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Filosofía
Sade Dios Sodomía
1
El mito que inaugura la tradición donde se desarrollarán las grandes creencias monoteístas ―judía, cristiana e islámica― encierra una constatación clave sobre la condición humana que, a menudo, pasa inadvertida. Se trata del suceso simbolizado en la desobediencia que nuestros más remotos ancestros, Adán y Eva, cometieron en el Jardín del Edén. Dios, nos cuenta esta narración, creó en el sexto y último día de su empresa una criatura afín a Él que, sin embargo, yacía en un estado de inocencia, apenas distinguible de los demás seres que poblaban la tierra. Aquellos ancestros vivían en gracia pues tan solo tenían que tomar los frutos que una tierra exuberante les ofrecía para saciar su apetito y colmar sus vidas. Sus inquietudes y necesidades no eran, en principio, más que las de las demás criaturas: comían, bebían y dormían en paz. Era del Árbol de la Vida que adquirían su sustento, aquel que su creador les había regalado.
Pero en el Jardín había otro árbol, uno cuyo fruto pertenecía a otro orden, a otro plano. El Árbol del conocimiento del bien y el mal apenas fue vislumbrado por la pareja primigenia y Dios, temiendo la osadía, les advirtió que si de él comían irremediablemente habrían de morir, abandonando la gracia y paz donde se hallaban. Pero la advertencia fue en vano: una vez supieron del fruto prohibido, Adán y Eva ya avanzaban hacia la transgresión.
En cuanto la criatura sabe de un más allá del paraíso, cuando sospecha que la inmediatez no es definitiva sino envuelta por una dimensión vedada, ya se halla medio paso en la caída. Pues al vislumbrar otro orden, la inocencia, inevitablemente, se sabe inocente. El paraíso, aun tan cálido, se torna problemático, contingente. Y así, nos cuenta esta antiquísima historia, al morder el fruto “fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos”.
El ser humano no tiene una naturaleza a la cual acudir inocentemente. Su animalidad ha sido superada y el contenido de su vida no es dado sino que debe realizarse
Adán y Eva despertaron de un profundo sueño al que nunca más podrían regresar. Donde antaño hubo sencillez y armonía descubrieron culpa y vergüenza. Supieron del daño que las criaturas se infligen entre sí, de la incertidumbre, la duda y la muerte. El cuerpo, antes vestido por la misma gracia que viste los animales y las plantas, se halló separado de ellos y expuesto a su propia desventura. Pues a partir de ahí ya nada podría darse por sentado, ningún hecho resultaría en sí incontrovertible e inocente. Porque Adán y Eva descubrieron la verdad que hasta entonces solo custodiaba el creador. Supieron de la diferencia entre el bien y el mal. Y una vez adquirida tal revelación no hay posible vuelta atrás, no hay retorno a la matriz donde el hombre y el mundo se abrazaban como uno. A partir de ese punto, la criatura habrá de lidiar en todo momento con la pregunta: ¿es esto acaso lo correcto? Porque sabrá de la diferencia entre el bien y el mal pero no de su significado definitivo. Para simbolizar este estadio de no retorno, el mito del Paraíso concluye con la imagen de una espada en llamas que impide que Adán y Eva desanden el camino que conduce al Árbol de la Vida, aquel que antaño les bastaba de sustento. Ahora su apetito es de otro orden: no solo deberán hallar alimento sino también sentido. Y ambas aspiraciones serán arduas y la tierra estará poblada de hostilidades. Aquellos ancestros y toda sus descendencia quedaron pues entregados a su devenir. Así visto no parece casualidad que el segundo libro del Antiguo Testamento se llame, precisamente, Éxodo.
