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Política
Ser progresista en España (respuesta a Pablo Echenique)
La Transición española a la democracia
Pablo Echenique, portavoz del Grupo Parlamentario de Unidas Podemos (UP), en un artículo publicado en El Salto diario del 18 de diciembre pasado y titulado “Por qué yo no soy progresista ni tengo ganas de serlo”, contrapone el progresismo de palabra a la actitud de quien realmente es progresista y apoya medidas que ayudan a los desfavorecidos; por ejemplo, el control de los alquileres de un bien básico como la vivienda. Estoy de acuerdo con su diagnóstico, pero el portavoz de UP insiste en la incoherencia de quienes dicen una cosa pero hacen otra, en vez de analizar el origen de la postura. Mi propósito es mostrar que no se trata tanto de incongruencia como de una historia política que singulariza a España. Y cada país tiene sus singularidades.
Para comprender la diferencia que media entre afirmar la progresía y apoyarla en la práctica hay que remontarse a la Transición a la democracia (o Régimen de 1978). El proceso se pactó entre, por un lado, las familias más abiertas del franquismo, como la democracia cristiana y, por otro lado, los partidos legitimados por su oposición a la dictadura, como el PSOE y el PC. En términos económicos, las familias franquistas estaban formadas por cerealistas castellanos, olivareros andaluces (a menudo, miembros de la vieja nobleza), industriales vascos y catalanes, junto a banqueros madrileños; todos ellos estaban acostumbrados al proteccionismo estatal y habían invertido sus ganancias en las grandes compañías eléctricas y constructoras que, junto a la banca, dominaban la Bolsa de Madrid.
La implantación de la democracia en España exigía aceptar libertades que iban contra el dogma católico, omnipresente durante la dictadura, pero que eran apoyadas en Europa; en tal línea, la UCD aprobó el divorcio (1981) y el PSOE despenalizó el aborto (1985). Ahora bien, en contrapartida, las fuerzas democráticas debían preservar prerrogativas eclesiásticas, como su exención del pago de tributos, el mantenimiento de la asignatura de Religión en la enseñanza obligatoria y, en general, el sostén de los espacios donde confraternizan los católicos, como los colegios del Opus Dei y las cofradías de Semana Santa. Pese a ello, la Iglesia protestó por las nuevas liberalidades (ya saben: ¡No hay que confundir la libertad con el libertinaje!), por lo que el PSOE renovó sus prebendas para atemperar ánimos. Así, José Luis R. Zapatero, tras aprobar en 2005 el matrimonio igualitario, amplió el porcentaje que la Iglesia recibía en la Declaración de la renta (IRPF) del 0,52% al 0,7%. Cierto que se puede elegir que el dinero vaya a instituciones sin ánimo de lucro; el problema es que la Iglesia dirige varias, por lo que los recursos, en muchos casos, terminan en las mismas manos, con independencia de lo que el contribuyente elija. En la misma línea, las Jornadas Mundiales de la Juventud se celebraron en Madrid en 2011, lo que mostraba al planeta el apoyo que recibía el catolicismo por parte del Estado español.
Tribuna
Tribuna Por qué yo no soy “progresista” ni tengo ganas de serlo
La cuestión de los impuestos
Lo más importante para la oligarquía que dominó la dictadura era que los impuestos directos permanecieran bajos; de lo contrario, su preservación como grupo privilegiado se vería comprometida, por lo que los adinerados se opondrían al nuevo régimen político. Las grandes familias del franquismo aceptaron nuevas libertades, pero se opusieron a impuestos elevados. Entre los años 1955 y 1973, España se había desarrollado con pocos gravámenes, por lo que la oligarquía no creía que fuera necesario ampliarlos. Además, durante la Transición se confiaba en que, cuando España entrara en la UE, los fondos europeos servirían para construir autovías y ampliar líneas de ferrocarril, lo que era acertado. Los adinerados no se oponían a crear impuestos sobre el consumo, como el IVA, pero los tributos directos constituyen un asunto diferente, sea que tasen los salarios elevados, los beneficios de sociedades mercantiles o el patrimonio de las grandes fortunas.
Lo más importante para la oligarquía que dominó la dictadura era que los impuestos directos permanecieran bajos; de lo contrario, su preservación como grupo privilegiado se vería comprometida, por lo que los adinerados se opondrían al nuevo régimen político
Se me objetará que la riqueza se gravó con la aprobación de la reforma fiscal de 1977, que incorporó el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF). Cierto, pero tan verdadero como eso es que el IRPF constituye un coladero de gastos deducibles que anula buena parte de sus ventajas; ya se mencionó el caso de las ayudas a la Iglesia. Actualmente, si un autónomo con ingresos elevados crea una sociedad mercantil donde declara sus ganancias, estas se gravarán con el impuesto de sociedades (25%), muy inferior al tramo del IRPF para salarios elevados (45%); además deducirá gastos personales como si fueran inversiones. En conjunto, sus ingresos tributarán bastante menos que si fuera un asalariado medio. Este es solo uno de los múltiples caminos por los cuales los adinerados pagan pocos impuestos. En resumen: desde la Transición, los grupos favorecidos pagan más impuestos que durante el franquismo, pero menos que en la mayor parte de los Estados europeos. Tal hecho conlleva que nuestro Estado del bienestar resulte endeble y tenga un Coeficiente de Gini (medidor de la desigualdad) peor que Francia, Alemania, Reino Unido e Italia, aunque la clase media española disfrute unas infraestructuras que nada tienen que envidiar a otros países.
