Feminismos
            
            
           
           
Sobre “cancelaciones”, espacios seguros y el punitivismo de izquierdas
           
        
         
Aunque  podamos sentir la tentación de exclamar que “la cultura de la  cancelación no existe” para no legitimar narrativas victimistas  por parte de sectores ultraderechistas, que parecen confundir  deliberadamente la libertad de expresión con la impunidad y la  absoluta falta de consecuencias, lo cierto es que existen una serie  de interrogantes éticos y políticos que deberíamos abordar, con  una mirada crítica, desde la militancia de izquierdas. Los  algoritmos de las principales  redes sociales están diseñados para generar el mayor  “engagement” posible a través de la controversia, la  crispación y la inmediatez, a través del bombardeo de imágenes y  mensajes descontextualizados. ¿Acaso crean estos las condiciones más  adecuadas para que podamos sopesar, frente a las denuncias y  acusaciones públicas, una respuesta que sea proporcionada, justa y  constructiva, y que proteja efectivamente a las víctimas?
¿Qué  sesgos implícitos pueden entrar en juego? ¿Siguen siendo  aquellos agresores poderosos e impunes frente a la justicia  (Weinstein,  Cosby,  Spacey)  los principales blancos de los linchamientos en redes, como veíamos  durante la emergencia del MeToo? Cabe preguntarse en qué medida la  llamada “cultura de la cancelación” refleja y refuerza  expectativas sociales desiguales; es decir, varas de medir y  estándares de buen comportamiento que pueden variar en función del  género, la raza, la sexualidad o la afiliación política de los  señalados. ¿Se “cancela” a todo el mundo por las mismas  razones? ¿Depende siempre la brutalidad del escarnio de la gravedad  de los hechos?
A  lo largo de este texto voy a exponer diversos ejemplos con el fin de  ilustrar y argumentar hasta qué punto hemos  convertido las denuncias y cancelaciones rutinarias en una  distracción  estéril y autodestructiva, en un espectáculo que consiste en  monitorizar y castigar especialmente a quienes tenemos más cerca  (tanto ideológicamente como a nivel de recursos materiales), a  quienes sí podemos hacer daño, como  una forma de obtener por fin un triunfo, de desahogar nuestra  impotencia acumulada por no poder abolir las estructuras e  instituciones que nos violentan.
Me  propongo abordar esta cuestión desde una perspectiva feminista,  antipunitivista,  antiesencialista y priorizando el enfoque restaurativo frente al  modelo de justicia tradicional (retributivo). Sostengo  que las dinámicas de la “cancelación” no pueden entenderse como  una forma de justicia restaurativa o reparativa, dado que no se  contemplan soluciones ni guías de acción más allá de lo  estrictamente inmediato:  el  ostracismo; más  allá de esperar que la persona linchada se reeduque gracias al  aislamiento y la deshumanización, algo que suele surtir el efecto  contrario al deseado y que imita la lógica del punitivismo  carcelario. Esto se vuelve especialmente contraproducente a nivel  político cuando a la lista de “expulsados” también añadimos a  quienes llevan  años de trabajo y militancia honesta a sus espaldas, pero han podido  hacer comentarios ofensivos o cuestionables en el pasado.
MeToo, cultura de la cancelación y call out culture
Para abordar esta cuestión con los matices que requiere, será necesario establecer distinciones, en concreto entre los términos “MeToo”, call out culture y “cultura de la cancelación”, que suelen emplearse indistintamente.
El movimiento #MeToo se planteó como un último recurso, como un esfuerzo colectivo por contrarrestar la cultura del silencio, la normalización y la connivencia frente a la violencia sexual; por crear espacios donde las víctimas de acoso, abuso y agresión sexual, voces previamente estigmatizadas y cuestionadas, objeto de hostilidades y sospechas, pudieran recibir apoyo, escuchar testimonios que resonaran con su propia historia y les permitieran comprenderla mejor, así como desaprender la vergüenza y la culpa asociadas a la condición de víctima o superviviente. El gesto de aportar nombres y apellidos surgió con el propósito explícito de quitarles impunidad a aquellos agresores influyentes y poderosos que, precisamente debido a su capital social y económico, a su estatus, habían podido esquivar a la justicia ordinaria. Poco a poco, esto empezó a trasladarse a las redes sociales, a aplicarse a influencers y creadores de contenido que habían abusado de su posición, de su autoridad, para agredir y acosar sexualmente con absoluta impunidad, principalmente a seguidoras jóvenes e impresionables.