En términos más evolucionistas podemos decir que esta vieja historia constata la desunión del ser humano con su ser biológico. Esta criatura, a pesar de compartir en la materia y el instinto, ha trascendido de algún modo aquella condición. Su vida, por tanto, no puede simplemente replegarse en su aspecto funcional y físico sino que necesariamente requiere otro apoyo. En otras palabras, el ser humano no tiene una naturaleza a la cual pueda acudir inocentemente. Su animalidad, por así decirlo, ha sido superada y el contenido de su vida no es dado sino que debe realizarse. El “hombre”, como le gusta decir al antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, “es aquel animal que se sabe animal y, por ello, deja de ser animal”. Así, al superar la condición biológica, la vida adquiere un carácter problemático y pasa a transcurrir en el orden del lenguaje, el arte, la religión, la política. En vez de inocente la vida se torna controvertida: el humano deviene ser ético. Esto es un plano cuyo contenido no puede reposar en una supuesta naturaleza sino en algo más allá, aún por determinar. De modo parejo Friedrich Nietzsche escribió en Más allá del bien y del mal que “el hombre es el animal aún por fijar”, o en otras palabras: el animal sin acabar. E innumerables otros ejemplos artísticos y literarios dan cuenta de esta condición. La lección, en definitiva, es que no hay vuelta posible a una supuesta naturaleza: sabemos de la diferencia entre el bien y el mal y, por ello, hemos sido condenados a eternamente perseguir su significado.
2
En la víspera del acontecimiento que sacudiría una era, en una celda de la prisión de la Bastilla, un noble caído en desgracia por sus desenfrenos se afanaba en escribir lo que él mismo se congratulaba de ser la “historia más atroz jamás contada”. El Marqués de Sade, excitadísimo por su propia imaginación, pasaba noches febriles escribiendo en letra minúscula en un rollo de papel que luego, para evitar que se descubriera, escondía en un hueco en la pared de su celda. Pero sus 120 jornadas de Sodoma se verían brutalmente interrumpidas en su trigésima sesión cuando, apenas unos días antes de la toma de la fortaleza, las autoridades trasladaron al Marqués a otra prisión sin que éste pudiera llevarse sus papeles. La Bastilla, al poco, cayó en manos de una muchedumbre enardecida que la saqueó e incendió. Y Sade, al dar su novela por perdida, “lloró lágrimas de sangre”. Él nunca supo que un extraño personaje halló el manuscrito y que éste fue pasando de mano en mano hasta que, más de un siglo después, el psiquiatra y sexólogo Iwan Bloch lo publicara en una discreta edición.
Sucesos como estos, una larga historia de censuras, además del hecho que Pier Paolo Pasolini fuera asesinado cuando finalizaba el rodaje de Salò o las 120 jornadas de Sodoma, hacen que la obra de Sade aparezca rodeada de un irresistible halo de misterio y peligro. Pero como sucede con otras tantas obras malditas ―véase el ejemplo del Mein Kampf de Hitler― basta con simplemente leerlas para descubrir que su contenido, aun brutal, se torna banal y tedioso a la luz del día. Sin embargo, hay algo que claramente diferencia a Sade de un simple agitador, un provocador o un pornógrafo. Y es que sus escritos son escandalosamente sistemáticos. Las innumerables descripciones de prácticas sexuales que Sade realiza no solo tienen el esmero y frialdad que en los siglos posteriores mostrarían los manuales de psiquiatría sino que, además, son cuidadosamente acompañadas de argumentos para establecer que tales prácticas, lejos de ser perversas, resultan naturales y necesarias. El contenido de la obra de Sade puede parecerle monstruoso a muchos. Su lenguaje y lógica, en cambio, son rigurosamente claros y coherentes.
Porque todos esos crápulas que desfilan por las páginas de Sade hablan una sola voz. Y aun salvando la complejidad distante, la moral de Sade se nos puede antojar como la cara opuesta de esa otra moral tan formal que se formuló en las mismas postrimerías del siglo XVIII: la de Immanuel Kant. Si la ley moral de Kant nos urge a tratar a todo prójimo, no como mero medio, sino como fin en sí mismo, el imperativo de Sade nos exhorta a tratar a todos como meros medios para nuestro gozo.
