Galicia
Trevinca, una cartografía de las llamas en la cumbre de Galiza que la Xunta ocultó

Arde Trevinca y nos enteramos por Instagram. El techo de Galicia, envuelto en llamas, no existe ni en las comparecencias, ni en los comunicados de prensa, ni en los canales sociales institucionales. En el gobierno de Alfonso Rueda, el silencio es oficial. Ante el dilema filosófico de si hace ruido un árbol al caer si no hay nadie que escuche el golpe, en la Xunta de Galicia optan por la negación. Aunque los árboles humeen, aunque sean centenares o miles los que caen y arden, como en la gigantesca ola de incendios que asola la Península, para el Gobierno gallego, si nadie observa, no existen. Ni el fuego, ni el humo, ni el bosque.
A las gentes valdeorresas que habitan allá donde la frontera le cambia el nombre a la tierra se les niega esa capacidad de percepción. Mientras Juanjo Lorenzo y Mónica Rodríguez, residentes en A Veiga, intentaban defender la Serra do Eixe de las llamas con un batelume y una mochila sulfatadora, la Consellaría de Medio Rural aseguraba no tener constancia de que aquello estuviera pasando.
“La gente se autoorganiza y aprende a combatir el fuego de generación en generación, pero nunca contra uno tan grande”, explica Pedro Domínguez, propietario de un albergue en la zona
La voz indignada de estos vecinos fue la primera en denunciar, el domingo 17 de agosto, que las llamas habían teñido de ceniza la Laguna glaciar da Serpe y la tríada de cumbres más altas del relevo gallego: Pena Trevinca, Pena Negra y Pena Surbia. Refugio de perdices pardillas, currucas tomilleras o escribanos hortelanos, junto con otras 158 especies vertebradas, las aguas glaciales, empleadas en la romanización para lavar la ganga aurífera de las Médulas, ya no reflejaban colores pastel ni la sombra de plantas carnívoras en las turberas. Esa tarde, las campanas de la iglesia de Casaio retumbaron en las gargantas de la montaña en un lamento de alerta y funeral.
Reunida de urgencia ante el rápido avance de una lengua rojiza en su dirección, la aldea se organizaba para resistir. En las casas se prepararon las mangueras como última línea de defensa y una cuadrilla se lanzó al monte con la titánica misión de evitar que la desgracia alcanzara también una joya sin museo: el teixadal, el bosque de tejos más antiguo de Galicia y uno de los más longevos de Europa.
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Mientras comuneros y voluntariado asumían sin recursos públicos esta responsabilidad, la alcaldesa del Concello de Carballeda de Valdeorras, donde se sitúan estos cuatrocientos tejos cuatro veces centenarios, afirmaba, en una llamada telefónica con El Salto, su despreocupación: “Aquí no hay ningún incendio”. Según María del Carmen González (PP), “los brotes en la sierra” que cruzaron desde Castilla y León habían quedado extinguidos el propio domingo y el resto eran invenciones de las que circulan por Internet.
Solo un par de horas después de estas palabras, en la tarde del martes 19, cuando la cuenta de la Xunta @incendios085 en X mencionaba un incendio con origen en Zamora en el Concello da Veiga de 20 hectáreas provisionales, Pedro Domínguez, uno de los que lidia diariamente con esta “tragedia ecológica y emocional”, sintió el alivio fresco de la primera descarga de un helicóptero. “En las aldeas estamos acostumbrados a que los medios fallen o tarden. La gente se autoorganiza y aprende a combatir el fuego de generación en generación, pero nunca contra uno tan grande. Sentimos injusticia y abandono. Estamos ardiendo y nos dicen que no”, recalca el propietario del albergue Ecos do Teixos.
En los días siguientes, cuando el destrozo ambiental era tan evidente que ya alcanzaba titulares de la prensa afín, Medio Rural cambió la localización del incendio a Carballeda de Valdeorras y amplió la superficie quemada a las 3.000 ha. Cuando se cumple el séptimo día de un fuego que “no existe”, con medios desplegados que se cuentan con los dedos de una mano, y las llamas avanzando sobre el suelo en el que se asentó el último gran campamento de los maquis en Galiza, Copernicus y testimonios coinciden en que ardió (o, más bien, dejaron quemar), el doble de la superficie oficial.
