Opinión
La vida que seremos

No hay más remedio que cambiar la lógica de la competencia salvaje que nos han hecho aceptar, para aprender a cooperar, trabajar en equipo, porque el éxito de unos pocos y el fracaso de muchos solo puede conducirnos a la destrucción de nuestra especie

Hace unos meses, un grupo de profesores de Navalcarnero me pidió preparar una intervención sobre el empleo en un mundo globalizado, para inaugurar unas Jornadas en las que participaban jóvenes de Instituto, de Formación Profesional y del Centro de Educación de Personas Adultas (CEPA), que lleva el nombre de Gloria Fuertes.

Lo primero que tuve que aceptar, reconocerme a mí mismo, es que, muy probablemente, me encontraba peor preparado que aquellos jóvenes para entender el problema al que se enfrentaban. De hecho, hace casi 50 años, cuando yo tuve que afrontar mi propio futuro, las cosas eran radicalmente distintas. 

Hace 50 años el mundo cambiaba a un ritmo acorde con la especie humana, mientras que ahora un adolescente puede considerar viejo a un joven de 20 años que ha perdido el tren de la última red social, o que no sabe utilizar la última terminología de moda.

¿Qué ha ocurrido en estos últimos 50 años, pocos en términos históricos, pero muchos cuando los ponemos en relación con una vida humana?

Lo primero que ha pasado es que el mundo surgido tras la Segunda Guerra Mundial cayó abatido por las ideas de una libertad económica absoluta del mercado, que marcó desde el principio su prevalencia sobre la política y la democracia representativa. La máquina del libre mercado por delante de las necesidades humanas, por encima de la vida de las personas. 

Las bases teóricas del neoliberalismo fueron establecidas por personas como el  economista austriaco Friedrich Von Hayek, o el profesor de la Escuela de Chicago, Milton Friedman. Ellos fueron los ganadores del Premio Nobel de Economía en 1974 y 1976 respectivamente.

Del paso de la teoría a la práctica política ultraliberal, se encargaron Margaret Thatcher, Primera Ministra de Gran Bretaña de 1979 a 1990, o Ronald Reagan, Presidente de Estados Unidos entre 1981 y 1989.

Es, precisamente en 1989, cuando cae el muro de Berlín, el principio del fin del Bloque del Este. La disolución de países como la antigua Yugoeslavia condujo a la larga Guerra de los Balcanes entre 1991 y 2001. La disolución de la URSS ha producido numerosos conflictos, incluida la actual guerra de Ucrania.

Al final cayó el muro de Berlín y sus pedazos se convirtieron en souvenirs para turistas, junto a uniformes del ejército rojo, cascos, gorras, condecoraciones, pequeños bustos de líderes soviéticos. Cayó el Muro y cayó el sistema soviético. Emergió como un estallido la economía de libre mercado. El mundo ya era otro. Había cambiado de golpe y por completo. 

Antes de todo aquello, en un mundo amenazador pero sólido, de bloques, yo tenía que tomar decisiones sobre mi futuro. Ahora nuestros jóvenes se ven obligados a tomar esas decisiones en un momento en el que nadie sabe hacia dónde nos encaminamos, ni qué retos tendremos que afrontar, ni qué empleos nos veremos obligados a aceptar, ni qué vidas nos veremos forzados a transitar. 

Hay quienes se dedican a predecir los empleos que tendremos dentro de unos años, o unas décadas, pero lo cierto, aunque no queramos verlo, es que basta permanecer atentos a los movimientos del planeta para darnos cuenta de que nadie sabe de verdad hacia dónde se encamina nuestro destino.

Tan pronto alguien nos miente que las máquinas lo harán todo y nosotros no tendremos otra cosa que hacer que esperar a que alguna de ellas atienda nuestros más increíbles deseos, o nos reclame para ser reparada, como otro nos profetiza un futuro como especie en el planeta Marte, eso sí,  terraformado.

No tendría más remedio que aconsejar a los jóveness que, hoy como ayer, se preparen para aprender durante toda la vida y que se conviertan en flexibles para afrontar los cambios acelerados que se producen

Nadie repara en que eso significa aceptar la autodestrucción, la muerte de la Tierra, para que unos pocos puedan escapar en cohetes hacia un dudoso futuro, en otro planeta. Un planeta marciano que, por más que lo intentemos, nunca podremos convertir en una Tierra medianamente aceptable. 

Este curso he vuelto al colegio, a un centro de educación de adultos. He vuelto a compartir con unos pocos soñadores que aún es posible aceptar que la formación tal vez no cambia la vida por sí misma, pero sí ayuda a afrontar nuestra existencia de otra manera, con otras formas, otro talante, otra voluntad renovada de abrazarse a ella y salir a defenderla, a la manera en que nos pedía Ernesto Sábato. 

Por eso, si hoy tuviera que dirigirme a algunos jóvenes para responder a su inquietud sobre los empleos futuros que les esperan y la formación necesaria para ellos, no tendría más remedio que aconsejarles que, hoy como ayer, se preparen para aprender durante toda la vida y que se conviertan en flexibles para afrontar los cambios acelerados que se producen y se seguirán produciendo, sin que nadie sepa muy bien hacia dónde.

Y tendría que decirles también que no piensen qué profesión les puede ofrecer más dinero y más poder, sino qué cosas les gustaría hacer en el futuro, porque les apetece hacerlas ya. Nadie será medianamente feliz haciendo cosas que no le gustan. Porque además, si en algo coinciden los expertos, los profetas y los tertulianos, es en que el mundo al que vamos es difícilmente predecible y nada previsible.

Y, por último, podría intentar compartir con ellas, con ellos, que no hay más remedio que cambiar la lógica de la competencia salvaje que nos han hecho aceptar, para aprender a cooperar, trabajar en equipo, porque el éxito de unos pocos y el fracaso de muchos solo puede conducirnos a la destrucción de nuestra especie. No la destrucción del mundo, cuidado, que el mundo seguirá aquí cuando nosotros ya hayamos desaparecido.

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