Cabe preguntarse en qué medida la llamada “cultura de la cancelación” refleja y refuerza expectativas sociales desiguales, estándares de buen comportamiento que pueden variar en función del género, la raza, la sexualidad o la afiliación política de los señalados
Incluso en aquellos casos en los que no estemos hablando de agresiones, sino de comentarios ofensivos o conductas reprobables que algunas figuras públicas puedan haber expuesto o llevado a cabo, creo que es perfectamente legítimo (e incluso necesario) que como espectadores podamos analizar críticamente, desgranar, argumentar por qué estos comportamientos han podido ser problemáticos: qué clase de ideas, imaginarios o prejuicios pueden estarse reforzando o promoviendo. Esa mirada crítica no es el problema. El problema comienza cuando cada equivocación esporádica y/o trivial (algún comentario que pueda tener implicaciones más o menos dañinas, un uso inadecuado de cierta terminología, una confusión conceptual) se convierte en una oportunidad para sentenciar, para poner en entredicho todo lo que esa persona es o puede ofrecer. Especialmente cuando estamos hablando de comportamientos que podríamos calificar de microagresiones (paternalismo, comentarios que hayan podido resultar cosificadores, que hayan podido desinformar o promover prejuicios), considero que es importante que no se atienda a casos puntuales, sino a patrones sostenidos en el tiempo. Creo que es mucho más constructivo centrarse en criticar el contenido, en confrontar las ideas que una persona pueda haber expuesto, que en demonizarla y presuponerle mala fe ante la duda.
Sin  embargo, es perfectamente legítimo que una persona que te había  apoyado, que había sido seguidora o suscriptora tuya, decida dejar  de visualizar el contenido que estás ofreciendo a raíz de algunos de  tus posicionamientos ideológicos (o algunas de tus conductas).  Personalmente, considero que es saludable estar expuesta a opiniones  con las que puedas estar en profundo desacuerdo para evitar sumirte  en una cámara de eco, para poder confrontar los auténticos  argumentos del otro en vez de caer en caricaturizaciones.  Pero siempre es legítimo  trazar líneas rojas. Una puede elegir qué vídeos visualiza, a quién  apoya. Hay quienes puntualizan que en esto consiste realmente  “cancelar”, y que lo que a menudo llamamos “cultura de  la cancelación” sería en realidad call out culture,  algo así como “llamar la atención sobre alguien”, es  decir, no solamente elegir a quién se apoya y a quién no, o  argumentar por qué una considera que ciertos comportamientos o  comentarios ejercen una influencia negativa, sino pasar al  linchamiento activo, al escarnio público; pedir (o incluso exigir) a  otros usuarios que dejen de seguir a ese creador (e incluso  denunciarlos públicamente si deciden no hacerlo), exponer a sus  amigos y colaboradores, creando una cadena de señalamientos por  asociación con el propósito de que estos se desmarquen del creador  señalado originalmente. Hablo de “cultura de la cancelación”  para que todas podamos entendernos, pero a lo que me estoy refiriendo  a lo largo de este texto, y  lo que considero que suele tener implicaciones éticas y políticas  problemáticas, es  esto segundo.
