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Los cortes de carreteras que se han sucedido a lo largo de la semana pasada, llegando a cerrar la entrada por la frontera con Francia; las continuas manifestaciones y concentraciones que han llenado de reivindicación, de alegría y también de rabia colectiva plazas y calles; las acciones festivas y lúdicas, de carácter abiertamente intergeneracional, que han tomado el espacio público; la huelga general que paralizó buena parte del territorio y que culminó con la llegada a la capital catalana de las llamadas Marchas por la libertad; la ocupación de puntos estratégicos para la movilidad como el aeropuerto y las principales vías de tren, así como las barricadas de los múltiples movimientos de insurrección que cada noche iluminan las principales ciudades… En definitiva, un conjunto de acciones que configuran las distintas líneas del mapa de la revuelta popular que, combinando metodologías diversas y vías heterogéneas de lucha, se está produciendo ahora mismo en Catalunya como respuesta a la sentencia que ha condenado a los presos políticos a elevadas penas de prisión.
Con estos elementos a la vista, la revuelta catalana pone al descubierto un conjunto de tesis sin duda importantes para entender los procesos políticos y sociales que se han dado las últimas décadas, al menos a partir del movimiento alterglobalización y el 15M. Un análisis de las luchas que conecta, además, con la herencia de los movimientos llamados minoritarios que comienzan a ganar terreno desde finales de los años sesenta del siglo pasado —los feminismos, las luchas de las personas migrantes, de los trabajadores precarios y las estudiantes, de las personas con una orientación o identidad sexual distinta del patrón heteropatriarcal—, pero también con el legado del movimiento obrero a la hora de poner en tensión los límites del sistema capitalista. La primera de estas tesis apunta, como de manera clara recuerdan Michael Hardt y Antonio Negri en su último libro, Asamblea, al hecho de que “las resistencias son previas al poder”. Dicho de otro modo: los ciclos de luchas muestran, como se está viendo estos días, un nivel cada vez más elevado de autonomía ante el poder político y ante los límites de las instituciones tradicionales. Como en numerosas ocasiones explican Deleuze y Guattari a lo largo de su obra, el campo social se puede entender como un conjunto de líneas que huyen en muchas direcciones y que, solo posteriormente, el poder trata de reunir, dirigir y orientar en una dirección que redunde en sus propios intereses. Incluso desde una perspectiva ontológica, las alternativas tienen así una mayor potencia de creación que el poder establecido: los movimientos crean la realidad, rica y plural, en la que nos relacionamos; el poder la ocupa para vaciarla de cualquier contenido que pueda resultar políticamente y socialmente inflamable.
De esta manera, se entiende que el poder establecido siempre va un paso por detrás en relación con los movimientos de resistencia y creación de alternativas. Asimismo, se entiende que el poder establecido es mucho más reactivo que creativo, en la medida en que son los movimientos sociales los que dan lugar a nuevas formas de pensar y nuevos modos de producir relaciones que las instancias de poder se encargan posteriormente de ordenar, aprovechar y, en aquellos casos en que no se dejan reducir, eliminar del campo social. No se trata de negar con esto el carácter performativo del poder, que Foucault apuntara ya hace unas décadas. El poder crea formas de vida y de relación, pero no lo hace sino de forma parasitaria, mediante la extracción de una plusvalía vital con respecto a la creación de alternativas por parte de los movimientos sociales. Con esto se rompe la dirección de la dialéctica clásica, según la cual estos movimientos tienen en su mano únicamente la posibilidad de resistir ante la estrategia general del poder. En efecto, ahora ya no se trata de reaccionar dentro de los estrechos límites que habilita el poder para la protesta sino, en sentido spinoziano, de crear nuevas composiciones de cuerpos en el espacio, es decir, nuevas configuraciones de las relaciones sociales que, en la medida de lo posible, dejen de lado cualquier tipo de referencia a las exigencias del sistema.
Los ciclos de luchas muestran, como se está viendo estos días, un nivel cada vez más elevado de autonomía ante el poder político y ante los límites de las instituciones tradicionales.
