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Gordofobia
Comprender la Andalucía gorda
Existen muchas formas de saciarse, como también distintas hambres. De estas últimas, la más radical y esquelética es la que tiene que ver con la inanición, con aquella historia que contó Martín Caparrós sobre Aisha, una mujer nigerina a la que si se le apareciese el genio de la lámpara pediría tener dos vacas. Pero también hay otra, menos acentuada y huesuda, que incluso puede llegar a engordar. Es el hambre de las ofertas de supermercado, del estrés laboral y de las dietas que rebotan. Un hambre que la mayoría de andaluces conocemos.
Según todos los indicadores, la nuestra es una de las Comunidades Autónomas con mayor riesgo de pobreza y de desempleo de la Unión Europea. También, resuelve el último Estudio Nutricional de la Población Española (ENPE), más de la mitad de los andaluces tenemos un peso superior al que —dicen— deberíamos tener. Lejos de ser una casualidad, estos datos podrían estar relacionados.
Antonia Ceballos es de Adamuz, un pequeño pueblo cordobés. Tiene 37 años y su peso es muy variable: oscila entre los 60 y los 80 kilos. Ahora pesa más, ya que está embarazada por segunda vez. Se define como jornalera, aunque terminó sus estudios en Periodismo y actualmente lo ejerce en La Poderío. Su padre fue camionero hasta 1992, cuando perdió su empleo y tuvo que sobrevivir de un pequeño campo y encadenando subsidios. Su madre, en cambio, migró a las fábricas de Barcelona, y al volver a Adamuz ejerció como ama de casa a tiempo completo y olivarera ocasional. Ella no sabe leer, y su marido apenas aprendió.
La gordura está muy relacionada con la pobreza. La gente pobre no tiene acceso a alimentos de calidad y al tiempo que requiere una alimentación adecuada
Aunque de joven ya se veía gorda, con el tiempo se ha dado cuenta de que empezó a estarlo, realmente, al entrar en el mercado laboral. Hoy está convencida de que sus condiciones de vida no fueron ajenas al aumento de peso: “Con los ritmos de periodista cocinar es muy complicado”, dice, reconociendo que decidió ingerir alimentos menos saludables. Además, haber emigrado a ciudades en las que los productos frescos son caros, como Londres o París, no ayudó.
Al contarme esto, automáticamente se me vino a la cabeza una pregunta que ella mismo respondió antes de que pudiera formularla: “La gordura está muy relacionada con la pobreza. La gente pobre no tiene acceso a alimentos de calidad y, sobre todo, al tiempo que requiere llevar una alimentación adecuada. Con lo cual, muchas veces obviamos la interseccionalidad al mirar la gordura. No digo yo que todos los gordos sean pobres, pero ahí hay un factor que mirar”.
En este sentido, los estudios nutricionales más avanzados contemplan la precariedad como detonante de una subida de peso: comida más barata y ultraprocesada, menos tiempo para hacer ejercicio o descansar, menos ánimo para realizar esfuerzo físico fuera del trabajo, peor salud mental.
Según la última Encuesta Andaluza de Salud elaborada por la Junta de Andalucía, el 56,1% de los andaluces pesa más de “lo debido”
Cabe hacer aquí una precisión. Me ayuda a ello Magdalena Piñeyro, filósofa y fundadora de Stop Gordofobia, una plataforma que busca erradicar los estigmas sociales de la gordura. Coincide con Antonia en que pobreza y grosor pueden converger, pero le preocupa que se ponga la lupa en el peso y no en el deterioro de la calidad de vida. El problema de que un menú de McDonald’s o una bolsa de Phoskitos sean más baratos y llenen más que una red de manzanas no es —advierte— coger algunos quilos, sino la discriminación alimenticia que sufre la clase trabajadora y su posible coste sanitario: “Por supuesto que tenemos que hablar de cómo lo que comemos afecta a nuestra salud, del tiempo que tenemos para el ocio, el descanso o el ejercicio físico, y de ello tenemos que hablar como una cuestión de clase. Pero la gordura no es un efecto negativo del capitalismo. Decir eso también es gordofobia y objetivación, puesto que supone hablar de nosotras como consecuencia, como un número y no como personas”.
Sobre todo, la relación entre escasez y gordura que ve Magdalena es su reverso. Algo así como si en la fotografía de los cuerpos pobres nos fijásemos más en el carrete, en el negativo, y se nos iluminase la abundancia de la delgadez. La flaqueza voluntaria es “un privilegio de clase, de personas que pueden elegir lo que comen, que pueden acceder a una determinada calidad de la alimentación, a un personal trainer o dedicar tiempo a su autocuidado”.
Ni enfermos ni sanos, simplemente gordos
La mayoría de estudios sobre obesidad se valen —entre otros indicadores— del índice de masa corporal (IMC), una razón matemática que asocia el peso y la estatura de los individuos, con la pretensión de establecer las proporciones corporales idóneas. Es ampliamente utilizado por médicos, nutricionistas, entrenadores físicos e investigadores para tratar de distinguir los pesos sanos de los mórbidos.
