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Filosofía
Gilles Deleuze: subjetividad revolucionaria e interseccionalidad
Transcurridos veintiséis años desde que con su desaparición física Deleuze deviniera definitivamente intempestivo para la historia de la filosofía, es momento de preguntarnos los motivos por los que deberíamos, en las circunstancias actuales, aproximarnos a su obra e incluso dejarnos llevar por su pensamiento. ¿Tiene sentido tratar de seguir el gesto deleuziano hoy en día? ¿Es posible llevar a cabo una lectura amorosa de la obra del autor, acoplando el diagnóstico deleuziano a nuestras necesidades? ¿Hasta qué punto este pensamiento en acción, danzante ante nuestros ojos ―como lo describió Foucault―, puede llevarnos más allá de nuestras convicciones asumidas, haciéndonos temblar como un movimiento sísmico bajo nuestros pies?
De hecho, es posible que precisamente en el contexto de crisis y desmovilización generalizada en el que nos encontramos, la obra de Deleuze nos abra un espacio amable para el encuentro y la reflexión compartida. Ahora que hemos dicho adiós al ciclo que empezó con la ocupación de plazas en distintos lugares del mundo el año 2011; en un momento en que la lógica electoral parece haber fagocitado toda opción política alternativa; ahora, en suma, que las fuerzas fascistas y reaccionarias campan a sus anchas tanto en las instituciones como en el espacio público, el pensamiento de Deleuze quizá nos sirva de ayuda para poner en común, una vez más, la posibilidad de articular una subjetividad revolucionaria amplia y permeable, dinámica y, con todo, estable y duradera.
El tiempo de la subjetividad
Una de las lecturas más problemáticas que podemos encontrar sobre el pensamiento deleuziano es aquella que insiste en la disolución del sujeto. Así como Deleuze no trata de abandonar el ámbito de la Modernidad, sino de extraer de este período del pensamiento occidental una narrativa y un conjunto de conclusiones distintas de las defendidas por el relato dominante, en el terreno de la subjetividad la filosofía deleuziana trata, asimismo, de operar mediante un movimiento de subversión interna. Un buena muestra, por este lado, la encontramos en la trayectoria que traza el autor durante la primera parte de su producción, dedicada a analizar la obra de distintos autores cuyas propuestas tienen el potencial de llevarnos más allá de la imagen tradicional del pensamiento. Deleuze se interna así en la senda, en ocasiones subterránea y tortuosa, de lo que ―siguiendo la expresión que utilizan Hardt y Negri en Multitud― podemos llamar la altermodernidad.
El ámbito de la subjetividad responde entonces a dos elementos principales. En primer lugar, la diferencia como motor ontológico y, por tanto, como punto de partida para la articulación de las relaciones afectivas, políticas y sociales. Y, en segundo término, una perspectiva radicalmente materialista desde la que construir formas en común de ver, de enunciar y de vivir la realidad. Partiendo de esta base, y de la mano de autores como Hume, Bergson, Spinoza, Leibniz o Nietzsche, la subjetividad no se encuentra en el origen de nuestra forma de percibir y de pensar la realidad, sino que se define como el resultado o el residuo de un conjunto de fuerzas diversas. Esta inversión en la forma de tratar la configuración subjetiva es definida por Deleuze, en distintos momentos de su obra, mediante el concepto de pliegue. En el espacio de la subjetividad se dan cita una serie de discursos y de perspectivas sobre la realidad, así como las estrategias de dominación del poder y las resistencias ante los dispositivos de control existentes. La subjetividad se define, de esta manera, como el lugar más interior del afuera, pues toma consistencia al tiempo que repliega los saberes, las tensiones y las luchas que atraviesan el campo social; pero también como el espacio más exterior del adentro, en la medida que se despliega transformando el contexto y las condiciones que inicialmente le han sido dadas. En suma, la subjetividad se constituye como un espacio de virtualidad absoluta en la que todo proceso de materialización está por hacer y es siempre posible. Toda manifestación subjetiva ―incluso cuando el sujeto se presenta como un estado consumado― expresa, de este modo, un proceso de subjetivación en marcha.