El papel del PSOE
Desde el fallecimiento de Franco, el PSOE ha sido el gran partido de la democracia. En parte porque acumula más años de gobierno que su rival de centro derecha y en parte porque sostiene la monarquía y los privilegios de la Iglesia. El partido de centro izquierda se comporta así por dos motivos. El primero es que todavía no ha superado el trauma de su papel en el Frente Popular y la Guerra Civil. El PSOE hará lo que sea con tal de evitar la impresión de que se acerca a aquel periodo convulso de nuestra historia. El segundo motivo es que, cuando llegó al poder en 1983 bajo la presidencia de Felipe González, al partido de centro izquierda le tocó gestionar problemas muy difíciles; por citar los más arduos: los asesinatos terroristas de ETA eran frecuentes, el desempleo galopante, había estancamiento económico y, además, acompañado de inflación (estanflación).
Gobernar sin llegar a acuerdos con quienes detentaban el poder económico y mediático, a Felipe González le pareció inviable. Con el fin de enderezar la economía, satisfacer a la oligarquía y preparar al país para cumplir los requisitos de entrada en la UE, el PSOE comenzó a subastar o liquidar empresas del Instituto Nacional de Industria (INI). Eufemísticamente, los gobiernos socialistas denominaron a tales medidas “reconversión industrial”, aunque el cierre de minas y fábricas devastó el tejido productivo de muchas provincias; también debilitó a los sindicatos, fuertemente implantados en las empresas del INI. En tal contexto, ¿cómo convencer a la mayoritaria clase obrera de que fuera a votar y, además, lo hiciera al PSOE? La respuesta fue: concediendo derechos personales.
En tal camino, la despenalización del aborto y de los métodos anticonceptivos constituyeron un gran acierto porque, al partido de centro izquierda, le granjeó la simpatía de las mujeres de clase media y baja (las ricas abortaban en Londres); gracias a la despenalización, las mujeres consiguieron mayor control sobre su salud sexual y reproductiva. Tal éxito explica, desde entonces, el sesgo feminista del PSOE. La siguiente apuesta fue el matrimonio igualitario (2005), que le granjeó la simpatía de la tampoco despreciable (en cantidad de votos) población bisexual y homosexual. Con las mujeres y los homosexuales a su lado, el PSOE gobierna cómodamente. La aprobación del suicidio asistido y la eutanasia (2021) también ha recibido un amplio apoyo entre la ciudadanía. Con los derechos transexuales ha sido más difícil crear una gran alianza porque se gestionó mal el asunto, aunque el paso del tiempo posiblemente restañe las heridas y el PSOE conserve el apoyo de mujeres, homosexuales y transexuales.
¿Qué significa ser progresista?
Lo anterior explica que, para el PSOE y sus medios afines (para comenzar, el grupo PRISA, propietario de diarios y cadenas de radio), ser progresista siempre haya significado que uno se posicionaba a favor de los derechos individuales. La competición con los partidos de derecha se ha jugado desde hace cuatro décadas en ese ámbito, antes que en el económico, donde ha habido mayor consenso entre los dos grandes partidos. Ahora bien, el aumento de la inversión en educación y sanidad (que no “gasto”, como erróneamente se suele calificar) o el incremento de ayudas familiares conllevan mayores impuestos. Puesto que tales inversiones no han aumentado mucho su porcentaje en el PIB, para ser progresista (o, para abreviar, “progre”) bastaba con ampliar las libertades. Los dirigentes del PSOE sospechan que, si realmente toman las medidas que escriben en su programa de gobierno (no solo de boca, como denuncia Echenique), entonces perderán las elecciones. Y si un partido no consigue muchos diputados entonces desaparece de la escena política porque el poder aborrece el vacío.
Para el PSOE y sus medios afines (para comenzar, el grupo PRISA, propietario de diarios y cadenas de radio), ser progresista siempre ha significado que uno se posicionaba a favor de los derechos individuales
El problema para los partidos políticos y la ciudadanía es que el nivel impositivo no puede seguir mucho tiempo en la línea tan reducida que conocemos. En la mayor parte de los Estados occidentales, la deuda pública supera el 100% del PIB y ahora, sorprendentemente, los mercados de capitales rechazan que los gobiernos reduzcan la tributación, como llevaban haciendo desde hace medio siglo. La insistencia en el asunto le ha costado recientemente el cargo a la Premier británica Liz Truss, quien no duró ni dos meses en el puesto por su radicalismo fiscal a la baja.
Y ahora, ¿qué se puede hacer? En mi opinión, además de preservar los derechos individuales conseguidos en el último medio siglo, lo adecuado sería difundir la idea de que lo avanzado y moderno consiste en subir los impuestos directos con el fin de mejorar las condiciones de vida de las familias obreras: viviendas sociales, ayudas por cada hijo menor de edad, becas de estudio, facilidades para que los jóvenes se independicen; también apoyar un modelo económico más respetuoso con el medio ambiente y, por último, reducir la deuda. No pueden aumentarse impuestos indirectos como el IVA porque esto conlleva una reducción de la capacidad de compra de los salarios bajos, que son los más perjudicados por los impuestos indirectos; además incrementa la inflación. No obstante, podría plantearse la subida de tributos como los que gravan el consumo de alcohol y tabaco, dado que estas sustancias perjudican la salud. En cualquier caso, el contenido del adjetivo “progresista” debe modificarse.
Feminismos
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Un texto extraordinariamente claro y didáctico.
Muchas gracias al autor.