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Filosofía
Ideología, crítica y deseo. Un 'ethos' materialista
La instauración del “fin de las ideologías” ha ido acompañada por unas prácticas sociales apegadas cada vez más a los intereses del capital. Ante la trampa urdida por el poder, el autor propone la construcción de una ética materialista en la que el psicoanálisis ocupa un lugar preponderante.
La ideología son las prácticas
Se suele decir a los niños, cuando llega el momento oportuno del realismo, que los Reyes Magos son los padres. Pues bien, prepárense para una revelación similar: “la ideología son las prácticas”. Esto que se sabía muy bien en los 60-70, luego se perdió entre la neblina obnubilante de la ideología única y los procesos dictatoriales que la instalaron brutalmente por estos lares: la ideología del neoliberalismo y el mentado “fin de las ideologías”. La trampa de los ideólogos fue volver a presentar la ideología como un simple relato, mientras las prácticas efectivas condenaban a la mayoría de los ciudadanos a leer diarios, consumir mensajes de radio y televisión como si fuesen solo informaciones a procesar y no hábitos materiales, prácticas efectivas y modos de ser que se iban instalando cómodamente y produciendo cuerpos dóciles para ello. La trampa de la ideología está en el formato mismo y en la subjetividad que reproduce.
Hoy seguimos lidiando con este tipo de ingenuidades y sorpresas: ¡¿Cómo puede ser que la gente no vea la realidad?! ¡¿Cómo puede ser que consuman pasivamente información y no contrasten científica o vivencialmente los hechos?! ¡¿Cómo puede ser que elijan contra sus propios intereses?! etc. Poder salir de estas preguntas circulares implica asumir, en primer lugar, que la ideología es irreductible porque en ella se constituyen los sujetos (que somos); en segundo lugar, que la ideología consiste en prácticas materiales concretas: rituales, hábitos y repeticiones (antes que tomas de conciencia o asimilación de informaciones); y, en tercer lugar, que transformar la ideología exige renunciar a las ideas de exterioridad, iluminación o pureza, para leer en inmanencia a ella los puntos de irreductibilidad que articulan otras prácticas; y así, no creernos todo lo que imaginamos más conveniente para nuestra propia reproducción como sujetos; y así, dejar de ser como somos y devenir otros sujetos, en función de otras prácticas más realistas (atentas a lo real y sus irreductibilidades).
En fin, dejar atrás la posición de “alma bella”, esa figura de la consciencia hegeliana que se queja de los males del mundo (o del país, la institución, la familia) sin detectar su propia participación en él, como si se encontrara fuera del mundo. Por eso la rectificación subjetiva abre el espacio para que se interrogue: ¿y qué tienes que ver tú en eso de lo que te quejas? No para menospreciar el malestar imperante, sino para que el sujeto encuentre su punto de implicación en el asunto y comience a tratarlo seriamente, o sea: materialmente. Pasar del diagnóstico al tratamiento requiere la implicación material del sujeto, no es solo cuestión de responsabilidad moral o derecho, sino de facticidad ontológica; nada menos que el ser del sujeto se encuentra en juego. La práctica materialista de la filosofía, junto al psicoanálisis, nos pueden orientar al respecto.
Filosofía materialista: uso, práctica y vida
Desinhibir el pensamiento actual, exceder la academia sin caer en lógicas especulares que la desprecian o idealizan, apropiarse de autores y tradiciones sin tantos pruritos, constituyen algunos modos concretos de atravesar la ideología imperante; ideología imbricada con los propios fantasmas de suposición de un Otro omnipotente, autoconsistente y completo, que acapara el goce (fantasma que segrega odio y exclusión). Estas suposiciones pueden ir de intelectuales a no intelectuales, de académicos a intelectuales, de militantes a funcionarios, etc. O en sentido inverso. Así, por ejemplo, se pueden manifestar sintomáticamente respecto al uso o invocación de la palabra del Otro. Hay quienes se preguntan si conviene citar o no citar, para ser más accesibles, para asumir la propia enunciación, para inscribirse en una tradición, etc. Pero ¿acaso esa es la cuestión más importante?
Para la filosofía materialista el psicoanálisis es un aliado invaluable, no solo por el antihumanismo teórico que ambas prácticas sostienen, sino por el 'ethos' crítico que las orienta y el modo de trabajar el afecto que las singulariza.
Siempre he tratado de moverme en una economía estricta del uso de citas, sin acoplarme al mandato academicista de citar por citar: cito por igual amigos y referentes, antiguos y modernos, con títulos o sin títulos. Considero honesto y necesario citar, por una cuestión de efectividad y afectividad que se enlazan al uso y cuidado de sí (Foucault), que inciden en el cuerpo y el pensamiento habilitando un decir singular, no por rendir culto o pleitesía a nadie. Citar y ex-citar el deseo de decir y escribir en nombre propio, junto a otres, para producir una polifonía discursiva sin jerarquías ni idealizaciones típicas. La recepción, la reinvención, el uso siempre se autorizan de gestos intempestivos que retraducen el pensamiento en otro orden de cosas, y así, dan con su materialidad irreductible.