En el espacio de la subjetividad se dan cita una serie de discursos y de perspectivas sobre la realidad, así como las estrategias de dominación del poder y las resistencias ante los dispositivos de control
Coincide Deleuze, por esta parte, con una lectura no identitaria del pensamiento marxista, para la cual la conformación de las clases sociales y, en particular, del sujeto revolucionario, es posterior, depende y, en última instancia, no se puede desprender del antagonismo y de las luchas que atraviesan el campo social. De hecho, encontramos por esta parte un recorrido filosófico de ida y vuelta. Si a finales de los años sesenta es Deleuze quien navega por la obra de Althusser a la búsqueda de esta lectura abierta del marxismo, proclive a reivindicar el valor de la diferencia, una década más tarde, a principios de los ochenta, será el propio Althusser quien reconozca en el análisis deleuziano ―y en otros nombres de esta generación, como Guattari o Foucault― una de las principales inspiraciones para articular lo que el autor llama el materialismo aleatorio o del encuentro. Como ejemplo de esta lectura de la teoría marxiana sobre la conformación de la subjetividad, Althusser se refiere al proceso de la acumulación primitiva que Marx y Engels describen en el corazón de El Capital. Según esta lectura, no es que debamos menospreciar las condiciones materiales en que se da el encuentro entre aquellos que no tienen más que su fuerza de trabajo y aquel que dispone de los recursos necesarios para acabar apropiándose de los medios de producción. Sin embargo, como indica Althusser, condiciones muy similares han dado lugar a resultados distintos en otros momentos de la historia. De manera que es el propio encuentro el que forja el perfil subjetivo de cada uno de los polos en pugna y, al fin, el conjunto de rasgos característicos del modo de producción capitalista. Asimismo, no podemos olvidar que todo encuentro responde en buena medida a una serie de hechos imposibles de prever. Por decirlo en los términos que utiliza Althusser, caminando en este caso de la mano del pensamiento epicúreo, no podemos perder de vista la desviación o el clinamen por el que dos cuerpos toman una trayectoria distinta de la que seguían en un principio, hasta acabar componiendo una relación tan consistente como inesperada. En definitiva, la subjetividad responde a un proceso que se da más allá de todo modelo previamente fijado y sin compromiso alguno con una visión teleológica de la realidad.
Como se puede observar, si la subjetividad se define a partir de la diferencia y alejándose, de este modo, de toda identificación de carácter esencial, es porque en ella encontramos la huella de un tiempo que ―como apunta Deleuze con el pensamiento kantiano de fondo― de continuo escapa de sus goznes. Dicho de otra manera, la subjetividad se construye a partir del acontecimiento y de la temporalidad desacoplada que en este se manifiesta. A esta cuestión se refiere Deleuze cuando en Lógica del sentido nos habla de la distancia que existe entre las figuras míticas de Cronos y de Aión. Cronos representa la línea del tiempo convenientemente organizada y dominada, siguiendo una sucesión perfectamente medida en la que el pasado se invoca para justificar lo que existe en el presente y el futuro no se entiende sino como una deducción casi directa de lo que ya hemos vivido. Por su parte, si Aión nos ofrece una imagen distinta de la temporalidad no es porque apele a la desmesura y al descontrol ―de hecho, esta figura se relaciona con la placidez del que se sustrae de las exigencias de lo inmediato―, sino por cuanto ofrece el medio adecuado para que aflore lo no anunciado. El presente se entiende de esta manera ―así lo expresa Deleuze en más de una ocasión― como una realidad preñada de futuro, como la posibilidad, por decirlo con Nietzsche y las Consideraciones intempestivas, de vivir sin perder de vista el “umbral del instante”. La invocación a Aión remite, de hecho, al momento propicio para la acción, al contexto favorable para la ruptura con respecto al orden cronológico ordinario que, en el imaginario griego, se relaciona con la figura de Kairós.