Pero si algo destaca en el pensamiento de Sade por encima de todo es su ateísmo. Los libertinos de Sade se jactan de haber visto la luz al descubrir que la tradición cristiana y humanista reposa sobre la quimera de un ser trascendente. Y por ello repudian al unísono aquellos principios morales que responden a una supuesta voluntad divina. Pero para estos libertinos no basta con desdeñar la idea de Dios sino que militantemente adoptan una nueva base para su sistema: la Naturaleza. El pensamiento de Sade se presenta así como un proyecto emancipador: el hombre ha sido atrapado en una moral espuria, ahora debemos devolverlo a su verdadero ser. Y así este retorno a la autenticidad tan solo consiste en abrazar los impulsos que en nosotros nacen. Como por ejemplo el Duque de Blangis explica en las 120 jornadas: “Yo he recibido estas inclinaciones de la naturaleza, y la irritaría resistiéndome a ellas. Solo soy en sus manos una máquina que ella mueve a su capricho, y no hay ni uno de mis crímenes que no le sirva”. O en boca de Dolmancé en la Filosofía en el tocador: “la naturaleza es la madre de todos nosotros y lo que en ella reconocemos más claramente es el inmutable y sano consejo que nos da de deleitarnos, no importa a expensas de quién”.
¿Pero qué es esta Naturaleza sino un nuevo Dios, esta vez material en vez de espiritual? De lo que aquí se trata es de una inmanentización o inversión de los planos. El Dios monoteísta es trascendente, es decir, se encuentra más allá de este mundo y es por ello que lo terrenal nunca es definitivo sino que transcurre en relación con un afuera. El Dios-Naturaleza, en cambio, es la inmediatez del aquí y el ahora, la materia y el estado de cosas tal cual dados, elevados al absoluto. Lo que Sade presenta como la liberación del yugo cristiano se torna así en una atadura incluso más feroz: no hay un más allá al que apelar, la cruda realidad del uso y abuso que pueblan la tierra se torna definitiva. Cualquier problema de orden ético puede reducirse así a lo que el deseo del más fuerte dicte pues no hay nada, más allá o más acá, que pueda poner ese deseo en duda. El estadio ético propio del ser humano que ilustra el mito de la expulsión del Paraíso queda así anulado: no hay incertidumbre ética, tan solo un deseo elevado a ley.
No se trata en absoluto de retornar a un régimen prohibitivo, sino de comprender lo que la naturalización de nuestra sexualidad conlleva
Ahora, ¿por qué interesarnos por las ideas de este extraño filósofo? Porque Sade puede enseñarnos mucho del modo en que tendemos a naturalizar el deseo. Cuando en la obra de Sade las prácticas que la más estrecha tradición considera perversas ―lo que hoy llamaríamos homosexualidad, BDSM, el incesto, el sexo anal, etcétera― son, no simplemente ejercitadas, sino reivindicadas como naturales, éstas pasan de pertenecer al incierto terreno de lo prohibido para convertirse en una nueva verdad, una nueva norma.
Fue Michel Foucault quien en su Historia de la sexualidad advirtió que en los siglos pasados se consideraba en Europa que alguien incurría en el crimen de la sodomía, mientras que a partir del siglo XIX se comenzó a considerar esa práctica como la seña de ser homosexual. Foucault no defiende la superioridad de uno u otro régimen sino que quiere que seamos conscientes de la diferente subjetividad con la que tratamos: mientras que la sodomía se entendía como un acto, la homosexualidad es una identidad. Lo uno es crimen, es decir, apertura, mientras que lo otro es ser, cierre, norma, naturaleza. No se trata en absoluto de retornar a un régimen prohibitivo pero sí de comprender lo que la naturalización de nuestra sexualidad conlleva. Porque al transgredir, al ser malos, cruzamos el umbral de la claridad para adentrarnos en un lugar solitario y apasionante, donde se sienten el riesgo y la libertad, donde sabemos de la norma pues la vemos desde su afuera y la tememos o la superamos. Cuando, en cambio, convertimos aquello que la norma prohibía en otra norma, cuando lo antaño vedado se presenta simplemente como una de las identidades disponibles, suspendemos lo que la transgresión tenía de excesivo. No se trata de prohibir pero quizá sí de desnaturalizar el deseo, pues la verdad del sexo no es biológica sino ética y, por tanto, indeterminada.
