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Filosofía
Carta a los poderes y a todos sus secuaces
Al mismo tiempo que nos batimos en retirada, tras las movilizaciones a las que asistimos durante el 2011 y el fracaso en la batalla institucional que sufrimos, presenciamos estos días una nueva escalada de represión por parte del Estado que tiene como objetivo apuntalar los privilegios de las élites.
Vivimos tiempos convulsos. Parecía que era durante el 15M que la política había salido a la calle, que se abrían nuevos territorios que había que disputar colectivamente para no ser machacados, para poder volver —¿volver?— a existir. Entonces nos sentimos partícipes de algo que estaba ocurriendo, sentimos en nuestras pieles que era el momento en el que teníamos que decir que no, que la calle era nuestra, que no nos podía representar nadie, porque los invisibles no tenemos imagen. Sentimos entonces que lo que constituía la democracia en las plazas éramos nosotros mismos allí.
Tras una movilización casi sin parangón en nuestro país, de manifestaciones, organización popular y respuesta colectiva, todo aquello dio paso a un largo periodo electoral en el que nos prometieron el cielo. Pero para ello teníamos que renunciar primero las calles, había que replegarse ante la televisión, había que asumir que la realidad política era un escenario al que ni siquiera teníamos acceso, que era un plató. Los mismos que decían que no se nos podía representar fueron los que establecieron los nuevos parámetros de la representación, pero aun así, ni siquiera fuimos capaces de tomar una imagen, seguimos siendo invisibles, pero habíamos perdido lo que nos juntaba, lo que nos habíamos encontrado al encontrarnos juntos.
Y cuando terminó todo este largo periodo electoral que habíamos presenciado, cuando parecía que habíamos asumido que venía un frio invierno, fue cuando lo político se nos apareció con toda su fuerza, a través de la forma más burda y más precaria de comprender el poder: se trataba de destrozar nuestras vidas a través de todos los medios.
La forma como ahora mismo se está replegando el Estado de derecho sobre sí mismo está dando como resultado un Estado fascista, en el que la justicia impera sobre la democracia
La forma como ahora mismo se está replegando el Estado de derecho sobre sí mismo está dando como resultado un Estado fascista, en el que la justicia impera sobre la democracia, la ley se toma a sí misma como fundamento y se usa la misma ley para su propia suspensión. Se han derrumbado los límites de las instituciones, y ahora estas campan a sus anchas, las instituciones se han salido de sus goznes, y desbordando sus funciones y competencias, asistimos a la intensificación de las técnicas de control sobre la ciudadanía, pero, a la vez, también a formas de represión más explicitas y más violentas. Hoy se ha generalizado un sentimiento de miedo hacia las instituciones que deberían velar por nuestra tranquilidad que está dejando nuestra vida bajo mínimos, anulando los derechos civiles y políticos con el único fin de terminar con cualquier espacio que todavía estuviese a nuestro alcance para hacer política, después de evidenciarse que ni la televisión ni las mismas instituciones políticas tradicionales iban a servirnos.
Ahora nuestros amigos tienen miedo a cantar ciertas canciones en sus conciertos, y ya no porque quizás no los vuelvan a contratar, sino porque saben que cualquier sospecha es suficiente para ser juzgados y condenados.Ahora nuestros amigos tienen miedo a cantar ciertas canciones en sus conciertos, y ya no porque quizás no los vuelvan a contratar —en realidad jamás los ha contratado nadie—, sino porque desde lo ocurrido con los compañeros de Títeres desde abajo saben que cualquier sospecha del público, cualquier vídeo que se suba a las redes sociales, es suficiente para ser juzgados y condenados por decir ciertas cosas, aunque nos parezcan ridículas, aunque se trate de humor. Pero pese a ello las tienen que seguir cantando porque saben —y sabemos— que lo que han hecho es declararnos la guerra, y no podemos renunciar a nuestros derechos civiles fundamentales, aunque los tengamos que ejercer fuera de todo estado de derecho, porque nosotros sabemos que el derecho no proviene de la ley, sino de las relaciones que nos demos entre nosotros.
Mientras tanto, las instituciones culturales de nuestro país evidencian su bajo compromiso y nos ponen a simple vista su concepción del arte y su política. Cuando ARCO censura, por tratar a Juqueras y los Jordis de presos políticos, la obra Presos políticos en la España contemporánea, que quizás constituya la única Obra de Arte que allí se expone —el arte es precisamente aquello que siempre escapa de las instituciones, que no se deja instituir—, y se posiciona con las fuerzas reaccionarias del Estado, con la represión y con los intereses del capital, nos está diciendo que esta plataforma de vanguardias artísticas, que supuestamente lucha contra las formas tradicionales e instituidas del arte y la cultura, son en realidad la forma bajo la que se reorganizan las fuerzas reaccionarias del capitalismo, convertidas en meras mercancías. Del mismo modo, la performance feminista a la que asistimos en la gala de los Goya, que guardó, sin embargo, silencio para con los raperos perseguidos por la justicia y el estado, pese a que no dejan de ser compañeros de oficio, que trabajan, como ellos, con sus cuerpos hablantes y con sus ideas, dejaba claro que sólo las élites tienen cabida allí, y que, como instituciones, si algunas minorías -o colectivos minorizados- pueden tener un mínimo espacio de representación, será bajo las formas que puedan ser reproducidas por las dinámicas expansivas del capitalismo. Las instituciones culturales de nuestro país, con su silencio, se han puesto al servicio de la represión para conservar sus privilegios, y en este océano de pasividad el Estado se está lanzando al ataque con todos sus medios y toda su violencia.
Las instituciones culturales de nuestro país, con su silencio, se han puesto al servicio de la represión para conservar sus privilegios, y en este océano de pasividad el Estado se está lanzando al ataque con todos sus medios y toda su violencia.Por un lado la que vimos ejercer a los policías el 1O por orden del Ministerio de Interior, sí, y también con cárceles preventivas para civiles y políticos electos, con persecuciones judiciales como la que sufre Anna Gabriel o Pablo Hasél, con las sentencias en firme como las dictadas contra La insurgencia, la tuitera Cassandra, por los chistes sobre Carrero Blanco, o contra Valtonyc, en este caso de tres años y medio de cárcel por cantar. Pero no debemos olvidar las muchas otras formas de violencia, como la que ha sufrido la industria editorial, que ha visto hoy como se secuestraba la décima edición de Fariña (Libros del KO, 2017), libro que vinculaba el narcotráfico en Galicia con el Partido Popular. Y, también, de manera generalizada, la que se ejerce sobre todos nosotros con estos modos ejemplificadores, que nos dice que si nos salimos mínimamente de las pautas, del discurrir normal del régimen fascista del 78, podremos encontrarnos en situaciones desagradables, porque al final, ellos son los que tienen el poder de interpretar la ley y poner a funcionar todo el aparato represivo del estado.
Es cierto que la tarea de la filosofía requiere calma, pero la necesita en tanto en cuanto pueda ponerla al servicio de la política. Cuando la filosofía se separa de la vida y de las luchas políticas sin las que no podría entenderse se convierte en una filosofía nihilista y pobre, que bien haría de ponerse a pensar qué sentido tiene, pues se sitúa del lado del poder con su calma y su silencio. Mientras tanto, es precisamente ahora cuando hay que defender las trincheras, cuando hay que salir a la calle, poner a circular todos nuestros afectos, y volver a decir que no nos representan, que somos una multitud y que si nos tocan a una nos tocan a todas.
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