Tampoco se trata de agitar el fantasma de la “antifilosofía”, como si fuese una posición novedosa que habilita la ignorancia del concepto. Todo buen filósofo, es decir, todo filósofo materialista es, a su vez, un antifilósofo: asume su tendencia idealista a unificar la heterogeneidad de las prácticas bajo un concepto principal o un sistema autoconsistente y, en consecuencia, las descentra (tanto a la tendencia señalada como a las prácticas); pero su combate interno, que en realidad está expuesto en sus escritos a la vista de todos (por ende es más bien extimo), se dirime también con la tendencia sofística a hacer de todo un simple juego de lenguaje, un juego gramatical o pura filología. Pues no, la práctica del concepto que se nutre de otras prácticas, abierta y temblorosa, deseante y decidida, se juega allí la vida; por eso no negocia el precio de sus lecciones.
Filosofía práctica entonces: no ostentamos ninguna posición de superioridad moral o inteligencia excelsa; no mandamos callar a nadie, ni guardar silencio, ni dictaminamos lo que se debe leer o estudiar. Nadie es superior a nadie ni ostenta la última palabra. La filosofía es una práctica más entre otras prácticas y consiste apenas en leer, escuchar, escribir y meditar tratando de constituir un sujeto que interpele a otros a hacerlo a su modo. Los modos son singulares, los tiempos plurales, no hay significante último que ordene nada; pero un filósofo materialista siempre apuesta por el encuentro y la potencia común que activa esos modos. Porque sabe algo: el vacío de una distancia tomada, en inmanencia, es condición de posibilidad del entrelazamiento oportuno que nos transforma.
La escena del tres: irreductibilidad y claridad
Para la filosofía materialista el psicoanálisis es un aliado invaluable, no solo por el antihumanismo teórico que ambas prácticas sostienen, sino por el ethos crítico que las orienta y el modo de trabajar el afecto que las singulariza. La efectividad del psicoanálisis no pasa por restaurar un humanismo de la escucha personalizada, del cara a cara afectivo o simpático, del rostro caritativo o la otredad oblativa. Tampoco por adaptar al sujeto a la realidad. Al contrario, su efectividad simbólica en torno a lo real se basa en instaurar la escena disimétrica del tres, la dimensión material e inhumana de la terceridad. Entre dos que creen comunicarse simplemente, siempre hay Otro. Allí, en el Otro, es donde se vienen a alojar los fantasmas, ruidos y malentendidos que porta el sujeto sin saberlo. Allí, entre dos que no se complementan para nada, analizante-analista, se hace posible exorcizar por transferencia el parasitismo del lenguaje que opera como objeto e instrumento a la vez. Allí, se dan cita hasta encontrar la letra muda, el vacío, y los simples hilos que se anudan en torno a él. Por eso la pregunta final del análisis es ética: ¿deseas re-anudar con lo insensato que te constituye, sí o no? No hay garantías de respuesta para un pensamiento materialista e inmanente que hace del Otro un lugar ajeno a cualquier trascendencia. De hecho, es la estructura fantasmática la que instaura la trascendencia en cualquier dispositivo e impide captar la irreductibilidad de la escena disimétrica del tres; no es una cuestión que se resuelva en la dicotomía entre presencia y virtualidad, privilegiando una por sobre otra, porque se juega transversalmente a ellas.
Una ética materialista parte de lo real del deseo y va encontrando su verdadera potencia y virtud en un ejercicio de acompañamiento no idealizado ni fijado a valores previos.
¿Y qué pueden aprender entonces los psicoanalistas de la filosofía? No, por cierto, meras definiciones conceptuales, grandes sistemas categoriales, o fantasmáticas cosmovisiones universales; sino modos concretos de interrogación y problematización de los regímenes de saber, relaciones de poder y formas de cuidado en que los sujetos se encuentran enredados sufriendo. Por supuesto, cada quien se encuentra embrollado allí de un modo singular, según el caso, pero resulta necesario entender que las problemáticas que nos atraviesan tienen su recurrencia, generalidad, homogeneidad y hasta sistematicidad, como dice Foucault. Lo real no es solo lo imposible de saber para un sujeto, según su historia familiar, sino el anudamiento adecuado de las dimensiones aludidas; anudamiento consecuente por el cual un sujeto puede tomar a su cargo la interrogación problematizante que lo constituye. Allí, el psicoanalista puede ayudar y orientar si, y solo si, cultiva también el ethos crítico materialista.