Uno  de los problemas que suelen surgir cuando  se expone públicamente a alguien (especialmente en espacios donde  todo se lee y consume desde las vísceras, desde la inmediatez) es  que las respuestas no siempre son proporcionadas, no siempre se  sopesa o calibra correctamente cuál es la forma más justa de  proceder, no suele existir una gradación (todo lo “malo”  es igual de “malo”) ni espacio para los matices; apenas se  aportan detalles. Considero que los detalles son de vital  importancia. Si se me dice que alguien ha tenido “comportamientos  machistas”, me interesa especialmente averiguar si estamos  hablando de maltrato y agresiones sexuales o de actitudes  paternalistas o comentarios ofensivos. Si bien es cierto que cuando  tratamos de analizar estas cuestiones en clave estructural, ningún  comentario machista surge de la nada (bebe de una misoginia  culturalmente arraigada e institucionalizada, de unas relaciones  históricas, sociales y económicas que son el caldo de cultivo y el  aliciente de la violencia machista), me parece relevante saber si  estoy frente a una persona que ha hecho poco más que reproducir los  discursos dominantes, pero con quien puedo debatir y hacer pedagogía,  a quien puedo suponer buena fe y conceder tiempo y espacio para  evolucionar y retractarse, o de alguien que verdaderamente supone un  peligro para la integridad física o moral y/o la libertad sexual de  otras personas, y a quien, en primera instancia, como medida a corto plazo, se  debería expulsar de algunos espacios, priorizando la comodidad y la  seguridad de sus víctimas, hasta llegarse al fondo de la cuestión.  Si estamos hablando de los comentarios que alguien ha vertido en  redes, me interesará saber si se trata de algo que ha seguido  manteniendo o no, si ha actuado en consonancia con esos comentarios o  no. En algunos casos, bastará con que el tiempo haya corroborado  que, efectivamente, esos tropiezos no deberían definirle. Por eso  son importantes los detalles; para calibrar una respuesta que sea lo  más proporcionada y efectiva posible. Para que las medidas que se  tomen no sean contraproducentes. Para que no se trate de simple  ensañamiento.
La justicia retributiva pone el foco en el pasado; piensa en la transgresión cometida y propone una “venganza” a medida. Desde el derecho penal se suele concebir la justicia como la imposición de un mal (la pena) a cambio de otro mal (el delito). Desde los modelos de justicia restaurativa, sin embargo, se piensa en los cauces más adecuados tanto para reparar a la víctima como para prevenir la reincidencia, promoviendo la participación activa tanto de la víctima como del acusado, con el apoyo de la comunidad y de mediadores o facilitadores. No se suele hablar en términos de “castigo”, pero esto no significa que se exima de obligaciones y responsabilidades (asistir a terapia, realizar trabajos de voluntariado) al autor o agresor, sino que la respuesta o resolución no se centra en infligirle un mal para “contrarrestar” el que ha producido, sino en sopesar cuáles son las formas más efectivas de reeducarle y rehabilitarle, así como de reparar el daño moral de la víctima.
Ejemplos de “cancelaciones” excesivas
Natalie Wynn (filósofa y youtuber que lleva el conocido canal ContraPoints) fue duramente linchada y vilipendiada, recibió amenazas de muerte y se exigió a todos sus amigos, colegas y colaboradores que se desmarcaran públicamente de ella. ¿Por qué? Porque el actor porno trans Buck Angel, que en el pasado ha expresado opiniones transmedicalistas y muy poco caritativas con las identidades no-binarias, apareció como voz en off (imitando a John Waters) durante unos pocos segundos en un vídeo de Wynn titulado Opulence.
La también youtuber de izquierdas y crítica de cine Lindsay Ellis fue cancelada en Twitter por señalar similitudes entre las películas Raya and The Last Dragon y Avatar: The Last Airbender. Esta comparación podría denotar un sesgo etnocéntrico, pero cabe recordar que estamos hablando de productos de Disney y Nickeloden que muchas personas del sureste asiático han criticado por su orientalismo y apropiación cultural. Tras desactivar su cuenta de Twitter al no sentirse capaz de lidiar con el escarnio, se acusó a Ellis de “ignorar voces racializadas y marginalizadas”, y a partir de ese momento empezaron a reflotarse tuits descontextualizados y clips de vídeos de hasta 13 años atrás. Uno de ellos era un “rap sobre la violación” por el que se la destripó y se la acusó de hacer apología de la violencia machista, a pesar de haber sido Ellis considerada un referente feminista durante más de una década. Ellis reveló en un vídeo posterior que ese “rap” fue publicado sin su consentimiento, y que pretendía ser un sketch privado que le permitiera afrontar y procesar su trauma como superviviente de violación.
