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Fronteras
Mariné y los desaparecidos del Darién
En este rincón del cementerio de Agua Fría está el silencio de 15 personas que en 2021 intentaron cruzar uno de los pasos fronterizos más peligrosos de América y no lo lograron. No se sabe cuántos cuerpos más esconde el Tapón del Darién, la selva panameño-colombiana, el único punto en todo el continente donde la carretera Panamericana se interrumpe. Los que sí se saben, los otros 31 que perdieron la vida en 2021, están repartidos por diferentes morgues y fosas comunes en Panamá. Restos de seres humanos sin nombre porque la mayoría no han podido ser identificados.
Ese es el saldo de un muro natural de 579.000 hectáreas de jungla donde jaguares, leopardos tigre y serpientes cohabitan con grupos armados que en muchas ocasiones roban y abusan sexualmente de quienes se arriesgan a pasar por allí.
Mariné está dentro de ese saldo, pero tiene un nombre y una historia. Mariné se apellidaba Castellano, vivía en Cabimas, y delgada y de pelo liso, negro y largo, cuando era adolescente se escapaba del colegio para ir a escondidas a ver a Andrés. Se había enamorado. A los 19 tuvo miedo de contarle a sus padres que estaba embarazada, pero acabó haciéndolo. A los 26, con Andrés ya su marido, y con Franklin, su hijo, salió de Venezuela y comenzó a caminar hacia los Estados Unidos. Pero a esos mismos 26 también tuvo que correr junto a José Enrique, que atravesaba con ella y otras decenas de personas el Darién, porque si volvían hacia atrás les mataban. A esos 26 abusaron de ella hombres armados mientras también abusaban de otras mujeres, incluso de niñas de tan solo 12 y 14 años, como las hijas de Marina. Y a esos 26 fue enterrada en la selva con la ayuda de Jonathan, de Mariana, de Andrés y de unos machetes.
Mariné se convertía así, a mediados de febrero, en la primera persona que perdía la vida intentando cruzar el Tapón del Darién en 2022. La información que baraja el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Panamá dice que hasta mayo, siete cuerpos, probablemente de migrantes, han llegado a la morgue de La Palma, en la provincia del Darién.
De los 46 contabilizados en total en 2021 no se sabe mucho. Son 22 hombres, 17 mujeres, y siete más cuyo sexo fue imposible adivinar tras el análisis de unos restos demasiado deteriorados. 36 adultos, tres menores y siete sin determinar. Ocho identificados, 38 sin identificar. Lo cuenta José Vicente Pachar a través de sus gafas de montura oscura, vestido de negro de arriba a abajo, camiseta, pantalones y zapatos: el uniforme de médico forense donde solo destaca en blanco su nombre —“Dr José V. Pachar”— estampado en un bolsillo a la altura del corazón.
Comparte los detalles de los 46 fallecidos sentado en una mesa de reuniones alargada, en su despacho de director del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses. Las puertas de esa institución se le abrieron a principios de los años 90, aunque lo primero que pisó de Panamá fue el norte: la provincia de Chiriquí, a orillas del Pacífico. Llegó en 1981 desde su Ecuador natal, a trabajar como médico. Por eso se siente identificado con esta situación, porque él mismo fue migrante. “Pero yo vine a Panamá hace 40 años, yo soy panameño ahora. Mi esposa, mis hijos, mis nietos, son panameños”, dice. Al principio no fue fácil adaptarse al choque cultural y climático. Él es de Quito, una ciudad a más de 2.800 metros de altura, y el calor tropical a ras de mar de la costa panameña le costó: “A tal punto que cuando empecé a trabajar, yo no salía en el día, solo salía en la noche. Me decían el vampiro”.
Es consciente de que su trayectoria es muy diferente a la de esos 46 que murieron cruzando el Darién y de los que no se sabe casi nada.
De Mariné, en cambio, sí se sabe algo más, porque Andrés quiere contarlo. Porque José Enrique, Marina, Jonathan y Mariana también quieren contarlo, aunque solo compartieran con ella un pedazo del camino.
José Enrique
Pese a todos los peligros, en lo que va de 2022, cada día siguen arriesgándose a atravesar la selva del Darién una media de 219 personas. Una torre de babel con piernas y pies que avanza formada principalmente por venezolanos, haitianos como segundo grupo mayoritario, y luego un popurrí de nacionalidades que incluye a personas de diferentes países latinoamericanos, africanos y otras que vienen de lugares tan lejanos como Nepal, Uzbekistán o India. Una torre que en 2021 se convertía en rascacielos con cerca de 134.000 afortunados logrando llegar al otro lado de este embudo y puerta espinada a Centroamérica. Una cifra que supera a la de los tres años anteriores juntos, según los datos del Servicio Nacional de Migración (SNM) de Panamá. El recuento de 2022 dice que hasta finales de mayo ya han cruzado más de 32.700, y que un 26% son mujeres y un 15% menores.
