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Guerra en Ucrania
Zimmerwald 2022: Paz o Barbarie
Toda guerra es un desastre. Una catástrofe humanitaria. Pues la función más inmediata de la guerra no es otra que matar. Aniquilar personas, destruir ciudades, acabar con mundos que estaban habitados y que ahora serán reducidos a cenizas ―las imágenes de Kiev y Mariúpol son suficientemente elocuentes al respecto―. Las contiendas bélicas, al igual que las crisis económicas y las pandemias, agudizan las contradicciones y desigualdades que recorren las sociedades. No sólo en los Estados en conflicto, exasperados por la violencia y la destrucción, sino también en aquellos que asisten como testigos neutrales o aliados de las potencias que se enfrentan entre sí. Si tenemos en cuenta que Rusia es líder mundial en armamento nuclear y su ejército está considerado como el segundo más poderoso del mundo, la guerra contra Ucrania ―a todas luces una brutal invasión― sólo puede reverberar a lo largo y ancho del planeta. Una escalada militar y una intervención directa de la OTAN podría situarnos a las puertas de la Tercera Guerra Mundial.
Además de matar indiscriminadamente, las guerras generan un clima particular alrededor de sí mismas, una atmósfera en la que la opinión pública se polariza en torno a la propaganda bélica. Maquinaria informativa que, como estamos pudiendo comprobar, los medios generalistas tienden a reproducir según sitúen sus simpatías ―es decir, sus intereses― de un lado u otro de la contienda. Podríamos decir que un primer efecto de la guerra más allá del campo de batalla es la homogeneización del espacio informativo y la polarización de la opinión pública: la disputa argumental se tiñe de blanco y negro, de manera que si se apoya el pacifismo uno corre el riesgo de convertirse de golpe en equidistante o incluso en un defensor de Vladimir Putin. Los mensajes pierden complejidad y matices, representando los acontecimientos con un trazo grueso más emocional que crítico o analítico. Por supuesto, la censura entra en juego ―es lo que ha sucedido con varios medios rusos en Europa―, atacándose el derecho a la información de la ciudadanía. Los diarios reproducen así la misma melodía con apenas disonancias.
Cabría preguntarse qué han ganado las izquierdas y las clases populares participando en guerras a lo largo de la historia. Lo mismo que con las pestes, sólo dolor y ruina
Lo peor, y este sería un segundo efecto de la guerra, es el belicismo que impregna toda toma de posición respecto de la contienda. Y ello no es algo que afecte sin más a los partidos del establishment ―a izquierda y derecha― o a los medios que los avalan, es una tensión que también recorre la propia izquierda en sentido amplio. En España estos partidos han decidido enviar armamento a Ucrania para armar a quienes resisten de manera legítima la invasión. Las voces discordantes han sido pocas ―EH Bildu, ERC, parte importante de Unidas Podemos, BNG, CUP y Más País―. Algunos intelectuales también han defendido esta asistencia activa al frente de Ucrania. Cabría preguntarse qué han ganado las izquierdas y las clases populares participando en guerras a lo largo de la historia. Lo mismo que con las pestes, sólo dolor y ruina. Sacrificios: esa es la palabra que ha usado el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, para describir lo que tendrán que afrontar los españoles y españolas debido a las sanciones impuestas a Rusia y el envío de armas de la mano de la OTAN. Y es que en las guerras siempre pierden los mismos: los de abajo. Estén en medio de la contienda o a miles de kilómetros de la misma. Mientras tanto, ni un solo gesto de diplomacia real para frenar la barbarie.
