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Videojuegos
Sin política no hay videojuego
Estoy bastante cansado de la política. No de la política como un artefacto teórico, sino de la política fáctica, de los hechos políticos, del presente político. Estoy cansado del vértigo y el vórtice del presente (algo paradójico cuando, entre otras cosas, soy militante). No es ni un sentimiento novedoso ni soy el único con este sentimiento. Ni tampoco soy la única persona que busca formas de evadirse de un trabajo alienante, de un contexto social opresivo, de un presente delirante.
Acabo de terminar NUTS (Joon, Pol, Muutsch, Char & Torfi, 2021), un walking simulator en el cual nos encontramos en un bosque protegido haciéndoles fotos a ardillas para una investigación. Es bastante sencillo: te sueltan en una caravana en el bosque, y tienes que colocar cámaras por doquier para documentar el comportamiento de estos alegres roedores. El ambiente es idílico. No representa un bosque «realista»; la paleta de colores es bellísima, una monocromía con detalles resaltados, que va cambiando según el momento del día. Todo es tranquilidad en la soledad del bosque, con las ardillas. Es un espacio zen para caminar, observar, y trabajar un poco en la investigación. Esta investigación, por cierto, está destinada a evitar la construcción de una presa que destruiría el hábitat de las ardillas por parte de una compañía malvada, y nuestras observaciones nos llevan a «implicarnos» en una trama criminal corporativa. Vaya: al final no he podido sacar la política de mi entretenimiento, de mi evasión, de mi distracción. Sin embargo, esto no me ha impedido disfrutar de la experiencia del modo que buscaba.
La cuestión de la política y el arte (o la experiencia estética en términos globales), tiene una vida escindida, problemática, pero que se va mezclando constantemente sin terminar de cerrarse o abrirse.
La cuestión de la política y el arte (o la experiencia estética en términos globales), tiene una vida escindida, problemática, pero que se va mezclando constantemente sin terminar de cerrarse o abrirse. Pero la experiencia de esta escisión no va de la mano de su debate. Independientemente de que la cuestión política de fondo en NUTS sea o no de mi agrado, he podido hacer abstracción de ello cuando me encontraba paseando por el bosque buscando el lugar ideal para colocar mi cámara y captar el recorrido de una ardilla; cuando he hecho fotos de los espacios sin reportar ningún interés para la historia, para la investigación, sólo por el placer de captar esos espacios; o cuando he paseado y he disfrutado de la luz, de los secretos del bosque, de sus colores, nada más. Es comprensible que el verdadero trabajo de un naturalista siguiendo ardillas no sea tan placentero, y con tantas elipsis que van al grano, con rastros tan claros, y que se pasen bastantes más horas delante de pantallas intentando averiguar qué ven en la oscuridad y apuntando en crueles formularios que no han visto nada en la cuadragésima jornada de búsqueda. Pero resulta irrelevante, porque ese no es el objetivo de esta obra de arte (otro problema, el de la función, pero ahí no voy a meter la pata). La cuestión: he podido alcanzar un estado emocional (satisfactorio) en NUTS que mi vida corriente, por los motivos que sean, me tiene actualmente negado. Eso es lo relevante.
Podría pensarse que, al incorporar todo el fondo «político» —también os digo, de un ecologismo muy superficial y, de hecho, emocional, con lo que implica—, esta capacidad de NUTS de evocar ciertos sentimientos queda cancelada por una impostura social que nos saca de la experiencia original, como si se hubiese destilado un sentimiento puro que es envilecido al meter, por ejemplo, contaminación de origen sospechoso en el hábitat de la ardilla. Lo ufano pastoril, la mera forma de esa experiencia de lo bello natural, se ve corrompido por lo social, que mete racionalidad y finalidad en nuestros juicios: nos obliga a decidir si algo nos gusta o no, y eso, por lo general, se considera que rompe con la «magia» de la experiencia. Al contrario, ambos elementos se complementan. Así lo consideraba Benjamin, que en un trabajo como «El autor como productor» defendía que estilo y tendencia (política), cuando iban de la mano, cuando se imbricaban en la obra, mejoraban la obra. Tendencia sin estilo es arte fallido; estilo sin tendencia es arte vacío (aunque, las más veces, «estilo sin tendencia» es ya una tendencia, pues el arte por el arte, el autonomismo fuerte, tiende a ser conservador cuando no reaccionario).
En el juego se genera un espacio de libre autodeterminación, de formal autonomía, que nos dispone por encima de las limitaciones físicas sin llegar a encadenarnos a las exigencias de la lógica (de la razón y la moral).
Entramos en una dialéctica permanente entre la obra y la sociedad, entre arte y expectativas, entre intención subjetiva y praxis objetiva. Una parte de mi, como he escrito hace poco, se inclina a mantenerse todo lo posible en la dimensión de un intento de experiencia incólume de la libertad en el espacio estético. Es la libertad que el impulso de juego, tal y como lo expresa Schiller, nos hace propiamente humanos. En el juego —y mi claim es que esto ocurre específicamente en el videojuego a diferencia de otras artes (tal vez excluyendo la música y la danza)—, se genera un espacio de libre autodeterminación, de formal autonomía, que nos dispone por encima de las limitaciones físicas sin llegar a encadenarnos a las exigencias de la lógica (de la razón y la moral). Nos damos la ley de forma libre, aunque observemos las constricciones a uno y a otro lado (al puro sensismo y al puro racionalismo), y luego nos determinemos; pero en ese espacio —que es, además, el espacio del arte—, nos abrimos a todas las posibilidades, a todas las experiencias, a todo lo humano. En NUTS, aunque no pudiera salir de los escenarios; aunque no pudiera más que andar y colocar cámaras y mirar grabaciones; aunque no podía, qué sé yo, volar, disparar a las ardillas, cagar en el bosque; aunque tuviera unas constricciones que me impedían realizar ciertas acciones (como en la vida real, así es), al asumir positivamente su espacio, sus reglas, su propuesta, al elegir darme sus leyes, accedí a un espacio de libertad inasumible fuera de él. Y, un poco como el Sísifo de Camus, aunque tuviera un camino marcado hacia la consecución de los objetivos impuestos por el videojuego, entremedias era feliz, libre, autónomo, algo que (por más que me guste escribir y sea de hecho mi oficio), no encuentro en el deber autoimpuesto de escribir estas palabras. Esa es la libertad de la experiencia estética en el videojuego.
