Opinión
La noche en que ganó Trump, Díaz Ayuso y Martínez-Almeida
Vote a quien vote tu vecino, te aseguro que se parece más a ti que a ellos.

No somos lo que electoralmente parece que somos. La gente no se parece en nada a sus representantes. Tan sencillo como eso. Así podemos resumir la sensación que emanan algunas ciudades tras de ciertas votaciones.
La noche en que ganó Trump, muchos durmieron mal, no pudieron dormir en absoluto o se echaron a llorar en el desayuno mientras veían las noticias. Yo, que entonces vivía en un pueblecito de Estados Unidos, no pude pegar ojo. La misma Hillary Clinton sufría de estrés post-traumático, encerrada en su habitación de hotel, catatónica, en clara similitud con la desaparición de Pablo Iglesias del domingo.
El clima de estupor estadounidense del 9 de noviembre de 2016 fue retratado con precisión en el capítulo “Globo” de la serie de la HBO High Maintenance. Su protagonista, un vendedor a domicilio de marihuana, cruza Nueva York en bicicleta y la cámara observa. El nombre de Trump ha desaparecido de las bocas de todos, los irritados conductores no pitan, los porteros sonríen y ceden el paso, la gente se abraza, se consuela. Los otrora furibundos ciudadanos de la metrópoli se han transformado en un dechado de delicados modales, se prodigan numerosas atenciones los unos a los otros. “Love Trump’s hate” (ama el odio de Trump), resumía el ya clásico lema que se ha exportado y desvirtuado también aquí. En la ficción televisiva, este capítulo mostró la sensación generalizada de perplejidad, negación y (pese a todo) tímida esperanza que exhibieron los norteamericanos en oposición a la personalidad de su nuevo presidente. “We will keep loving each other” (vamos a seguir queriéndonos los unos a los otros) me respondió a modo de lenitivo una maestra de escuela esa misma mañana cuando le contaba mis preocupaciones.
La noche en que Martínez-Almeida y Díaz Ayuso celebraban sus victorias, mi WhatsApp enmudeció de manera similar a como lo había hecho en EE UU aquella noche fatal. Cesaron los comentarios, la gente durmió mal o no pudo dormir en absoluto. Incluso quienes habían votado listas de izquierda que se quedaban sin representación se preocupaban, maldecían, sentían algo parecido al miedo porque, a qué negarlo, Ortega-Smith con una concejalía da más que yuyu. A la mañana siguiente, el metro iba cargado de gente como todos los días. En el trayecto de la línea seis que sube desde el sur de Madrid hacia el norte vamos normalmente hacinados como sardinas, pero esa mañana del 27 de mayo nadie empujaba a nadie, nadie se quejaba a viva voz, nadie miraba mal al de al lado. Cuando casi salto por encima de otro viajero intentando abandonar el vagón, me dijo comprensivo “no pasa nada, no te preocupes”. Me sonó lo más semejante a un “te quiero” que se haya oído en Avenida de América a las 8h de la mañana. Al salir de la estación presencié una conversación amistosa entre una mujer oriental y un subsahariano que repartía publicidad. Seguramente, ninguno de los dos habría podido votar. En todas las interacciones cotidianas, en todas las caras, podía leer de nuevo esa sensación de “nosotros no somos eso que parecemos”, demasiado idéntica a la de aquel 9 de noviembre norteamericano como para no reconocerla.
Tres años después de la victoria de Trump podemos decir que casi invade Venezuela, casi construye un muro, casi acaba con el ObamaCare, casi prohíbe las “ciudades santuario”, refugio de inmigrantes ilegales, etc. Veremos si, por ejemplo, alguien es capaz de finiquitar un Madrid Central de aceras ensanchadas como gran proyecto. Peatonalizar la ciudad es, por cierto, una de las claves que convierten a Abel Caballero en el puto amo del recuento, con el 67% del electorado solo para él. Cualquiera que solo quiera llenar urnas no tiene más que darse un paseo por el Concello de Vigo. Y, sin embargo, todo eso da igual. Los Trump, los Martínez-Almeida, los Caballero, su prepotencia, su testosterona y sus luces de navidad no importan tanto como nosotros.
En Un habitar más fuerte que la Metrópoli (2018) Consejo Nocturno nos enseña varias maneras de sobrevivir a la smart city neoliberal. En concreto dos: afectos y saberes. Por afectos no nos referimos a besarnos en la calle, que también, sino a tejer redes de afectividad que nos hagan encontrarnos con el afuera. La ciudad nunca ha estado más vacía y nunca se ha pretendido con tanta fuerza vaciar a fuerza de gentrificación, privatizaciones, turismo descontrolado, redadas policiales y ladrillazo. Es necesario salir a encontrar a aquellos que tampoco son como nos quieren hacer creer que son porque, aunque no lo parezca, están por todas partes. Vote a quien vote tu vecino, te aseguro que se parece más a ti que a ellos.
Por saberes entendemos proveerse de la potencia suficiente como para hackear todo aquello que estas instituciones están destruyendo. En esto, por suerte, Madrid tiene una tradición propia de la que no pueden presumir otros lugares. No hubiera sido tan fácil de encontrar, por ejemplo, en muchas ciudades de Estados Unidos antes de Trump. Leíamos justo antes de las elecciones en el perfil de un amigo sobre el activismo pre-Carmena: “Entonces distintos grupos estábamos implicados fuera de la institución y de la apuesta electoral haciendo cosas. En el ámbito sanitario, en la lucha por la inclusión sanitaria universal tras la marea blanca. Entre otras cosas acompañábamos a personas sin tarjeta para entrar en el sistema sanitario normalizado, algo que sabíamos hacer con toda eficacia. Otros grupos sabían parar un desalojo y realojar a familias para sobrevivir y vivir. Otros conocían bien el circuito educativo de base en los barrios y a sus excluidos. Otros supimos luego cómo recoger y acoger refugiados que llegaban en incesantes autobuses a la Estación Sur desde Siria. Y así un todavía largo etcetera”.
Saber hacer cosas nos separa del individualismo al que nos quieren empujar. Aquel que no hace nada con nadie es, por definición, un inútil. Estamos hablando de defender a nuestra manera un territorio, imponernos a unas arquitecturas, a unas lógicas que se estandarizan gane quien gane, salirnos (en la medida de lo posible) de su radio de acción, escapar de la visión de nosotros mismos que nos quieren hacer tragar. Somos nosotros quienes sabemos vivir en este Madrid más fuerte que ellos.
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