Como tercer efecto de la guerra, vivimos uno de los mayores desplazamientos de personas de los últimos 75 años: unos tres millones y medio de personas han abandonado Ucrania, buscando refugio en otros países. Países como España han decretado una acogida automática de los refugiados, algo que solo puede parecernos bien, pero es un gesto que, al mismo tiempo, no deja de revelar la profunda hipocresía y racismo de la Europa fortaleza. Por un lado, se está segregando a la población roma ucraniana que trata de huir del país, mientras que por otro España no adoptó medidas similares con los refugiados de la Guerra de Siria ―su cifra asciende alrededor de casi seis millones―. Por no hablar de quienes tratan de llegar a España cruzando la frontera de Ceuta y Melilla: para ellos solo hay concertinas, policía y devoluciones en caliente. Es más, la hipocresía es tal que el gobierno de España ha dado un giro de timón a su política en el Sáhara Occidental, desoyendo las resoluciones de la ONU y transigiendo con las demandas de Marruecos ―minando así el legítimo derecho saharaui a la autodeterminación―. Este pacto tendrá consecuencias en las políticas migratorias: España busca externalizar sus fronteras a Marruecos, que operará como gendarme fronterizo cuya función es impedir la llegada de personas a través de la frontera sur.
Como cuarto efecto de la guerra, y al hilo de lo anterior, podríamos hablar de una línea colonial que atraviesa los conflictos bélicos ―determinando su importancia y su visibilidad en la esfera pública―. Nos referimos a esa línea divisoria que implica siempre un compromiso desigual de occidente con la defensa de los derechos humanos según quienes sean los sujetos que sufren la violencia. Así, los conflictos de Palestina, Yemen o Siria desaparecen del ámbito mediático y se rebaja su importancia, ya que no son “como nosotros” ―blancos y civilizados―. Algo similar sucede con las guerras que sacuden el sur global, ya se trate de Etiopía, Afganistán o Myanmar. El racismo y la colonialidad de la mirada europea son obvios, tanto en los criterios de inclusión diferencial que Europa aplica con sus políticas de refugio, como en la imagen que da de otras contiendas, en las que los derechos de los pueblos importan muy poco. De nuevo, la vergonzantes concesiones de Pedro Sánchez a las exigencias de la monarquía Alauí ilustran bien la línea colonial a la que nos referimos: mientras se presenta como adalid de las libertades del pueblo ucraniano, pacta la opresión del Sáhara Occidental ―todo un pueblo utilizado como mera moneda de cambio―.
Como síntesis del clima bélico que venimos describiendo, se produce un quinto efecto de la guerra que no es otro que la exasperación de las contradicciones y opresiones sobre las que se sustenta la sociedad neoliberal ―organizada sobre un mercado capitalista global―. Si la pandemia ya había generado un grado de precarización social devastador, las dinámicas belicistas darán la espalda a las heridas sociales abiertas por el COVID–19. Por otro lado, la guerra profundizará en la crisis energética ―en la que el combustible fósil sigue siendo central― y acelerará la crisis climática en la que nos encontramos. Está claro que el rearme impulsado por la OTAN en los países que forman parte de la alianza ―España deberá invertir el 2% del PIB si no más― pospondrá las inversiones públicas en materia de transición ecológica y derechos sociales. La lógica securitaria y militar se impone así sobre nuestras sociedades, lo que sólo puede redundar en una merma de la democracia además de abonar el terreno para que las extremas derechas sigan creciendo en poder e influencia. No olvidemos el peso patriarcal consustancial a todo ambiente belicista.
Al igual que en la Primera Guerra Mundial, no podemos entender a una izquierda belicista que pugna por participar en el conflicto, como si estuviesen en juego “los valores de occidente”
Desde El Rumor de las Multitudes condenamos la invasión de Rusia a Ucrania, una violación del derecho internacional y un gesto autoritario e imperialista por parte del gobierno de Vladimir Putin. Condenamos también la política expansionista de la OTAN, cuyos avances hacia el este no dejan de tener una clara responsabilidad en el estallido del conflicto. Que Putin haya utilizado la excusa de la “desnazificación” de Ucrania no deja de ser vergonzoso, sobre todo conociendo sus vínculos con la extrema derecha europea y su persecución de la diversidad y disidencia en Rusia. Ello no convierte a Ucrania en un paraíso de la libertad, como los medios europeos quieren hacernos creer, pues la extrema derecha no ha dejado de jugar un importante papel en la política ucraniana desde el Euromaidán. En cualquier caso, este es un hecho que no puede justificar ninguna invasión. Como tampoco tiene ninguna justificación la persecución de los desertores en Ucrania ni el encarcelamiento masivo de opositores rusos a la guerra por parte del régimen del Kremlin.