“Se trata del impacto ecosistémico en la flora endémica, en especies muy vulnerables. El 70% de las águilas reales, en peligro de extinción, anidan aquí”, explica Juanjo Lorenzo, ingeniero de montes y guía de montaña
El embuste de la Xunta tiene la forma de una enorme mancha de puntos calientes con una extensión que requiere de zoom out en la vista satelital. Con todo, Juanjo Lorenzo, ingeniero de montes y guía de montaña, subraya que lo relevante no es la disputa estadística o cuantitativa. “Se trata del impacto ecosistémico en la flora endémica, en especies muy vulnerables. El 70% de las águilas reales, en peligro de extinción, anidan aquí. Hablamos del paisaje mejor conservado del país gracias a que se encuentra en una zona aislada, de difícil acceso. Hectáreas y hectáreas prácticamente vírgenes que ahora están quemadas”.
Tierras altas bajo el fuego
Al igual que los tejos, el núcleo de esta historia es centenario. El que pasó en Trevinca no lo explica solo el fuego que vino de Castilla. Esta es, ante todo, una historia ourensana: de periferias y de fronteras, de despoblación y dispersión, de senectud y de sociedades rurales arrasadas por el nuevo milenio y por normativas de corbata y zapato fino. También es una historia de resistencia campesina y saberes intergeneracionales. Una en la que allá en el medio de la montaña, a más de mil metros de altura, hay casas abiertas con humo. Sucede en Trevinca, y no es poca cosa, que el teixadal tiene vecinas que le quieren bien.
Cuenta el Instituto Galego de Estatística (IGE) que el municipio de A Veiga perdió el 75% de su población desde 1981. En Carballeda de Valdeorras, hay pizarreras importantes, los vestigios de una mina de volframio explotada directamente por los nazis, y seis habitantes por kilómetro cuadrado. En A Veiga, la mitad. Allí, en esa frontera con Zamora en la que los trenes anuncian que Galicia acaba cuando vuelve la cobertura, se abre el cielo y se aplana el suelo, vive gente más vieja que la media de la provincia más envejecida de nuestro envejecido país.
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Con todo, la belleza está en los ojos de quien la mira. Visitaba Rueda la mina de A Fraguiña en el Concello de Carballeda hace poco más de tres semanas, festejándola como digna representante del “modelo de desarrollo que defiende la Xunta: ‘sostenible, respetuoso con el medio ambiente, con futuro y bien planificado’”. Sin embargo, el optimismo del presidente no es siempre compartido.
El alcalde de A Veiga, Juan Anta (PP), lamenta los agravios que ciertas formas de protección suponen para la actividad agrícola y para el mantenimiento del monte a salvo de los incendios. “Lo que no se puede hacer es que legisle gente que desconoce el territorio, o tratarlo de manera uniforme independientemente de su idiosincrasia”. Se refiere a cortar leña, abrir pastos o realizar quemas controladas, “por gente que lleva 2.000 años haciéndolas”.
“En esta zona llevamos años observando cómo la gente tiene que abandonar el uso de ganado en el monte. En Galicia, las prioridades económicas no pasan por esto”, explica el director de Sputnik Labrego.
Carlos Tejerizo, director del proyecto de investigación Sputnik Labrego, que indaga en la historia larga del campesinado y en sus formas de resiliencia y adaptación a procesos históricos que le pasaron por encima, apunta en una dirección parecida: “En esta zona llevamos años observando cómo la gente tiene que abandonar el uso de ganado en el monte. En Galicia, las prioridades económicas no pasan por esto”. En ese sentido, alude a la normativa europea y, concretamente, a las transformaciones que trajo consigo la Política Agraria Común (PAC), en tanto “evita que estas prácticas sean productivas en términos capitalistas”.
La paradoja de la (des)protección
A pesar de su altísimo valor ecológico y paisajístico, Trevinca carece de un plan específico para la prevención y extinción de fuegos. De un plan de gestión y de ordenación de los recursos naturales. De un plan, en general. El escudo con el que la normativa gallega lo protege es uno de los más endebles y el Plan de Prevención y Defensa contra los Incendios Forestales de Galicia (Pladiga) tampoco se ocupa de intentarlo solucionar. Como en Os Ancares o en O Courel.
Aunque unas 25.000 hectáreas del macizo forman parte de la Rede Natura 2000, la gran malla de espacios protegidos del continente, la pertenencia a la misma no es, per se, más que un reconocimiento simbólico. La Red, impulsada desde Bruselas en 1992 para compatibilizar la lucha contra la pérdida de biodiversidad con el desarrollo económico sostenible, fija unas vagas metas conservacionistas que necesitan de desarrollo jurídico y de gestión activa por parte de los Estados.
