Feminismos
Cristina Burneo, la palabra, la desobediencia

'Historias de desobediencia', el libro que acaba de publicar Cristina Burneo, es una multiplicación de historias que alteran y desordenan la historia única.
Flores. Montjuïc.
Flores. Una tarde de paseo en Montjuïc. Fotografía: Maritza Buitrago
15 nov 2022 08:00

El mundo adulto pocas veces se ocupa de evitar que las niñas caigan en el precipicio. De hecho, existen una serie de rituales de paso cuyo fin es preparar la caída, representan la iniciación de las niñas en el mundo social, sus reglas y ordenamientos. La adolescencia, lejos de ser un estadio en el que no se es ni niña ni adulta, es un momento del ciclo vital en el que los humanos somos capaces de crear juegos y rituales con sus propias reglas y principios, es decir, nuestros propios mundos particulares. Durante la adolescencia se hablan lenguas que a veces son incomprensibles para el mundo adulto, inventamos lenguajes que aprendimos para hacer propio nuestro mundo.

En una de sus crónicas, Cristina Burneo recuerda el malestar de la adolescencia entre los Andes, las heridas con las que se llega a la adolescencia, la desorientación de la adolescencia. Allí, en su adolescencia, aparezco yo, muy poco domesticada, con mi herida. Nos reconocemos. Nos encontramos. Qué habría sido de nosotras sin nosotras, querida Burneo. Aparecen otras que hoy no están acá. Otras, también con sus heridas. Nos juntamos, descubrimos la izquierda, escribe Burneo, leemos, nos escribimos cosas. Nos inventamos una pequeña tribu, ordinaria pero decisiva.

Desde el desarraigo radical, veinte años después, nos seguimos inventando tribus, nos seguimos escribiendo cosas. Y seguiremos de modo incansable, rabioso, alegre. Seguiremos hasta que ya no nos sea posible seguir. En su carta a escritoras tercermundistas, imagino a Gloría Anzaldúa dirigiéndose a ti: mujer mágica, vacíate a ti misma. Estrújate hasta percibir maneras nuevas de ver, estruja a tus lectoras hasta lo mismo. Para el chirrido en su cabeza. Tu piel debe ser lo suficientemente sensible para el beso más ligero y lo suficientemente gruesa para evitar las burlas. Si le vas a escupir en el ojo al mundo, asegúrate de que llevas la espalda contra el viento. Escribe de lo que más nos une a la vida.

A veces, lo que más nos une a la vida, es la muerte. En 27 pasos que hay de la puerta de la escuela a la parada de bus, el asesino se ha llevado a toda una familia. Emilia tenía 7 años y era amiga de Bernardita, Evelin Carolina tenía 11 meses, Anahí tenía 18, Gaby 19, Pamela 19, Karina 20, Mayra tenía 13 años, Johanna tenía 19 años, Lucy Diana tenía 15 años, Valentina tenía 11 años. A las niñas las asesinó el estado. A las niñas las asesinó el patriarcado. Nunca nadie debió haber oído de Valentina, escribes. Su nombre no tenía que haber aparecido en la prensa. En la mañana del 24 de junio encontré a mi hija sin vida en el patio de la Unidad Educativa Global del Ecuador, dice Ruth Montenegro. Estaba recostada junto a los juegos, cubierta con una manta. El dolor es indescriptible.

¿Cómo contar sobre un país imaginario en el que lo que más nos une a la vida muchas veces es el terror?

¿Cómo escribir cuando el dolor es indescriptible?

¿Cómo relatar las vidas que tienen lugar en una pequeña república bananera, un territorio devastado, el que nos vio nacer, aquel del que vienen nuestras abuelas y las abuelas de las abuelas de nuestras abuelas?

¿Cómo contar sobre un país imaginario en el que lo que más nos une a la vida muchas veces es el terror?

¿Cómo describir una guerra que no sale en los periódicos europeos porque no importa?

Dejar de escribir, es decir, callar, desde luego, no puede ser una opción. No al menos para nosotras. No se trata sólo de dar la voz al dolor; ni de ocupar la fibra de la lástima, dice Palaisi; se trata de utilizar esa energía del dolor para construir otro posible con las palabras porque, como señala Cristina Rivera Garza, en su quehacer de palabra, cada palabra cuestiona las costumbres de nuestra percepción. Porque el terror se detiene ahí donde se detiene, inscrita, la palabra terror.