Pero, claro, hay que tener en cuenta que Schiller era bastante conservador, un anti-ilustrado —aunque no hubiera sido el mismo sin Kant, o, lo que es lo mismo, sin la Ilustración—. El pensamiento alemán de esos tiempos (el idealismo y el primer romanticismo), aunque apela a una liberalidad absoluta del espíritu, en la práctica tiende a ser conservador hasta la reacción (Lukács dixit). Y este fondo teórico, asumido por la forma de la experiencia estética, afecta irremediablemente a lo que estamos predispuestos a considerar por libertad y lo que no (en el arte y fuera de él). Porque hacemos que lo ajeno a esa supuesta experiencia pura sea siempre corruptor de ella. Pero el marco de la experiencia es inseparable de la misma, y, aunque cada persona tiene una experiencia singular con cada obra de arte, el marco es convencional a la sociedad, al contexto, a la construcción social de la percepción y del gusto. Lo estético es un espacio de libertad, pero es un espacio de libertad «enmarcado», como lo es la interacción dentro de las mecánicas marcadas por el videojuego o como es la libertad dentro del marco de las leyes del Estado de derecho. Y, como ya se ha señalado con Benjamin, en el arte tendencia y estilo van de la mano, con lo que un buen maridaje nos provee, en el caso de NUTS, de un contenido consciente, crítico y reivindicativo, que se ajusta perfectamente a la dimensión estética. Y aquí viene otra claim: sin política, el espacio de libertad de la experiencia estética no tendría valor. Llámese política, llámese contenido social, llámese como se prefiera.
Sin política, el espacio de libertad de la experiencia estética no tendría valor. Llámese política, llámese contenido social, llámese como se prefiera.
La libertad, como diría uno de esos alemanes rancios, no se posee, se ejerce. El espacio del videojuego nos muestra claramente cuando pasamos del espacio estético a esa toma consciente de las normas que nos impone; ejercemos la libertad que nos es dada (e incluso a veces vamos más allá, forzando sus límites). Pero esto sólo se hace desde esa toma de conciencia clara que discrimina la forma de la experiencia. El mero deleite del bosque y sus colores, de las ardillas correteando en NUTS, es político desde el momento en que el rechazo de un contenido político discursivo aparece, porque al excluir esa dimensión de la realidad (humana, social), tomamos partido. Del mismo modo al entrar en la dinámica política que se nos propone (y ahora sin señalar la unidad de la experiencia de tendencia y estilo). Esta segunda parte de la libertad no la tiene presente Schiller: la libertad exige un compromiso, y eso sólo se hace en el caldo social, con sus conflictos y contradicciones, en la búsqueda de soluciones (en forma y contenido); sólo somos libres cuando elegimos (algo que viene de más atrás, de Descartes, donde la libertad surge del acto de elegir, no de su posibilidad). Sé que NUTS sólo me ofrece una historia, irremediablemente tendenciosa; pero también sé que no sólo esa historia determina mi conciencia, sino también la forma de jugar, de pararse o no en ciertos elementos, de enfadarse o alegrarse ante los eventos, de reaccionar y de evaluar. Todo este espacio de libertad experimental y comprometido lo ofrece el videojuego frente a otras artes, a mi juicio.
Con todo, no es que el videojuego sea mejor que otras artes; la cuestión hoy es que sus problemas permiten explorar de formas nuevas problemas viejos. Ese es el punto relevante. Mi diatriba con NUTS es tan solo un ensayo de los muchos posibles, a los que nos dan acceso las múltiples experiencias videolúdicas; ensayos que nos permiten en un espacio libre descubrir la no libertad inserta en sus mecánicas, en sus representaciones, en el modo de acceso o de reproducción, o en el mismo modo de producción. No es ninguna de nuestras experiencias impermeable a su dimensión social; al contrario, todas nuestras experiencias están permeadas de vida social, de política, y de sus contradicciones y opresiones. La posibilidad de transitarlos a través del videojuego nos pone en el interior de la dialéctica de la sociedad y la obra de arte. Desde ahí se pueden tocar las contradicciones, pero también transformarlas, y generar alternativas. Porque al final, todas las reclamaciones que se puedan hacer sobre la experiencia estética y sus objetos, pasan necesariamente por la toma de conciencia crítica de la propia experiencia, de sus aperturas y constricciones, y de la toma de partido ante estas.
Antonio Flores Ledesma es autor de Marx juega. Una introducción al marxismo desde los videojuegos (y viceversa) publicado en la editorial Episkaia. Sus ámbitos de estudio son la estética y la cultura contemporánea. Es colaborador habitual de Anaitgames, en donde ha publicado varios artículos sobre estética y videojuegos. Su trabajo puede seguirse también en su propio blog eldiabloestaenlosdetalles.es.