Una de esas 32.700 personas es José Enrique. Él no recuerda el nombre de la mujer del suéter negro y rosa, de ojos oscuros y piel clara que murió en el camino. O quizás nunca lo supo. Por eso cuando hace referencia a ella la llama ‘la chica’ o ‘la mujer de Andrés’. Estaban en el mismo grupo cuando les robaron. Corrió con ella y vio cómo el agua se la llevaba. Pero eso no lo cuenta ahora, eso lo contará después. Ahora se mueve a saltos con la fuerza de una sola pierna. Lleva una bolsa de basura en la mano, al final de un brazo fibrado en un cuerpo también fibrado, de exmilitar venezolano, y pasa entre las mesas de madera donde descansa mucha gente en el campamento de migrantes de San Vicente, en la provincia panameña de Darién.
Alguien le grita: “¡Ese Mocho es una inspiración!”. En el campamento todos le llaman el Mocho. Él saluda, sonríe y sigue avanzando entre pies y mochilas, pidiendo permiso para recoger plásticos, tapones de botellas y todo lo que sea desperdicio: labores sociales. Es el requisito para conseguir gratis el pasaje en bus hasta Chiriquí, cerca de la frontera con Costa Rica. Allí les hospedan en una estación de recepción migratoria que está siendo investigada internamente por denuncias de supuestos abusos y presiones a migrantes.
Esa es la estrategia panameña para controlar el flujo migratorio y evitar que nadie se quede en este país de poco más de 4,2 millones de habitantes. Un país que primero registra y luego encierra entre vallas a las personas que están migrando y que define como ‘irregulares’, igual que la mayoría de países del mundo. La diferencia es que, después, Panamá les ahorra una parte del camino, transportando esos cuerpos hasta cerca de la frontera con Costa Rica, en autobuses de compañías privadas, fletados en San Vicente y que cuestan 40 dólares por persona. Si la persona no tiene esos 40 dólares, o los tenía pero le robaron a punta de pistola mientras cruzaba la selva, deberá trabajar en el campamento en labores sociales lo suficiente como para ganarse el pasaje gratis. Como José Enrique. Las autoridades de San Vicente no hacen excepciones.
Él perdió una pierna en un accidente de moto hace ya un tiempo y con la ayuda de unas muletas y con mucha fuerza —física y de voluntad— ha conseguido marchar desde Venezuela y pidiendo en el camino llegar hasta aquí, adentrándose y saliendo de la selva sin ser ya el mismo.
—¿Qué te pasó en el Darién?— pregunto.
—Me pasaron muchas cosas, demasiadas —y baja la mirada y se le contrae la cara de niño, aunque José Enrique tiene ya 29 años—. Vi muchas cosas que no había visto en mi vida, como violaciones, como pérdida de una chica, como caídas…
Cuenta también que pasó días caminando, a veces largas horas solo, llorando, y gritándole a Dios para conseguir subir y bajar tramos muy duros.
—¿Vas hacia Estados Unidos?
—Viajé a Colombia, pero allí no me pudieron ayudar. Eran muchos recursos para la prótesis. Por eso voy a Estados Unidos, para que me den la oportunidad, a ver si puedo lograrlo. Así como me dijeron que no podría pasar el Darién, pero sí lo pude lograr.
Marina y sus dos hijas
David Foster Wallace escribió hace ya un tiempo que “todo el mundo tendría que echar un vistazo a los ojos de un hombre que se encuentra subiendo hacia lo que quisiera bajar hasta sí”. En el albergue de San Vicente hay mucha gente subiendo hacia lo que quisieran bajar. Y cogiendo impulso para saltar el precipicio que separa lo probable de lo posible en estas rutas migratorias.
En la travesía por la selva, el punto que la mayoría describe como el más duro es el que llaman la Montaña de la Muerte. Un tramo muy empinado, embarrado y difícil de caminar, donde muchos han perdido la vida al resbalar y caer. Algunos de esos cuerpos siguen allí, en los márgenes del camino. Pero también hay peligros más adelante.