A quienes más daño hacen los linchamientos en redes sociales es a aquellas personas que menos recursos tienen, a aquellas personas que pertenecen a grupos estigmatizados, que se encuentran en una situación económica precaria a pesar de su visibilidad en redes
Me  he centrado en las “cancelaciones” de Lindsay Ellis y Natalie  Wynn porque sus casos me parecen particularmente ilustrativos, y  porque ambas sacaron vídeos diseccionando pormenorizadamente los  hechos, pero también de ellas podríamos decir que ocupan una  posición privilegiada en comparación con otras personas que han  sido objeto de linchamientos en redes sociales.  La  actriz porno August  Ames se suicidó pocas horas después de ser duramente atacada en  Twitter por haber expresado un comentario homófobo, y personas  anónimas de clase trabajadora han perdido su empleo y su sustento a  raíz de tuits desafortunados, como relata el periodista y humorista  Jon Ronson en Humillación  en las redes.  Precisamente  a quienes más daño hacen los linchamientos en redes sociales es a  aquellas personas que menos recursos tienen, a aquellas personas que  pertenecen a grupos estigmatizados, que se encuentran en una  situación económica precaria a pesar de su visibilidad en redes o  su número de seguidores, que lidian con problemas severos de salud  mental, que viven aisladas o que no disponen de un sistema de apoyo  en condiciones.
El  acoso y derribo en redes que sufrió otra youtuber, Sarah Z,  ilustra hasta qué punto se puede cooptar el lenguaje progresista de  forma deshonesta y manipuladora e instrumentalizar las luchas de  colectivos históricamente marginalizados para fines egoístas.
Los  casos de Wynn, Ellis y Sarah Z serían ejemplos paradigmáticos de la  persecución, la falta de caridad y el escrutinio al que se somete a  cualquier figura pública mínimamente politizada en círculos de  izquierdas, especialmentea  las mujeres y las minorías sociales (a quienes a menudo se les  presupone y exige una formación y pulcritud moral mucho mayor), y  que dista mucho del propósito original del #MeToo.
¿Cuál  es el propósito de este tipo de “cancelación” (o, más  propiamente, “call out”), entonces?
Soy  de la creencia de que muchos  círculos de izquierdas acaban ensañándose con aquellos activistas,  creadores de contenido y personajes públicos que les son más  cercanos y a quienes sí pueden hacer daño (en muchas ocasiones  sobreestimando el poder e influencia de estos personajes y  presuponiéndoles mala fe para así convencerse de que están  golpeando hacia arriba o defendiéndose), como una forma de “obtener  una victoria” por fin, de canalizar una rabia legítima pero mal  dirigida, focalizando en estos individuos toda su frustración e  impotencia acumulada por no poder cambiar las cosas, por no poder  derribar las instituciones que regentan el poder.
No  se trata de autodefensa, ni de una estrategia política definida,  sino de un desahogo espontáneo contra actores de buena fe por  transgresiones puntuales; una mera distracción. Si convierto a esta  persona, que tiene un historial de buen comportamiento pero considero  que en esta ocasión ha dicho algo ofensivo o cuestionable, en un  símbolo del statu quo y de la violencia sistémica contra  colectivos vulnerables, obtengo un blindaje, puedo atacarla sin  reparos ni miramientos, sintiendo que al hacerlo contribuyo a una  causa social.
Lo problemático del virtue signalling
Es un hecho que a veces “sienta bien” exponer públicamente comportamientos reprobables ajenos. Pero es importante que no perdamos de vista que una de las múltiples razones por las que experimentamos esa gratificación instantánea es que indignarnos públicamente frente a las transgresiones de otros nos sitúa automáticamente, a ojos de quienes nos miran y leen, por encima de aquellos a quienes estamos señalando, sin necesidad de poner a prueba nuestra propia pureza; nuestra repulsa y condena sirven para indicar que nosotros “somos de los buenos”.