La claridad, la crítica, la felicidad, así como el poder estar solo, relajarse o compartir con otros, reírse incluso, aunque sea bajo la muy seria idea de cambiar el mundo, son virtudes que no pueden ser exigidas o demandadas; solo el ejercicio de reflexividad y la honestidad intelectual para reconocer de a poco e intermitentemente el deseo que nos habita, puede darles cabida para que se desplieguen a su debido tiempo. Eso es lo que hay que promover o habilitar, antes que demandar (“sé claro”, “sé crítico”, “sé feliz”, “aprende a estar solo”, “aprende a compartir”, “sonríe”, “cambia el mundo”, etc.), para cultivar lo mejor de nosotros mismos. Una ética materialista parte de lo real del deseo y va encontrando su verdadera potencia y virtud en un ejercicio de acompañamiento no idealizado ni fijado a valores previos. Es clave, ante tanta desorientación, entender de qué materia estamos hechos y cómo podemos transformarnos críticamente a nosotros mismos.
Crítica en inmanencia
La crítica materialista efectiva se ejerce en inmanencia, aceptando que nos constituimos en sujetos a partir de dispositivos de poder-saber y modos de cuidado que son históricos. La crítica se ejerce pues desde emplazamientos concretos en los dispositivos, en tanto y en cuanto se reconoce su irreductibilidad y, a la vez, los puntos de torsión o pliegue que ellos mismos suscitan porque necesitan del asentimiento del sujeto en su formación y sostenimiento. Ello nos lleva al punto de la reflexividad y responsabilidad inexcusables por cuestiones que, en efecto, siempre nos exceden. Por tanto, podemos criticar los dispositivos de poder si contamos con saberes que los exceden, o podemos criticar los saberes si desarrollamos dispositivos de poder que los excedan, o podemos criticar las formas de cuidado desde otros saberes y poderes en exceso respecto de estas, etc. Los movimientos de una crítica materialista se dan así en inmanencia y sobrepaso, reconociendo los puntos de impasse e irreductibilidad y, a la vez, los puntos de torsión y fuga que pueden subvertirlos. No hay lugares puros e incontaminados cuando se asume la radical inmanencia que nos constituye, pero tampoco subordinaciones o identificaciones rígidas con roles y funciones institucionales. No son la vida, ni dios, ni el destino los que juegan “malas pasadas” a los sujetos, sino el modo en que nos relacionamos socialmente y asumimos los puntos señalados: el inconsciente se encuentra expuesto en la superficie de prácticas y discursos.
La crítica materialista efectiva se ejerce en inmanencia, aceptando que nos constituimos en sujetos a partir de dispositivos de poder-saber y modos de cuidado que son históricos.
El problema quizá sea limitarse demasiado a la explicación. Hay muchas explicaciones sobre las diversas contingencias que vivimos a diario, y sin dudas son todas muy valiosas, pero hay una cuestión de fondo que insiste en sordina y afecta a los diversos términos que se usan para sostenerlas: factores económicos, simbólicos, patriarcales, raciales, clasistas, etc. La cuestión clave, para mí, es la cuestión del sujeto. Nuestra crisis actual está alimentada por una tremenda obturación en la formación de sujetos. Lo he notado sobre todo en la dificultad que tienen los individuos para asumir la plena responsabilidad por sus actos, sea cual sea su ideología política y nivel de estudios, sean intelectuales, trabajadores o estudiantes. Esta dificultad para responder a lo real y la escisión esquizoide de sus discursos (“soy responsable, pero en realidad no lo soy”, “la vida nos jugó una mala pasada”, “no fue abuso, aunque entiendo que para el otro puede haber sido abuso”, “sé que tengo que quedarme en casa para cuidar a otros, pero no soporto la imposición”, etc.), es el síntoma más patente de la ausencia de verdaderos procesos de subjetivación que afecta nuestra época. Una formación integral, sin dudas fallida pero honesta en sus convicciones, resulta necesaria para que los sujetos emerjan a la existencia y no queden prendidos de discursos y actos insensatos que enloquecen a todo el mundo. La exigencia en la formación por acceder a la inteligencia material que nos constituye se vuelve cada vez más apremiante.
POST SCRÍPTUM: Por último. Esto lo escribí antes de que se declarase la pandemia y la cuarentena. El llamado “distanciamiento social”, más que una imposición gubernamental preventiva, ha de ser una práctica ético-política que prepare el verdadero encuentro:
La vida a la intemperie es un asco, pura distracción y accesibilidad que estupidiza. Es muy difícil hacerse un hueco para vivir, un hueco que aloje el deseo, que le dé cabida y cobertura, abrigo para que crezca y fructifique. Un hueco se hace con gestos obstinados, gestos cualquiera aunque singulares, cada quién tiene que aprender a encontrar el suyo. Puede ser el gesto de escritura por ejemplo. No hay que decirles a los otros qué hacer; cada uno insiste desde su hueco, si lo ha encontrado, y eso repercute a la distancia con una fuerza ejemplar que ayuda a orientarse. Hasta que los huecos se conviertan en túneles y comuniquen entre sí; la gran madriguera no es una utopía, existe en cada gesto que ahueca y cultiva el deseo, porque confía en que otros también pueden hacerlo.