“Nos apartaron, los hombres pa’ un lado y las mujeres pa’ otro. Ahí fue cuando se llevaron a las dos niñas mías. Nos dejaron ahí y a una me la trajeron como a la media hora y a la más pequeña me la trajeron a la hora”. Es el testimonio de una madre, Marina, que huyó de Venezuela para conseguir una vida digna y cruzando el Darién tuvo que sufrir y esperar mientras abusaban sexualmente de sus hijas de 12 y 14 años. Los asaltantes eran un grupo de diez hombres armados que les robaron todo lo que llevaban. Hasta los zapatos.
Marina recuerda que mientras abusaban de sus dos hijas también lo hacían de Mariné, y que después de aquello Mariné “iba llora que llora”, dice. Hasta mayo de 2022 la organización internacional Médicos Sin Fronteras (MSF) ha atendido a 112 supervivientes de violencia sexual en este camino. En 2021 fueron 328.
Cuando Marina vio que la más pequeña de sus dos niñas volvía llorando y gritando, fue a levantarse para abrazarla, pero ni eso le concedieron. La frenó uno de los asaltantes apuntándole con un arma y amenazó con dispararle si no se callaba. “Ellos ya saben quién va a venir, cuántas mujeres, quién trae plata, quién no. Ellos lo saben todo. Lo tienen todo fríamente calculado. Eso es horrible, yo no se lo deseo a nadie”.
Cuenta Marina que los asaltantes aparecieron desde diferentes puntos de la selva, creando un embudo y acorralando y uniendo a grupos que no habían empezado la travesía juntos. En uno de esos grupos iba José Enrique con sus muletas. Fue uno de los primeros a los que liberaron, pero se quedó esperando a que llegara su guía y el resto de compañeros de ruta. Entre ellos, Mariné. Llegó y se puso a su lado y los asaltantes les mandaron avanzar y correr. Corrieron y acabaron topando con el río. Estaba empezando a llover muy fuerte y el caudal crecía demasiado rápido. Aquello se estaba volviendo peligroso, pero no había otra opción: tenían que cruzar, “porque si regresábamos nos mataban a todos”, dice José Enrique.
Mariana y Jonathan
Mariana y su marido Jonathan hallaron a Andrés en el margen del río, llorando, con su hijo de seis años al lado. Y empezaron a caminar con él para intentar encontrar a Mariné: “Le decíamos: ‘Tranquilo que si no la vemos es porque está bien’”, cuenta Jonathan. Pasaron una noche entera esperando a que bajara el caudal del río y cuando amaneció, siguieron caminando durante horas y horas, todavía convencidos de volver a verla con vida, hasta que llegó un guía y les entregó el suéter negro y rosa de Mariné. “Nos dijo que estaba muerta,” recuerda Jonathan. Al escuchar aquello y ver ese suéter, el suéter de su mujer, Andrés se derrumbó. Franklin, el niño, entendió y rompió a llorar también. “Más adelante la vimos”, continúa Jonathan, “la sacamos del río y le dimos sepultura”. La enterraron de la mejor manera que pudieron, ayudándose con sus manos y unos machetes, y le rezaron una oración.
Andrés, Franklin y Mariné
48 horas después, en la mañana del 14 de febrero, el día de los enamorados, en el campamento de San Vicente el calor empieza a apretar y expulsa a la gente fuera de sus tiendas de campaña y barracones. Un día nuevo, cada vez un poco más cerca de su objetivo: Estados Unidos. Andrés deambula entre todos ellos con la tristeza más tremenda que puede haber. La tristeza de haber perdido a su mujer y de intentar seguir adelante en esa larga ruta que debería ofrecerle a su hijo una vida con más posibilidades, pero que hasta el momento solo se la está destrozando.
Para llegar al Darién habían cruzado en lancha desde Necoclí hasta Capurganá, en Colombia, acercándose al máximo a la frontera panameña. Eso suele costar unos 50 dólares, aunque depende de las habilidades de cada uno para negociar. Desde allí se habían adentrado en la selva, tomando el camino largo.
Según los registros de las personas que cruzan esa frontera, esta opción cuesta entre 100 y 180 dólares, que es lo que vale el guía en la selva. Eso conlleva pasar una media de seis días atravesando el Darién. La opción más corta y más segura cuesta alrededor de 350 dólares e incluye una lancha de Necoclí a Carreto, ya en Panamá, en la provincia de la comunidad indígena de los Kuna Yala. Por ese dinero el guía te acompaña los dos o tres días que se tarda en llegar caminando hasta Canaán Membrillo, el primer punto donde las autoridades panameñas atienden a los migrantes. Allí, como denunciaba MSF a finales de mayo de 2022, las personas que llegan “no reciben atención médica”, aunque se trate de problemas graves.
