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No faltan muestras en la actualidad de la existencia de una internacional reaccionaria que no solo está empezando a tomar el mando institucional sino también, en muchas ocasiones, la iniciativa en las calles. La reciente victoria de Bolsonaro en Brasil, junto a las ya conocidas de candidatos como Macri en Argentina o Duque en Colombia; gobiernos como los de Trump en el gigante del norte, Salvini en Italia u Orbán en Hungría; sin olvidar la importancia que la saga de los Le Pen está ganando en la Francia gobernada por Macron; o, por quedarnos en lo más cercano, el ascenso que un partido como Vox –que viene a sumarse al espacio de camisas viejas ahora enfundados en trajes de marca, conformado por el PP y Ciudadanos– está teniendo en el Estado español. Todo esto pone a las claras, en primer lugar, el secuestro de la democracia y en general del orden institucional en que el sistema capitalista y el modelo neoliberal llevan trabajando desde hace más de cuatro décadas, al menos desde el pistoletazo de salida que supuso el golpe contra el gobierno de Allende en Chile. Un secuestro que en la actualidad se consuma de manera sutil y magistral, bajo sistemas que formalmente permiten la participación de la población pero que, en la práctica, no sirven sino para legitimar a través de la consecución de mayorías electorales los intereses de la oligarquía financiera.
Igualmente, todo lo dicho sirve para confirmar otros dos elementos de no menor importancia. Para empezar, que el ciclo progresista que se inauguró hace más de una década en Latinoamérica y que parecía haber llegado a tierras europeas con el surgimiento de nuevas fuerzas como Podemos, Syriza o La France Insoumise ha llegado a su fin o, como poco, está muy debilitado. Y lo que es más preocupante, más allá y más acá de los resultados electorales: tal ciclo se ha clausurado, por un lado, sin que en la mayor parte de casos –ni siquiera en aquellos en los que se produjo la toma del poder institucional– se hayan llegado a establecer unas condiciones materiales que de manera irreversible sirvan para dignificar la vida de las clases populares; y, por el otro, sin que se haya producido el surgimiento de un conjunto de subjetividades individuales y sobre todo colectivas que, de manera igualmente consistente, sirviera para cerrar el paso ante el empuje de los mercados y de las hordas fascistas.
¿Qué hacer, pues, ante el tumulto de ruinas que, como el Angelus novus de Klee –descrito por Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia–, empezamos a contemplar de manera alucinada y, al menos de momento, sin mucho margen para la acción?
La máquina de guerra...
Todos los elementos que hemos apuntado confluyen, desde el punto de vista del diagnóstico y en lo que se refiere a la propuesta de alternativas, en la noción de máquina de guerra que Deleuze y Guattari ponen en juego a principios de los años ochenta del siglo pasado, en el libro Mil mesetas. A diferencia de lo que en muchas ocasiones se suele apuntar, Deleuze y Guattari no rechazaban la posibilidad de intervenir en el ámbito de las instituciones tradicionales. A ello se refieren cuando hablan de las luchas que se pueden librar al nivel de los axiomas, es decir, aquellas luchas que se producen dentro del espacio que dispone el sistema capitalista, habitualmente bajo la mediación estatal, para el ejercicio ordenado de la política. Teniendo en cuenta que el capitalismo se define por su capacidad para crear un nuevo conjunto de principios o de axiomas a través del cual absorber y desactivar los movimientos en un principio antagonistas, la clave se encuentra en el hecho de que tales movimientos sean capaces de aprovechar esta situación para mantener e incluso potenciar la autonomía de sus reivindicaciones. Esto supone, en cualquier caso, que la propuesta política surgida de unas condiciones que tácticamente hacen recomendable la participación en las instituciones tradicionales, acepte siempre la prioridad estratégica de las luchas sociales en cuyo entorno se ha producido su gestación.
Al mismo tiempo que se intenta destituir el orden establecido, con la máquina de guerra se trata de ensayar, anticipar y hacer entrever la realidad alternativa que ya se encuentra en vías de construcción.
De hecho, la noción de máquina de guerra –esbozada en un primer momento por Guattari en el libro Psicoanálisis y transversalidad– alude a la necesidad de articular todos los movimientos considerados minoritarios –por cuanto escapan de las exigencias formales y materiales del sistema capitalista– que empiezan a ganar terreno a finales de los años sesenta: el feminismo radical, el ecologismo, el antimilitarismo, el movimiento de estudiantes, las trabajadoras precarias, las personas migrantes y sin papeles, así como todas las subjetividades que escapan del patrón heteropatriarcal. En todo caso, en un segundo nivel, la articulación de la máquina de guerra debe de hacer confluir todas estas expresiones con las luchas que históricamente se han librado en el espacio creado por el movimiento obrero, e incluso con las propuestas que en un sentido táctico se libran para la toma del poder institucional.