Por esta razón, porque los movimiento se están dando en la calle de forma autónoma y, pues, al margen de las negociaciones entre partidos y sindicatos tradicionales, porque Barcelona y el resto de pueblos y ciudades están rebosantes ahora mismo de autonomía social, la revuelta catalana ha puesto tan nervioso al poder establecido. Asimismo, es este uno de los motivos que explica el desconcierto de una parte de la clase política supuestamente transformadora con presencia en las instituciones a nivel estatal. Después de repetir hasta la saciedad que este no era su movimiento porque respondía a un proceso de manipulación de la población civil, movilizada para defender los intereses de las élites y de la burguesía catalana, no han podido sino callar o mostrar su semblante más conservador al observar cómo las protestas han abandonado cualquier tipo de relación con los dirigentes de los partidos y la administración catalana. Si antes ya resultaba difícil cerrar los ojos ante una multitud que hace siete años empujó a la clase política catalana a subir a un tren en marcha, ahora ya no hay duda de que buena parte de la izquierda española ha jugado a confundir y despistar para no asumir sus responsabilidades en clave transformadora, precisamente ante el movimiento que de manera más decidida y clara ha conseguido hacer tambalear al Régimen del 78. De hecho, como casi toda revuelta, la catalana se ha dado aprovechando un cierto vacío de poder institucional, tanto en el ámbito estatal como en el catalán. En este sentido, el trabajo que se llevó a cabo durante el 15M, poniendo en duda la legitimidad del régimen español, ha supuesto un elemento clave para entender el éxito de las movilizaciones de masas que han tenido lugar en Catalunya desde el 2012. Que los que reivindican desde la meseta la herencia del 15M no admitan este punto, habla de la vergüenza con la que se ven obligados a cargar por un puñado de votos y, en algunos casos, por una mal disimulada ideología conservadora.
Autonomía y crisis de la representación
La autonomía con la que se han dado los últimos movimientos coincide con otro de los rasgos que definen los ciclos de luchas actuales, y que Hardt y Negri apuntan, igualmente, en su última obra: la ausencia de líderes. El hecho de que el Estado español metiera en la cárcel hace dos años a las principales cabezas visibles de los movimientos políticos y sociales mayoritarios de Catalunya desató una ola de indignación y, a nivel interno, un caudal de dolor y de rabia que ahora se está expresando con toda su potencia en las calles. Pero al mismo tiempo y seguramente sin buscarlo, ahondó en la línea de la autonomía que estamos apuntando. Ante la ausencia de líderes, los distintos movimientos sociales catalanes no han dejado de innovar y de ensayar para tratar de buscar la máxima coordinación y efectividad, a partir de formas de organización autónoma, asamblearia y horizontal. Los Comitès de Defensa de la República o colectivos como el Pícnic per la República o el Tsunami Democràtic, así como iniciativas que en un principio surgieron de las instituciones tradicionales, pero que finalmente la población ha hecho suyas hasta apropiárselas por completo, como el Debat Constituent, han puesto a las claras que la revuelta catalana responde a las condiciones no solo materiales, sino también subjetivas, de un territorio en el que la acción puede transitar más allá de los intentos de dirección de la clase política. El hecho de que con esto se haya producido un momento destituyente claro con respecto al Régimen del 78, el hecho de que en muchas de las acciones e iniciativas de los movimientos sociales se deje entrever incluso, aunque de manera latente, la creación de un contexto pre-constituyente por parte de una subjetividad heterogénea conformada por una multiplicidad de singularidades que, como dirían Deleuze y Guattari, no responden a ningún tipo de centro trascendente, muestran la solidez de la revuelta catalana; pero también, una vez más, la miopía o el conservadurismo de los que un día reclamaban precisamente un proceso constituyente por parte de un nuevo sujeto colectivo y hoy, en cambio, dan su apoyo a la represión gubernamental —caso de Más País y Errejón—, o se lamentan —caso de Colau y la mayor parte de los comunes— ante la insurrección catalana.