Nuestra posición es clara: no a la guerra. Ni a esta ni a ninguna otra. Estamos en contra del clima belicista que se nos ha impuesto por todos los medios. Debemos luchar por el cese de la guerra, por el desarme nuclear y por abolir una pugna entre bloques imperiales que puede desembocar en la Tercera Guerra Mundial. Toda medida que contribuya a la diplomacia, el cese del conflicto y a la desescalada será bienvenida. Recuperamos el espíritu del manifiesto de Zimmerwald ―redactado por Trotski― que condenaba las consecuencias de la Primera Guerra Mundial a un año de su estallido. “Miseria y privaciones, desempleo y aumento del coste de la vida, enfermedades y epidemias, son los verdaderos resultados de la guerra. Por décadas los gastos de guerra absorberán lo mejor de las fuerzas de los pueblos comprometiendo la conquista de mejoras sociales y dificultando todo progreso”. Tal y como rezaba el manifiesto, estos son los resultados que cabe esperar del conflicto y no otros. Al igual que en la Primera Guerra Mundial, no podemos entender a una izquierda belicista que pugna por participar en el conflicto, como si estuviesen en juego “los valores de occidente”, cuando lo que hay de fondo es la confrontación de dos bloques imperiales y sus intereses geopolíticos y económicos. Frente a estas posiciones, hacemos valer un pacifismo de carácter radical, un pacifismo que aboga por la desescalada, por la acogida, por la solidaridad internacionalista y que considera la deserción como una de las acciones más dignas ante una guerra. Estamos con el pueblo ucraniano que busca recuperar su vida y vivir en paz, estamos con el pueblo ruso que se opone al belicismo y el autoritarismo de Putin. No a la guerra. Ni OTAN ni Putin. Paz o barbarie.
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Pues sí, efectivamente, NO a las guerras imperialistas, NO a Putin, NO a la OTAN y NO a los nazbols. Esto está claro, pero aun así, la referencia a Trotski ha hecho que no pueda contener mis machunas ganas de marcarme un mansplainning por todxs conocido y recordar que tan solo 5 años después del manifiesto de Zimmerwald Trotski se convirtió en uno de los principales defensores de la violencia política (guerra civil + terror de Estado) como única forma de parar el avance imperialista contra-revolucionario. Vamos, que tal vez sea bueno recordar aquí que ni el fascismo, ni el capitalismo ni el imperialismo se van a parar con la simple deserción de la guerra y flores hippies. Que el “no a la guerra” no se convierta en un bienpensante “no a la violencia” y/o “no al envío de armas”, porfffavor.
No reduzcamos el “socialismo o barbarie” originario a la exigencia de un proceso institucionalizado no-violento capaz de llegar a un “consenso racional”, porque eso no ha pasado nunca y muy probablemente nunca pasará. Aquí la cuestión no es “paz o barbarie”, sino –por muy trasnochada que suene la palabra- “revolución o barbarie”, y LA REVOLUCIÓN NECESITA ARMAS.
Desde mi punto de vista, la cuestión no debería ser si enviar armas a Ucrania o no, sino a quiénes les llegan las armas enviadas. Ojalá hubiera una Internacional Comunista que pudiera suministrar armas a los sectores antifascistas y antiimperialistas de Rusia y Ucrania, pero como no la hay, sino que lo único que tenemos en este puto país es muchx pacifista de salón (y no estoy pensando en insumisos y movimientos sociales sino en políticxs que no quieren mancharse las manos “moralmente”), pues hay que joderse y conformarse con las que envía la OTAN a quienes ellos deciden.