio
Entonces, habida cuenta de todo lo anterior, ¿qué es hablar mal? Considerar que lo es no dominar la variante estándar resulta injusto, porque se trataría, en cualquier caso, del fallo de un sistema educativo que no ha sabido cómo enseñar esa variante en todo el territorio. Además, la parte de la población que no ve su lengua o variante materna protegida y valorada quizá no esté de acuerdo en que la lengua estándar sea otra diferente de la suya. Sin respeto ni consenso sobran las exigencias.
Comprendo, no obstante, que se afirme que alguien habla mal o, mejor dicho, que se comunica de forma ineficaz, si no logra hacerse entender en su entorno cercano —en su familia, barrio, pueblo—; lo cual es, por otro lado, poco frecuente y tendría visos de estar relacionado, más bien, con problemas en la adquisición del lenguaje. También podríamos concluir que habla mal quien usa un registro inapropiado en determinados contextos; aunque, quizá, en función de las características de dicho registro, lo adecuado sería especificar que utiliza la lengua de un modo agresivo, escatológico, machista, maleducado, etc.
Es cierto que en muchos casos es posible encontrar equivalentes de traducción para tales anglicismos, pero desaprobar el uso de palabras de otros idiomas aduciendo la existencia de equivalentes sería obviar que la incorporación de extranjerismos a veces responde sencillamente a una moda
No puedo pasar por alto, además de lo ya dicho, esa tendencia contemporánea a la crítica seudolingüística con cierto regusto nacionalista. Me refiero, en concreto, a un número abultado de opinadores que tratan de demostrar su alto grado de conocimiento y valoración de la lengua condenando, por ejemplo, la introducción de anglicismos. Es cierto que en muchos casos es posible encontrar equivalentes de traducción para tales anglicismos —en la mayoría de los casos, de hecho—, pero desaprobar el uso de palabras de otros idiomas aduciendo la existencia de equivalentes sería obviar que la incorporación de extranjerismos a veces responde sencillamente a una moda; o a que su sonoridad resulta más graciosa que la del término castellano; o a que dicha palabra, al no activar determinados referentes en la mente del hablante por no pertenecer a su acervo lingüístico, le sirve para individualizar una realidad de un modo más sencillo. Esta actitud, la de quien teme los anglicismos, suele denotar más una inclinación reaccionaria y desconocimiento de la historia de la lengua que un verdadero dominio y conocimiento de esta. Sus adalides me recuerdan, cuando me los cruzo, a Martí de Viciana, el historiador valenciano del siglo XVI que lamentaba que en castellano se abusara tanto de los arabismos. No mueren las lenguas precisamente por la inclusión de términos ajenos.
La actitud de quien teme los anglicismos suele denotar más una inclinación reaccionaria y desconocimiento de la historia de la lengua que un verdadero dominio y conocimiento de esta
Por último, quiero recordar que aunque la norma y el acento considerados estándar se asienten en un determinado geolecto, suelen alejarse lo suficiente de este como para que los hablantes de dicha región lingüística lo sientan cercano, pero no totalmente propio. En definitiva, que casi todos y todas hablamos mal, fatal, que «hablar mal» es en muchos casos la traducción de ese prejuicio ancestral sobre la diferencia, un síntoma del deseo de pertenecer al selecto grupo de los bienhablados, el resultado de poner el foco sobre el hablante y no sobre un sistema educativo —esencialista en la esfera lingüística— que falla y una sociedad que ha venido ridiculizando lo que se desviaba del castellano estándar (aunque eso haya supuesto y suponga en muchos casos desprestigiar la propia habla).
Y, sin embargo, pese a todo ello, pese a la burla, el borrado en los medios de comunicación, la vergüenza, la discriminación y el autoodio, seguimos contando con una riqueza lingüística inmensa dentro de las fronteras de nuestro país: lenguas, variantes, hablas, acentos. Es el momento de poner de una vez en práctica esa delicadeza y ese respeto que no hemos cultivado hasta ahora; de desechar por caducos los lugares comunes tan visitados y añejos del «acento cerrado» y el «hablar mal»; y, sobre todo, es hora ya de que disfrutemos de este rico patrimonio, de que lo asimilemos como propio, lo protejamos y lo promocionemos. Disponemos de catedrales construidas con palabras que se derrumban día a día sin que casi nadie mueva ni un dedo por, al menos, apuntalarlas. No dejemos que desaparezcan.
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Efectivamente, "hablar mal", nada tiene que ver con el uso de barbarismos ni con el acento de cada cual.
Hablar mal es no saber explicar las cosas, no solo por el uso indiscriminado de muletillas --tanto sustantivos como verbos--, sino sobre todo, por no ser capaces de articular un discurso comprensible para nuestro interlocutor. La causa es clara, buena parte de la sociedad es analfabeta funcional, no es capaz de entender casi ningún texto, por lo que tampoco sabe expresarse.
Una palabra vale por mil imágenes.