Es por ello que en muchas ocasiones los “aliados” de una determinada causa o lucha social, es decir, quienes denuncian formas de discriminación y violencia que no sufren en su propia piel, han terminado invirtiendo sus esfuerzos en señalar y descalificar a otras personas de su mismo colectivo (no atravesado por esas violencias específicas) para así validarse y posicionarse como “un buen aliado” frente al colectivo discriminado o marginalizado en cuestión. La realidad es que sería mucho más útil que el aliado blanco recomendara libros y artículos relevantes (difundiendo también textos de teóricos racializados menos conocidos o visibles que hayan hecho aportaciones importantes) a otros individuos blancos que exhibieran sesgos o reprodujeran microagresiones racistas sin identificarlas como tales (no me refiero aquí a grupos organizados), en vez de hacerles una captura y expresar públicamente su indignación. Sin embargo, esto requeriría un estudio mucho más profundo por su parte. Y poca gente está dispuesta a hacer ese trabajo. Sobre todo cuando lo que se nos exige en redes es posicionarnos de forma simultáneamente inmediata y definitiva.
Si te acostumbras al entretenimiento sádico del castigo ajeno, puedes acabar buscando excusas para justificar y racionalizar campañas de linchamiento cada vez más viscerales, fundamentadas cada vez en razones más vagas, por trangresiones cada vez más triviales
El  problema viene cuando, como comunidad, convertimos la sed de venganza  y retribución en nuestra guía de acción y no la mantenemos a raya,  cuando la abrazamos sin más, cuando no tomamos cierta distancia para  poder analizar más detenidamente qué estamos haciendo y por qué  nos estamos sintiendo bien haciéndolo, cuando pensamos más en clave  de desahogo inmediato que en clave de cómo podríamos prevenir que  ciertas violencias se repitan. El hecho de que se convierta a algunos  agresores en objeto de chistes y “memes” ya da cuenta de  que tampoco es la comodidad y seguridad de sus víctimas lo que se  está priorizando.
Los  impulsos punitivos son perfectamente normales y comprensibles en  ciertas circunstancias, y todas podemos experimentarlos, pero no por  ello son algo que debamos alimentar y abrazar acríticamente, no si  lo que buscamos es detener los ciclos de violencia y abuso. Si te  acostumbras al entretenimiento sádico del castigo ajeno, puedes  acabar buscando excusas para justificar y racionalizar campañas de  linchamiento cada vez más viscerales, fundamentadas cada vez en  razones más vagas, por trangresiones cada vez más triviales. Si te  autoconvences de que tu sentido de la justicia y tu deseo de proteger  a colectivos vulnerables son lo único que te está empujando a  exponer y humillar a otras personas, a disfrutar haciéndolo, entonces tienes  carta blanca para reproducir  conductas abusivas (extorsiones, amenazas, exponer y presionar  a la pareja y familiares de la persona señalada) sin  cargos de conciencia.
En  esta búsqueda por crear espacios seguros hemos creado burbujas  artificiales, esterilizadas, donde cada vez existe menos tolerancia a  la innovación, a las dudas, a los replanteamientos, y con el fin de  protegernos frente al contenido potencialmente re-traumatizante o  violento, podemos acabar censurando y demonizando desacuerdos y  conflictos teóricos sanos y necesarios para avanzar. Siempre  trazaremos algún tipo de línea roja, pero si nos acostumbramos a no  tolerar la más mínima incomodidad o fricción, incluso entre  quienes tenemos proyectos y sensibilidades afines, si no permitimos  que nadie trastoque lo más mínimo nuestros esquemas y narrativas,  nos estaremos condenando a quedar (teórica y pragmáticamente)  estancados.
Será imposible avanzar hasta que reconozcamos que la “cultura de la cancelación” (o más propiamente, call out culture) es principalmente un espectáculo y una distracción reformista, que existe una tendencia a pagar la rabia legítima, la impotencia y el dolor acumulados (por no poder cambiar las cosas, por no poder mejorar las condiciones de vida de mucha gente, quizás por no estar donde merecemos estar) contra aquellas personas a las que sí podemos hacer daño (precisamente porque no disponen de un capital social ni económico que les blinde), con tal de obtener una sensación momentánea de victoria, de justicia, de retribución, de reparación.
Filosofía
        
            
        
        
Manifiesto contra #metoo: ¿útil al feminismo?
        
      
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