En el caso del español, donde las competencias recaen en las comunidades autónomas, la Xunta hizo de este deber jurídicamente vinculante una cronología de desidia. La lógica institucional fue, desde el inicio, lenta, reactiva y poco ambiciosa. Desde que el Parlamento Europeo instó a los países miembros a identificar los espacios de protección —denominados Zonas de Especial Conservación (ZEC), para proteger hábitats y especies, y Zonas de Especial Protección para las Aves (ZEPA), para conservar avifauna amenazada de extinción—, el Gobierno autonómico tardó siete años en elaborar una primera propuesta. Era tan minúscula que tuvo que modificarla cuatro veces hasta ser aceptada por la Comisión Europea en 2004.
A pesar de ser la comunidad con más kilómetros de costa y bosques del Estado, Galicia cierra el ranking en cuanto a superficie incluida en Red Natura
Desde entonces, los sucesivos gobiernos prometieron ampliarla, sin que el anuncio llegara nunca a materializarse. Hoy, a pesar de ser la comunidad con más kilómetros de costa y bosques del Estado, Galicia cierra el ranking en cuanto a superficie incluida en Red Natura. Solo el 12% de su geografía (355.000 ha) disfruta de esta categoría, frente al 28% del promedio estatal. Una falta cronificada de voluntad política que tiene expresiones de aún mayor trascendencia.
Durante casi veinte años, la Xunta obvió el deber legal de evitar cualquier deterioro significativo del medio natural o de alteración de la vida que acogen los 16 ZEPA y 59 ZEC en suelo gallego. Dos décadas sin aprobar planes de gestión y, por tanto, sin definir objetivos de conservación, sin fijar medidas necesarias para mantener o restaurar hábitats y especies, y sin regular los usos permitidos, prohibidos y condicionados de estos espacios.
Cuando por fin en 2014 el Ejecutivo gallego aprobó el Plan Director de la Red Natura 2000, se plasmó en el Diario Oficial de Galicia el esfuerzo deliberado por vulnerabilizar, más si cabe, el sistema de protección. El documento falla a la hora de identificar las amenazas, señala unas metas de conservación genéricas, no describe fuentes de financiación… Y abre la puerta a actividades extractivas y energéticas, monocultivos forestales, infraestructuras y un largo etcétera de usos que amenazan la biodiversidad en virtud de “razones imperiosas de interés público de primera orden”.
Un compendio de despropósitos que, unido a los de otras comunidades autónomas, supuso la apertura de un procedimiento de infracción de la Unión Europea contra España. Entretanto, ceniza sobre quemado. Entre 2014 y 2023, ya con el plan en vigor, el 12% de la superficie calcinada estaba en Red Natura.
Mancomunar esfuerzos en tiempos de tecnocracia
La uniformidad de la normativa de protección y la exclusión del conocimiento local, situado, de la misma supone también una forma de desamparo. Las prácticas tradicionales de uso y cuidado del territorio de las poblaciones rurales son frecuentemente invisibilizadas, desatendidas o consideradas irrelevantes. Según Carlos Tejerizo, en la Administración “prevalece, en el fondo, una idea paternalista y cientificista de que las decisiones centralizadas son mejores que hablar y dialogar con las comunidades locales”. Una desconexión estructural entre las decisiones legislativas y el conocimiento empírico y contextual sobre la gestión y cuidado del entorno que, como demuestra la presente experiencia en Trevinca, supone desaprovechar la mejor materia prima.
En Casaio, a la resiliencia húmeda del teixadal, se alió una organización sólida, con una gestión ejemplar de los recursos y capacidad de acción, que custodia, con conocimiento milimétrico del terreno, unas 8.000 hectáreas en la zona. El monte veciñal en man común, una forma de propiedad colectiva que es inalienable, imprescriptible, indivisible y inembargable, fue una barrera natural más contra el avance del fuego.
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Una herencia de futuro que en esta aldea se remonta a la Edad Media y que fue sorteando las amenazas de la privatización estatal, la industrialización y la falta de reconocimiento institucional. “Lo que estamos viviendo es fruto de un proceso de larguísimo recorrido que puede remontarse a las desamortizaciones del XIX y que se intensifica con la gestión forestal del franquismo en los años 50 y 60. Por eso, el desastre podría ser mucho mayor sin todo el trabajo previo, sin las redes de colaboración y la organización de la gente que conoce el territorio”, señala Tejerizo. Si el Teixadal de Casaio ha sobrevivido entre laderas quemadas, ha sido por la institucionalidad vecinal.
El arqueólogo afirma que la limpieza y el cuidado de la masa forestal en custodia, realizados por la comunidad de montes, son fruto de un saber transmitido de generación en generación que redunda en una defensa informada y eficiente frente a los incendios. Se conoce la distribución de los árboles, los senderos, cómo bailan las corrientes de aire en los desfiladeros o qué rinconcitos son los más vulnerables. Un bagaje que, destaca Tejerizo, difícilmente tendrá un técnico forestal sin vínculos con el contexto.