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De hecho, es también en relación a la capacidad constituyente de los movimientos sociales que la revuelta catalana supone un muy buen ejemplo para entender los últimos ciclos de luchas. En el siglo anterior, como señalaba Negri en su libro El poder constituyente, éste respondía a un único hecho: el gran Acontecimiento —pongamos por caso la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno—. Reconducido después del estallido inicial por parte del poder revolucionario, el momento de ruptura mostraba su capacidad no solo para poner en cuestión el poder establecido sino, al mismo tiempo y de manera casi necesaria, para deducir un nuevo orden de relaciones. En la actualidad, el poder constituyente responde en cambio a un proceso siempre abierto y esencialmente inacabado, aunque sostenido en el tiempo, en relación con un hilo rojo que se expresa de muy diferentes maneras y que da la vuelta al mundo, de Rojava a Chiapas, pasando por Ecuador, Chile o Catalunya, trazando así los múltiples caminos de la revuelta. Asimismo, si en décadas anteriores era necesaria la dirección política revolucionaria y un sujeto más o menos homogéneo —el Proletariado, el Pueblo, la Nación— para acabar de concretar y materializar las transformaciones motivadas por el momento constituyente, ahora es una multitud autónoma y diversa la que toma en sus manos la responsabilidad de desafiar directamente los límites del poder y, un paso más allá, de construir las alternativas en las que se puede concretar el poder constituyente. De hecho, en la medida en que ya no hay un solo Acontecimiento sino una multiplicidad de acontecimientos que se entrelazan, en la medida en que esta pluralidad conserva su vitalidad incluso cuando no se muestra de manera evidente, cualquier intento de acabar con la revuelta y con las insurrecciones de una vez por todas fracasará de manera tan estrepitosa como lo harán los intentos de la clase política por apagar la potencia transformadora de las multitudes en lucha.
Esto último guarda relación con otro de los puntos del análisis asociados a la revuelta catalana. Los últimos días una parte importante de la clase política que se alinea con las tesis republicanas ha repetido hasta la saciedad que los movimientos de insurrección que han tomado las ciudades durante la noche no representan a la sociedad catalana. Con esto, además de tratar de llevar la protesta hacia un carácter identitario, que separa entre un interior aceptable —la buena sociedad catalana que se manifiesta de manera pacífica— y un exterior o una alteridad intolerable —la mala y violenta parte de la sociedad que ni siquiera merece ser considerada como verdaderamente catalana—, olvidan otros tantos elementos que la revuelta ha puesto de relieve. Para empezar, que la multitud y sus luchas son tan globales y subalternas como, de manera inversa, absolutos y hegemónicos son los poderes que conforman el sistema capitalista. Para continuar —y siguiendo de nuevo el análisis de Hardt y Negri en Asamblea—, en la actualidad la revuelta está mostrando la crisis profunda en la que se encuentra la noción de soberanía, asociada precisamente a un poder centralizado, el Estado, cuya principal función es la de representar y disciplinar a una población que cabe definir de forma unitaria y homogénea. Como bien recordaba Deleuze en su “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, la multitud ya no responde en la actualidad ni a los intentos de normalización del Estado ni a las consignas centralizadas que, bajo atuendo revolucionario, han utilizado en muchas ocasiones los sindicatos tradicionales para, en connivencia con el poder establecido, ahogar en la práctica la potencia transformadora de las movilizaciones sociales. Que las acciones del Tsunami democràtic tomen la apariencia de una nebulosa que se extiende en el campo social y que solo puntualmente, cuando las condiciones son propicias, se materializa de manera concreta, habla precisamente de la necesidad de escapar de los mecanismos de identificación, vigilancia y control, en definitiva, de las armas que el poder establecido usa para hacer efectiva la representación en el campo social. Véase, por este lado, no solo la forma de las movilizaciones sino también la compleja red de comunicación militante que se ha tejido a través de los códigos Qr, distribuidos de manera masiva aunque por personas de confianza del movimiento y desde la cercanía.
El poder constituyente responde a un proceso siempre abierto y esencialmente inacabado, aunque sostenido en el tiempo, en relación con un hilo rojo que se expresa de muy diferentes maneras y que da la vuelta al mundo, de Rojava a Chiapas, pasando por Ecuador, Chile o Catalunya.