Para empezar, hay que decir que Deleuze y Guattari nos hablan de la guerra en un sentido secundario. La guerra constituye para Deleuze y Guattari un momento crítico inevitable si tenemos en cuenta que, en muchas ocasiones, no queda otra que crear diques de contención frente a la potestad casi ilimitada del sistema capitalista y del aparato de Estado. Con todo, este enfrentamiento no se debe entender desde la perspectiva negativa que ofrece una lógica dialéctica clásica. Al mismo tiempo que se intenta destituir el orden establecido, con la máquina de guerra se trata de ensayar, anticipar y hacer entrever la nueva realidad alternativa que se encuentra en vías de construcción. Se puede decir, pues, que Deleuze y Guattari llaman a hacer la guerra a la guerra; o, dicho de otro modo, los autores hacen una reivindicación de la vida en toda su amplitud, ante un sistema basado en la muerte en la medida en que el capitalismo se define, de manera estructural, por la parasitación que lleva a cabo sobre las fuerzas productivas de la población.
Así pues, la máquina de guerra tiene que servir, en primer lugar, para crear un territorio distinto dentro del espacio global que ocupan el aparato estatal y el sistema capitalista; con el objetivo de construir, a partir de prácticas autónomas, un “afuera absoluto”. La interioridad estatal y la del sistema capitalista –pues no hay que olvidar que el neoliberalismo ha abierto las fronteras a la circulación de capitales, al mismo tiempo que niega la libertad de movimientos a las personas– se definen como un espacio delimitado de antemano, donde los movimientos están altamente determinados y responden a distintos centros de poder previamente establecidos. Con ello se acaba creando un conjunto aparentemente disperso y diverso, pero concentrado y homogéneo –bajo control estatal– en lo que respecta a los intereses del capital internacional. El espacio propio de la máquina de guerra debe responder, por su parte, a los movimientos de los elementos que lo componen, construido desde la aceptación del cambio continuo y con límites necesariamente abiertos y permeables. Hasta dar lugar a un territorio descentralizado y basado en la multiplicidad, con capacidad para propagarse de forma inmanente y en sentido horizontal.
Esto coincide con otro de los elementos que definen la máquina de guerra: el hecho de que la legalidad propia de una alternativa como ésta se debe basar en un nomos alejado de la legalidad estatal y capitalista. Siguiendo la lectura que Deleuze lleva a cabo del pensamiento de Spinoza, los autores hacen referencia a la posibilidad de coordinar los encuentros que se producen entre los cuerpos singulares que habitan el cuerpo social. La legalidad propia de la máquina de guerra se tendría que hacer cargo, por este lado, de propiciar los encuentros beneficiosos –aquellos que motivan la aparición de las pasiones alegres, en palabras de Spinoza–, al tiempo que se trataría de evitar aquellos encuentros negativos, destructivos o que simplemente limitan el margen de acción y de movimientos dentro del campo social.
Con la máquina de guerra se trata de abrir un proceso que permita a las subjetividades antagonistas proponer un nuevo plano de relaciones productivas y en todos los sentidos, capaz de crear un territorio estable, así como una legalidad alternativa en el seno de nuevas instituciones.
...¿una institución más allá de la lógica electoral?
Todos los elementos que hemos señalado se deberían materializar y concretar mediante la creación de un espacio institucional nuevo. En este sentido, la institución se constituye en la posibilidad de captar y de articular los acontecimientos, la diferencia, el cambio. Ya en los años cincuenta del siglo pasado Deleuze nos habla, partiendo en este caso de la lectura sobre el pensamiento de Hume, de las instituciones como una forma de hacer extensible al conjunto de la sociedad la simpatía que, de forma intrínseca aunque parcial, define al conjunto de las relaciones sociales. Si se llega a la conclusión de que las personas somos generosas y simpáticas, aunque de forma prioritaria con el círculo de los más próximos, la creación de un espacio institucional tendría que vencer la parcialidad y hacer extensivo este instinto primario, de carácter positivo, al resto de la sociedad a través de las leyes; del instinto a la institución, como señala Deleuze a este respecto.
Un nivel de la institucionalidad, al fin, en que el poder de decisión directa sea el eje alrededor del cual se construyen las relaciones políticas en el campo social. Expresiones concretas de esto se han podido observar durante las acampadas y las asambleas que tuvieron lugar a lo largo del año 2011. También en colectivos como el de las afectadas por la hipoteca, en las experiencias de sindicatos horizontales que se están dando entre sectores productivos diversos o, más recientemente, con los Comités de Defensa de la República en Catalunya. Sin obviar que iniciativas de este tipo saludan –así sea de forma implícita– a la experiencia que desde hace más de dos décadas ponen en práctica las comunidades zapatistas en Chiapas alrededor de las Juntas de Buen Gobierno, como también al proyecto de federalismo municipalista y feminista que están llevando a cabo en la región kurda de Rojava.
En definitiva, la máquina de guerra se debe entender como un dispositivo con un carácter mucho más estratégico que táctico. A diferencia de lo que vemos en su gran mayoría con los movimientos electorales, con la máquina de guerra se trata de abrir un proceso que permita a las subjetividades antagonistas proponer un nuevo plano de relaciones productivas y en todos los sentidos, capaz de crear un territorio estable, así como una legalidad alternativa en el seno de nuevas instituciones, con el objetivo de disputar la influencia arrolladora que en la actualidad mantienen el aparato estatal y el sistema capitalista. Quizá, de esta manera, podamos empezar a sustituir el ruido funesto que marcan hoy el paso del fascismo y de la dictadura del capital –de las “potencias diabólicas que tocan a nuestra puerta”, como dicen Deleuze y Guattari– por el rumor jovial de las luchas de las multitudes y de sus tantas máquinas de guerra que ya están por venir.