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Una nueva Ley de Cambio Climático y Transición Energética está a punto de ver la luz en el Estado español. Su objetivo es limitar el aumento de la temperatura global por encima de 1,5ºC y alcanzar los compromisos climáticos adoptados por el Gobierno en el Acuerdo de París. Uno de los mayores retos a los que la humanidad se ha enfrentado. En 2018, la comunidad científica alertó de que solo quedaban 11 años para actuar y que al menos el 80% de las reservas conocidas de combustibles fósiles —petróleo, carbón y gas— debían permanecer bajo tierra para evitar las peores consecuencias de la crisis climática. Sin embargo, mientras se legisla para facilitar la transición energética el Tratado sobre la Carta de la Energía (TCE) podría echarlo todo a perder.
Este tratado protege las inversiones en todas las fuentes de energía a lo largo de la cadena de producción: minas, campos de petróleo y gas, oleoductos, refinerías, centrales eléctricas y energías renovables. Lo que se traduce en que los Estados que forman parte del TCE están atados de pies y manos a los combustibles fósiles. Gracias al mecanismo ISDS, multinacionales e inversores extranjeros cuentan con un arma muy poderosa para extorsionar a los Estados y mantener sus beneficios por encima del interés general.
Los gobiernos decididos a implementar cambios legislativos para frenar la crisis climática o proteger el medio ambiente pueden verse obligados a pagar indemnizaciones millonarias a multinacionales e inversores extranjeros
Los gobiernos decididos a implementar cambios legislativos para frenar la crisis climática o proteger el medio ambiente pueden verse obligados a pagar indemnizaciones millonarias a multinacionales e inversores extranjeros. Hablamos de medidas como eliminar el carbón, prohibir la energía nuclear, elevar los estándares de calidad del agua en ríos para proteger la flora y fauna o solicitar estudios de impacto ambiental a las empresas. Es lo que le ha ocurrido a Eslovenia e Italia por medidas para proteger el planeta y la ciudadanía.
Pero los peligros del TCE no acaban aquí. La simple amenaza de demanda bajo este tratado puede disuadir a los gobiernos a la hora de llevar a cabo legislaciones ambiciosas en materia climática y ambiental. Es lo que sucedió en Francia, que rebajó los objetivos de una ley para eliminar el carbón, o lo que le podría pasar a Holanda si cede a las presiones de la industria fósil.
Nunca podremos conocer el número de leyes y medidas imprescindibles que se han quedado en un cajón a causa de este tratado. Tampoco podemos predecir qué medidas de los gobiernos podrían desencadenar nuevas demandas. El TCE es un cheque en blanco para las multinacionales e inversores y un freno a la transición energética que dispara su coste debido a las demandas que origina. Un coste que, además, compromete las arcas públicas y endeuda a la ciudadanía. La falta de coherencia entre políticas, especialmente las climáticas y comerciales, podría sacrificarlo todo. No podemos permitir que un tratado obsoleto defina el futuro de nuestro planeta.