Revuelta es creación de formas de vida
Para acabar, no debemos olvidar otro elemento central que la revuelta catalana ha puesto bajo el foco de atención, a saber: la necesidad de cuidarse de manera mutua, como se dice en las calles y, en definitiva, no solo de preocuparse por sobrepasar los límites del poder sino, un paso más allá, de poner las condiciones materiales y subjetivas para que la revuelta revierta en nuevas formas de vida. Las lesiones que se suceden los últimos días, algunas de extremada gravedad, como las que han hecho perder a militantes comprometidos con la revuelta un ojo o un testículo, o el caso de la manifestante que se encuentra aún en el hospital con diagnóstico grave a causa de una contusión craneofacial, provocadas todas ellas por el impacto de balas de goma de la Policía, así como la brutal paliza que el otro día se llevó un joven en las calles de Barcelona, como resultado de la contrainsurgencia llevada a cabo por el Estado, en este caso dejando margen para actuar a grupos de neonazis, ponen al descubierto otros dos aspectos.
En primer lugar, que ante la creación de nuevas formas de relación y, en definitiva, de producción social con los que de manera intrínseca se vinculan los ciclos de luchas, el poder establecido responde con todo el potencial negativo del monopolio de la violencia. Por eso, como recuerdan Deleuze y Guattari al hablarnos de la necesidad de poner en marcha una máquina de guerra para propagar y aumentar la acción revolucionaria, en ocasiones, como nos muestra la revuelta catalana, no hay más remedio que hacer la guerra a la guerra en favor de la vida. En la misma dirección se expresa Thomas Edward Lawrence en la definición de la estrategia de la guerrilla que elaboró para la Enciclopedia Británica: para casos en los que es la población misma la que pone su cuerpo y su integridad física a la hora de defender el espacio común, cada golpe es como una pequeña piedra que cae en el estanque en el que todas y todos nos encontramos sumergidos, multiplicando y propagando el dolor en numerosas ondas expansivas. Por eso, igualmente, la defensa de los movimientos insurreccionales no es sino una forma de respuesta perfectamente legítima ante una violencia sistémica y estructural que, de no ser repelida de manera contundente, acabaría por sembrar las calles de terror. En segundo y último lugar, que la creación de nuevas formas de vida a la que estamos haciendo referencia, como efecto directo de los ciclos de luchas que se suceden y cuya vigencia estos días estamos reivindicando en Catalunya, se debe encontrar en el centro de toda convicción, al fin y al cabo, de todo imperativo vital con respecto a la revuelta. Dicho de otro modo, es nuestra obligación, en tanto que militantes, personas comprometidas con el colectivo y el bien común, favorecer cualquier tipo de movimiento que vaya en la dirección de acabar con los límites del sistema para transformar la realidad y dar lugar, así, a nuevos espacios de libertad. Que así sea.
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Pintarla como queráis pero no es una revuelta de izquierdas. Tal vez en el nuevo futuro que nos vislumbran no haya izquierdas ni derechas y seamos todos independientes los unos de los otros.
¿Pero como te atreves? La banda de Pujolone, Torrá y Puigdemont son un ejemplo de izquierdismo, y la revuelta catalana un ejemplo de movimiento popular espontáneo. No hay más que ver los objetivos y aliados del Procés: https://www.burbuja.info/inmobiliaria/threads/recordemos-los-objetivos-y-aliados-del-independentismo-catalan.1234946/#
Una de las ideas centrales del texto es precisamente la de que estas movilizaciones han rebasado los intereses de esos a los que te refieres. Saludos
y los que estamos por la autodeterminación (aunque no sea como prioridad) y contra la ley aragonés.. muy numerosos por cierto, que somos, gilipollas? Buf.. que pesaditos sois con vuestros discursos de manual..
Pienso que el nacionalismo catalan es de todo menos de izquierdas
el movimiento autodeterminista catalan (no todo él nacionalista) es muchas cosas, también muchas de izquierdas. Si no se entiende esta complejidad no se entiende nada. De verdad, como os cuesta bajaros del burro.. menos orgullo penya, está bien reconocer cuando uno se ha equivocado, no pasa nada