Lo escuchamos hasta que se vuelve insoportable, dices cuando describes el acompañamiento a Ruth, la madre de la pequeña Emilia, cuando caminas junto a las warmis amazónicas en sus luchas contra el extractivismo-capitalista-colonial, cuando visitas las comunidades de la selva destrozadas por los sueños petroleros del norte global, cuando desarrollas peritajes de contexto en procesos legales de compatriotas encarceladas por intentar llegar a los EEUU.

¿Cómo escribir cuando el dolor es indescriptible? Dos niñas ecuatorianas son arrojadas por traficantes desde la valla de la frontera con México, cerca del Paso; hace unos días, un niño ecuatoriano de 4 años fue encontrado en el desierto de Nuevo México, abandonado por los coyoteros. Las historias se acumulan unas tras otras. Es 2019, llegan a nosotras las grabaciones de las niñas que fueron separadas de sus familias, que lloran asustadas en las jaulas aeroportuarias yankees.

¿Cómo escribir cuando el dolor es indescriptible?

Lo inenarrable. Habría que inventar un lenguaje que vuelva a nombrar el mundo para escuchar los llantos. Quizás la incomodidad de la escucha, es decir, la dificultad para hacer algo, es movilizador. Podemos vivir sin escuchar, también podemos vivir escuchando. Podemos vivir sin escribir, también podemos decidir vivir escribiendo. El caso es cómo vamos a vivir después de esto. El caso es cómo vamos a escribir después de esto. La ignorancia, escribes, es lo único capaz de impulsar la búsqueda. No saber y, por eso, explorar.

¿Qué sentido tiene escribir historias que se preferiría olvidar, querida amiga? Probablemente es imposible hablar sobre el relato único sin hablar del silencio y del poder. La escritora nigeriana Chimamanda Adichie advierte sobre el peligro de los relatos impuestos:

Hay una palabra del idioma lgbo en la que pienso cada vez que pienso sobre las estructuras de poder en el mundo y es “nkali”, dice, un sustantivo cuya traducción dice “ser más grande que el otro”. Al igual que nuestros mundos económicos y políticos, nuestras historias también se definen por el principio de “nkali”: cómo se cuentan, quién las cuenta, cuándo se cuentan, cuántas historias son contadas, en verdad dependen del poder. Las historias importan, muchas historias son importantes. Las historias pueden romper la dignidad de las personas, pero también pueden reparar esa dignidad rota: cuando rechazamos la historia única, cuando nos damos cuenta que nunca existe una sola historia, recuperamos una suerte de paraíso.

Historias de desobediencia, el libro que acaba de publicar Cristina Burneo, es una multiplicación de historias que alteran y desordenan la historia única. Reúne un conjunto de crónicas y ensayos que fueron escritos, intuyo que entre lágrimas, rabia, frustración y a veces, esperanza. Son 313 páginas redactadas entre 2013 y 2021. Son crónicas que recorren el país y el continente, que lo narran. Son historias de desobediencia que tienen lugar en una república bananera que es tierra de historias terribles, pero también de hermosas y sostenidas resistencias: las de la vida cotidiana y aquellas que surgen en la organización colectiva en el campo y la ciudad. Las protestas, la lucha social y las movilizaciones del 2019 y 2022 en Ecuador son proliferaciones de flores sembradas durante siglos en dignidad y resistencia. No son las primeras flores y no son las últimas.

Acerca de las flores. A Burneo mis padres la nombran desde hace muchísimo tiempo florecita rockera. Cómo está florecita rockera pregunta María Elena cada vez que hablamos por teléfono. La conocen muy bien, saben que es una desobediente consumada a la que se ha castigado de diversas maneras a lo largo de la vida. Hace unos días, le conté a María Elena sobre esta presentación. Mientras escribíamos, recordé al teléfono, aprendíamos a desobedecer. Aprendimos en compañía, intuyendo que ambos gestos, la escritura y le desobediencia, no se separan.

Desobedecer, no asumir el orden no es romántico. Es doloroso. Pero no sólo, también es revelador: infringir, vulnerar, quebrantar, incumplir, indisciplinarse, insubordinarse, oponerse, resistirse, rebelarse, sublevarse.

El libro abre con una frase de Anne Carson con la que a mí me gustaría cerrar esta suerte de misiva: Cuando se nos niega una historia, se apaga una luz. Lo que te estoy pidiendo es que estudies la oscuridad. O lo que es lo mismo, Luz en lo oscuro, diría Gloría Anzaldúa. O lo que es lo mismo, cerrar para volver a empezar.

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En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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