3
Algo más de cien años después de la caída de la Bastilla, Oscar Wilde cumplía condena en una prisión del sur de Inglaterra tras haber sido sentenciado por sodomía y por lo que el código penal británico, sin especificar, llamaba gross indecency. Tras dos años de pesadumbre y enfermedades, sin poderse reconciliar en ningún momento con la triste vida de convicto, Wilde consiguió la gracia de un folio por día para escribir. Afanosamente, aunque al ritmo de cuentagotas que le imponía el papel, se lanzó a componer una carta herida y llena de reproches para su ex-amante Bosie Douglas, quien le había arruinado económicamente y le había sumido en los juicios que acabarían condenándole. Pero en esta carta, a medida que se amontaban las páginas, Wilde fue abandonando el rencor y comenzó a encarar su destino con entereza, mirando más allá de las gentes y leyes que le había tocado sufrir. Wilde así ni se excusa ni quiere ser comprendido por los que le juzgan. En el momento álgido del texto, que después de su muerte se publicaría bajo el nombre De Profundis, leemos: “Yo tan solo quise comer la fruta de todos los árboles en el jardín del mundo. [...] No hubo placer que yo no haya probado: tiré la perla de mi alma en una copa de vino”.
Wilde ni se escuda en ser víctima ni propone la emancipación de los que a como él se les persigue. Wilde tan solo puede apelar a la desmesura de su vida. Pues sabe que la ley es injusta pero también sabe que fue él quien burló la norma, que no todo fue bonito en sus escapadas libertinas y que no hay juez más severo que la propia conciencia. Este reo no quiere que le perdonen, tampoco dice “aceptadme como soy”, porque sabe que cualquier gesto de inclusión será insuficiente para abarcar un afán sin nombre. No quiere ser ni ciudadano ni minoría sino que asume, trágicamente, que su deseo siempre será mayor que el pequeño mundo en el que le tocó vivir.
Wilde acepta así que su vida entera se le presente atravesada por la controversia. Sus actos se le muestran necesitando, no el perdón, sino el sentido: “Lo que se extiende frente a mí es mi pasado. Debo hacerme verlo con diferentes ojos, hacer al mundo verlo con diferentes ojos, hacer a Dios verlo con diferentes ojos”. Así su pasado no puede reducirse ni a una supuesta naturaleza irrefrenable ni a las leyes que le acompañaron. Y renunciando a la identificación, Wilde se carga con una tremenda responsabilidad: no hay nada en lo que escudarse, el deseo, las normas, los cuerpos le fueron dados como la materia con la que él hubo de relacionarse. Y es tan solo de este modo que su vida le pertenece.
Tanto el deseo elevado a ley que describe Sade como las identidades sexuales modernas ―a pesar del carácter emancipador y estratégico de algunas de éstas― aspiran a naturalizar, a domesticar aquella desmesura que la norma excluye. Y al fin al cabo lo que buscan tales identidades es pertenecer, contar con el beneplácito del Estado y sus cuerpos del orden, regalarle al capital una señal con la que movilizarnos, ser dóciles y anecdóticos. Y hay algo innegablemente legítimo en desear el refugio de las instituciones, pues la intemperie es escarpada y hostil. Pero Wilde, y tantos otros en la literatura y en cualquier parte, muestran la necesidad de un orden diferente, un orden donde la vida no se acoge a la ley sino donde la ley es evaluada, una y otra vez, en contacto con el goce, con el temblor, con la vida.
Se trata quizá de reconquistar la libertad ―y la responsabilidad― de lo prohibido. Lo prohibido entendido como riesgo, como intemperie, como exceso, como allá donde te-las-tienes-que-ver-a-solas sin poderte mimetizar ni con la ley natural ni con la ley positiva. Un terreno ético por excelencia, pues su sentido último nunca es dado sino que debe realizarse. Trágico, pues es donde el deseo y el destino chocan, ante el asombro del individuo.