La agilidad administrativa se prioriza sobre la atención a la diversidad ecológica de los hábitats, a las diferencias culturales y de uso histórico de cada práctica
En ese sentido, en 2023 la Xunta introdujo una modificación del Plan Director de la Red Natura que incluye el reconocimiento de actividades tradicionales como medidas de gestión para la conservación, —como el cultivo de pastos, los desbroces preventivos, las quemas controladas o la creación de cortafuegos—, hasta entonces restringidos y burocratizados. Una vieja reivindicación de diversos sectores del mundo rural, que encontraban en la Rede Natura más trabas que herramientas útiles para hacer del espacio protegido un territorio vivo.
Sin embargo, el nuevo texto, surgido de un subterfugio legal que permitió al Gobierno gallego saltarse los trámites de consulta y participación pública, ofrece una flexibilización técnica formulada desde una lectura plana y homogeneizadora del territorio. La agilidad administrativa se prioriza sobre la atención a la diversidad ecológica de los hábitats, a las diferencias culturales y de uso histórico de cada práctica, y a la vulnerabilidad específica de cada espacio protegido.
Delimitar los confines de la conversación
Cuando marche el humo y vuelva el cielo, nada habrá acabado. Seguirá negra la provincia y la lluvia, cuando vuelva, lavará los montes y hará barro. Habrá otros incendios y sabremos de ellos o no. Las zonas catastróficas, quién sabe si serán historia. Quién sabe cuándo y cómo y a quién les llegarán las ayudas. Quién sabe qué será de espacios protegidos como los de la Rede Natura. Las certezas son pocas en contextos de emergencia, y son menos aún cuando el derecho a la información se pervierte de manera sistemática y con tácticas que parecen casi descuidos.
Informar de un incendio es una obligación; la manera en que se hace, una elección política. Lo era en 2012 la decisión de la Xunta de Alberto Núñez Feijóo de no informar de incendios de menos de 20 hectáreas bajo el pretexto de evitar generar alarma, que entonces dio que hablar y que ahora parece normal. Es político el flujo continuo de informaciones contradictorias sin rectificación explícita, y también la ocultación de 447 fuegos en lo que va de mes. Es político y es negligente en la medida en que informar sobre situaciones que pueden amenazar a las personas y al ambiente es una obligación impuesta por la Ley 17/2015 de Protección Civil.
El derecho a la información existe porque la desinformación tiene consecuencias muy serias para la vida. Su perversión abarca también los casos en los que se ignoran y desprecian los conocimientos y las necesidades de las comunidades y de los territorios. Obstaculiza la difícil tarea de organizarse y de distribuir con acierto recursos escasos en situaciones extremas. Incrementa las probabilidades de que se den esos episodios críticos, por falta de mantenimiento, de gente o de actividad. O por exceso de permisividad, se apunta. O por indefinición, también se dice. O por falta de diálogo, se comenta igualmente.
En un contexto de emergencia en el que la prioridad es salvar vidas, infraestructuras y núcleos de población, la responsabilidad institucional se pierde entre leyes a medio desarrollar y medios escasos
En esta niebla densa de la desinformación, la responsabilidad —administrativa y penal— de casi todo recae a menudo en un grupo concreto: personas que viven o trabajan en los montes y que son severamente castigadas por descuidos o malos usos de un territorio que nos sostiene a todas. Alba Nogueira, catedrática de Derecho Administrativo y especialista en Derecho Ambiental, reputa “un exceso absoluto” las penas de cárcel para personas que, en muchos casos, se ven envueltas en fuegos por descuidos o por el uso de prácticas tradicionales en un contexto de abandono del territorio y de cambio climático. En cambio, añade, la única penalización para la administración es, a priori, la electoral, “lo que tampoco funciona mucho”.
Con un país arrasado, resulta casi frívolo ahondar en las particularidades de un caso. En un contexto de emergencia en el que la prioridad es salvar vidas, infraestructuras y núcleos de población, la responsabilidad institucional sobre las causas e impactos profundos se pierde entre leyes a medio desarrollar, medios escasos y plazas sin ofertar, concursos congelados e informaciones erráticas. De esta manera, el fuego se convierte, cada año, en un espectacular episodio de rendición de cuentas en el que el caso de Trevinca resulta casi anecdótico. Como si la culpa fuera del árbol por no haber hecho —aún—más estruendo al caer.
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