Después deben montar primero en una lancha y luego en un camión, para acabar llegando al albergue de San Vicente. A este último punto es al único al que las autoridades panameñas dejan acceder a los periodistas, salvo contadas excepciones, y no sin poner trabas. En ese albergue, MSF ha sido testigo “de las enormes carencias de protección, de atención médica o de servicios básicos, entre otras, con las que la población itinerante que llega a Panamá es recibida”.
Andrés, Franklin y Mariné estaban lejos de San Vicente, pero no les faltaba mucho para llegar a la estación de recepción en Canaán. Antes tenían que cruzar el río.
Después del robo, después de los abusos, habían llegado hasta allí junto a José Enrique y tenían que seguir avanzando bajo un diluvio cada vez más peligroso. El río se estaba convirtiendo en una masa de agua cada vez más grande que bajaba con fuerza. Andrés hizo todo lo que pudo pero no logró salvar a su mujer: “También se iba a ir el niño y agarré a los dos y pude sacar primero al niño. Me ayudó un amigo. Pero ella se me volvió a soltar. La volví a agarrar, la metí en unas piedras y vino una creciente más grande y me la zafó y se la llevó”. Ya no volvería a verla hasta muchas horas después.
Otras personas han pasado por horrores similares antes que ellos. Los torrentes y las crecidas de los ríos son la principal causa de muerte en el Darién. Aunque en la experiencia del doctor Pachar, también son un riesgo los problemas de salud previos: “A medida que pasa el tiempo se van descompensado y pueden fallecer de causas naturales en el trayecto o pueden llegar enfermos y pese a la atención médica pueden fallecer. También están los que se caen, y finalmente los que son agredidos y sufren lesiones mortales”.
Todo eso el doctor Pachar solo puede investigarlo si se lo solicita el Ministerio Público de Panamá. El instituto forense únicamente puede actuar a petición de ese Ministerio.
Los desaparecidos y Mariné
Son las 13:13h del último jueves de septiembre de 2021. La tierra removida en una esquina del cementerio de Agua Fría muestra el revés de la hierba. Al final de esa zanja alargada, un cura oficia la colocación de las bolsas blancas con cuerpos cuyos nombres han pasado a ser: “Desconocida de Bajo Grande”, “Desconocido de Río Turquesa”, “Infanta desconocida” u “Osamenta desconocida”. La ceremonia, que las autoridades panameñas llaman “entierro de solemnidad”, no se alarga demasiado y a las 13:50h la excavadora ya está empezando a tirar tierra encima de esas 15 personas que en 2021 no consiguieron sobrevivir al Tapón del Darién.
Meses después, solo una rosa blanca artificial indicará que a los pies de un árbol, bajo esa hierba verde y esos rastrojos, hay restos humanos. Sus familiares probablemente nunca lo sabrán. Por eso esas 15 personas de la fosa de Agua Fría se podrán llamar desaparecidos. Porque aunque hayan aparecido, aunque estén registrados y ubicados y si algún día alguien quisiera se podrían desenterrar, eso son de momento para sus seres queridos.
Sobre las personas que fallecen cruzando el Darién no hay estadísticas exactas porque los equipos son escasos y es peligroso adentrarse en la selva a contabilizar y a recoger. Eso es lo que cuenta el doctor Pachar y en lo que coinciden desde el Movimiento Internacional de la Cruz Roja: les faltan recursos. El director del instituto forense lo argumenta con números: “En la provincia de Darién solo tenemos un médico forense y en todo el país solo un antropólogo forense. Es una tarea que sobrepasa las posibilidades del Instituto”. Por eso han pedido ayuda internacional y están intentando montar un equipo junto con la Cruz Roja para poder recorrer ese terreno de forma segura. Porque, como dice el doctor Pachar, “según las especulaciones ahí debe de haber decenas de restos humanos”. Y aclara que ese apoyo es necesario porque se trata de “un compromiso internacional del país. Una cuestión de derecho humanitario”.
Entre esas decenas de restos humanos atrapados en la selva está Mariné, aunque a ella sí pudieron enterrarla. Desde el campamento de San Vicente, su marido, Andrés, se pasa las horas hablando con quien sea y pidiendo ayuda para conseguir que el Gobierno panameño repatríe el cuerpo, para que pueda descansar en paz junto a sus familiares, a orillas del lago Maracaibo al norte de Venezuela. No va a ser fácil. A Andrés las autoridades ya le han dicho que ese es un proceso largo y a él eso le hace desconfiar. Y en su queja, sin darse cuenta, resume en pocas palabras la dureza de migrar como le ha tocado hacerlo a él pero también a millones de personas más: “Como uno no es panameño, no es nada”.