Haciendo carne el verbo deleuziano, Hardt y Negri inciden en esta comprensión de la temporalidad vinculada a la potencia disruptiva del acontecimiento. En Declaración, un texto dedicado a movimientos como Occupy Wall Street o el 15M, los autores indican que en este tipo de manifestaciones la temporalidad responde a ciclos más cortos y, a la vez, más largos que los establecidos por la concepción cronológica habitual. Esta temporalidad, de carácter militante, se define por la contracción y el golpe repentino que lleva a la acción directa necesaria para romper amarras con el orden establecido; pero también por la dilatación y la lentitud que se requieren para la construcción de una nueva institucionalidad basada en las políticas del común. La línea cronológica de la representación trata, a su vez, de evitar los desbordes de una temporalidad comprometida con el cambio, sometiendo toda expresión de lo político a la lógica electoral y partidista. De hecho, conectando la administración cronológica con la ordenación del espacio en el que nos relacionamos, el modelo representativo trata de segregar una imagen del tiempo cuyo objetivo último no es otro que el de poner a cada cual en su lugar.
Filosofía
Hardt y Negri: ‘Asamblea’, o cómo cartografiar los últimos ciclos de luchas (I)
El espacio de la subjetividad
La construcción de una subjetividad alternativa responde, así pues, a la necesidad de dejar atrás el peso de lo que Deleuze llama los “grilletes de la representación”. Dicho de otro modo, la subjetividad se constituye en la fuga con respecto a todo mecanismo de mediación, identificación, clasificación y control dispuesto por las instancias de poder. Como apunta el colectivo Wu Ming en su novela Altai, con el análisis deleuziano en la retina, “huir no es escapar corriendo de aquellos que nos persiguen; huir es desaparecer”.
La huida o la fuga suponen, en efecto, el abandono de toda identidad previamente establecida. Este es el punto que explora Deleuze ―junto con Guattari― cuando en Mil Mesetas nos habla de la máquina de rostrificación y, en paralelo, de la necesidad de deshacer el rostro como uno de los primeros elementos a tener en cuenta para la articulación de una pragmática de carácter revolucionario. Con todo, la pérdida del rostro no implica en este caso un abandono de nuestras posiciones, sino una explosión de singularidades susceptibles de encontrar líneas de encuentro y de intersección. Como apunta el Subcomandante Marcos en un discurso pronunciado en 1994, como portavoz del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y en relación a su (no-)identidad, “Marcos es gay en San Francisco, negro en Sud-África, anarquista en España. Palestino en Israel, indígena en las calles de San Cristóbal, feminista en los partidos políticos, comunista en la posguerra fría, ama de casa un sábado por la noche en cualquier colonia de cualquier ciudad de cualquier México, mujer sola en el metro a las 10 p.m., campesino sin tierra, obrero parado, estudiante disconforme, disidente del neoliberalismo. Marcos es todas las minorías intoleradas, oprimidas, resistiendo, explotando, diciendo ‘¡Ya basta!’. Todos los intolerados buscando una palabra, su palabra, aquello que devuelva la mayoría a los eternos fragmentados, nosotros”.
Tal articulación de la multiplicidad subjetiva no supone, pues, ningún paso atrás con respecto a la totalización ―alrededor de la clase obrera, en ocasiones entendida de forma tradicional y limitada― en la que insisten algunas lecturas marxistas de corte ortodoxo. Lo que supone es un rechazo claro ante cualquier planteamiento basado en la imposición de un modelo subjetivo trascendente y en la subordinación de unas luchas en favor de otras. La construcción de la subjetividad implica, en efecto, una apuesta clara por la inmanencia y la horizontalidad como ejes centrales a la hora de organizar la suma de fuerzas y la respuesta al modo de producción capitalista. De hecho, tal planteamiento responde a la mayor de las aspiraciones, al nivel teórico y en la práctica, por cuanto la camarera de piso y el operario de la fábrica, el estudiante, la persona migrante, el militante lgtbiq, la activista a favor del derecho de autodeterminación de los pueblos, el jubilado, la maestra y la mujer que desde el feminismo lucha por la emancipación ante el modelo patriarcal, se comprometen, desde las diferencias que los constituyen y sin abandonar su espacio concreto de necesidades y deseos, con el esfuerzo de encontrar una orientación compartida, un conjunto de resonancias, diría Deleuze, capaces de subvertir las relaciones de explotación propias del modelo neoliberal.
La subjetividad revolucionaria debe ser capaz de diseminarse en los distintos espacios de la sociedad, de crecer y multiplicarse, aunque sin replicar las estructuras sobre las que se ha fundamentado el dominio del sistema capitalista
Esta exigencia no se debe entender, en todo caso, bajo la forma de un simple agregado de fuerzas alternativas o de carácter periférico. No se trata, en efecto, de promover el encuentro esporádico en relación a intereses puntuales, sino de trabajar para la constitución sólida del movimiento en base a un proceso de escucha constante y, en este sentido, gracias a la creación de un espacio de discursos y de prácticas compartidas. Como indica Negri en la primera parte de su autobiografía, Historia de un comunista, dando testimonio de las experiencias de los movimientos que inspiraron los años álgidos del operaismo y el postoperaismo italiano, “la organización no es un mecano ni un lego, es la combinación de un dispositivo teórico-práctico gestionado por minorías activas con un deseo colectivo de resistencia”. Una perspectiva que no insiste tanto en nuestro origen o en nuestra situación de partida como en el proceso que nos lleva a rebelarnos y a proponer modos de vida que escapen del área de influencia del sistema capitalista.
De la misma manera, sería igualmente equivocado entender la huida desde la voluntad de construir pequeños reductos supuestamente apartados y a cobijo del modo de producción dominante. En primer lugar, porque en el contexto biopolítico del capitalismo global no tiene sentido alguno plantear este escenario. En segundo, porque todo proceso de fuga implica apuntar y atacar ―desde el interior― al corazón del poder establecido; como apunta Deleuze en Diálogos, “hacer huir un sistema como se revienta una cañería”.
La subjetividad menor ―o el devenir menor de la subjetividad, si nos ceñimos a la letra deleuziana― emerge con este estallido, posibilitando un conjunto de desplazamientos con respecto al campo de batalla dispuesto por el poder constituido. Lo minoritario no se entiende, en todo caso, en base a un criterio numérico. Como tampoco responde al sectarismo de identidades fijadas por anticipado ni a la resignación ante la subordinación impuesta. La subjetividad menor se construye en base a un criterio de carácter cualitativo, en la medida que introduce con sus luchas unas dinámicas y unas reglas del juego, es decir, un conjunto de relaciones distintas de las que interesan a las instancias de poder. Es en este cruce de líneas, de hecho, que la subjetividad revolucionaria se hace fuerte desde la perspectiva deleuziana: no porque tenga la posibilidad real de imponerse ante la lógica del poder, sino por la potencia creativa que es capaz de generar; no tanto por la posibilidad de salir airosa en un enfrentamiento directo ante el enemigo, como por la capacidad de ampliar su radio de acción a partir de nuevas composiciones de cuerpos.
Reivindicar una subjetividad menor no supone, así pues, recaer en una posición de carácter residual. Más bien todo lo contrario. La subjetividad revolucionaria debe ser capaz de diseminarse en los distintos espacios de la sociedad, de crecer y multiplicarse, aunque sin replicar por ello las estructuras sobre las que se ha fundamentado el dominio del sistema capitalista. La subjetividad es, por este lado, una realidad absoluta, pues se construye sin determinación alguna con respecto a modelos existentes ni con ataduras que la limiten. Ante la negación de la vida que propone el capitalismo en todos los ámbitos, la subjetividad revolucionaria solo puede ser ―siguiendo un lema ético y político que Deleuze extrae de Spinoza, y que le habrá de acompañar a lo largo de toda su trayectoria― el resultado de las pasiones alegres que nos unen y que, de manera irremisible, aumentan nuestras posibilidades de pensar y de actuar en común.
Quién sabe si, finalmente, el imperativo de entender la construcción de la subjetividad revolucionaria ―y, en definitiva, del espacio de las militancias― desde un optimismo prudente, desde la necesidad de esbozar una sonrisa cómplice ante el peligro y las adversidades, no sea, 26 años después, uno de los mejores legados que podemos encontrar en el pensamiento deleuziano.