Lo que pocas veces se cuenta es que fue diseñado por un estadístico sin conocimientos de medicina: “El IMC mide algo, pero no separa la salud de la enfermedad: hay sobrepesos que son menos mórbidos que personas que están en tallas aparentemente saludables”. José Luis Moreno Pestaña, autor de La cara oscura del capital erótico, obra académica de referencia en el estudio de los trastornos alimenticios, tiene un discurso pausado. Parece elegir cada una de sus palabras con cuidado y durante la conversación me insiste en que recoja su adopción de la racionalidad científica, temiendo, creo, que por una malinterpretación se le confunda con un negacionista.
La cultura de dietas es clasista. Ser delgado [voluntariamente] es una cuestión de estatus
Su argumentación, en realidad, es difícilmente confrontable: el IMC ignora si la masa medida proviene de huesos, líquidos, grasas o músculos. Con este sistema, el índice de un halterófilo puede coincidir con el de una persona sedentaria. Para José Luis, “los trabajos solamente de índole cuantitativo tienen graves problemas a la hora de captar asuntos tan complejos como la salud. Creo que la comunicación científica se está basando a menudo en la proyección de titulares escandalosos, que tal vez no nos ayudan a comprender la complejidad de estos asuntos”.
Pero el verdadero defecto del IMC no es que existan errores de clasificación, sino que, comenta José Luis, patologiza la gordura sin demasiada base científica. Cuando este índice separa los cuerpos correctos de los demás, nos está diciendo que el sobrante es enfermizo. Incluso para Antonia es complicado no tener lapsus en este sentido. Durante la conversación me cuenta que siempre ha estado muy bien de salud, a pesar de estar “muy gorda”. Esa conjunción, ese pesar maldito, desvela el mandato de tener que oponer, constantemente, la gordura a la lozanía.
Que los grandes pesos sean, que ciertamente lo son, un factor de riesgo para enfermedades cardiovasculares tampoco justifica siempre su patologización. Al menos, así lo piensa la nutricionista Raquel Lobatón, especialista con más de una década de experiencia, que me ilustra con un ejemplo: está científicamente comprobado que las personas blancas tienen más posibilidades de contraer cáncer de piel y, sin embargo, a nadie se le ocurriría tratar la blancura: “Asociación que –dice- no es causalidad, y llamar a una medida arbitraria ‘peso normal’ me parece superviolento”.
Como todas las personas gordas, Antonia ha recibido desprecios. De todas sus malas experiencias rememora con especial dolor la gordofobia obstétrica
De hecho, en cualquier fenómeno mesurable la norma la indica aquello que es más común, cosa que no sucede con la obesidad, que se calcula sin tener en cuenta predisposiciones genéticas, culturas culinarias, edad o geografías. Según la última Encuesta Andaluza de Salud elaborada por la Junta de Andalucía, el 56,1% de los andaluces pesa más de “lo debido”. Es decir, basándonos en el IMC, el andaluz modal no es normal. Este tipo de paradojas, resume Raquel, favorece que convivamos con Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) no diagnosticados, como la obsesión por contar calorías, pesar la comida o ayunar, en nuestro esfuerzo por cumplir con un canon médico —y estético— poco sólido.
Así, las ganas de tener un “peso normal” impulsaron a Antonia a probar numerosas dietas adelgazantes, y en 2012 se puso en manos de una profesional. Por aquel entonces trabajaba en la televisión local de Lebrija, y sentía que “no era válida” por ser “la más gorda de la cadena”. Admite que bajo su supervisión perdió mucho peso, pero que el efecto rebote fue devastador: “Mi experiencia con las dietas es que siempre he ganado más peso de lo que he perdido. Es más recomendable tener hábitos saludables, pero para eso hay que tener tiempo y dinero”. Recuerda aquellos meses como una época de restricciones, de muchos castigos autoimpuestos y de muchos atracones: “Un infierno”, concluye.
Tanto José Luis Moreno como Raquel Lobatón son muy críticos con las dietas adelgazantes: “Sabemos muy bien cómo reducir el peso a corto plazo —dice el primero—, pero no cómo mantenerlo a largo plazo. La pérdida de peso, cuando va acompañado de 'dietas yoyó', acaba siendo más perniciosa que un sobrepeso moderado”. Raquel, además, nos aporta datos. Según esta profesional de la nutrición, está “ampliamente documentado que la mayoría de las personas que hacen dieta recuperan su peso, y muchos lo aumentan”.
En España, el 'fracaso dietético' alcanza el 81%. Además, estas dietas, como la moda, va por temporadas: “Como no funcionan, cada vez los nutricionistas nos volvemos más creativos e inventamos nuevos alimentos que comer y que restringir”. Dentro de los productos recomendados se suelen encontrar la mora, la chía o la quínoa, poco accesibles económicamente para la mayoría de la población. A vueltas, otra vez, con la pobreza: “La cultura de dietas es clasista. Ser delgado [voluntariamente] es una cuestión de estatus”.
Los dolores más comunes
Aunque generalmente no se habla de ello, las mayores afecciones vinculadas a la gordura son la ansiedad y la depresión. Tanto es así, que cualquier persona puede conocer el estado de ánimo de Antonia en función de si está más o menos delgada. Por ello no es de extrañar que su pico más alto, 85 kilos, lo tuviese en 2015 tras el fallecimiento de su padre. Anteriormente, en 2009, ya había padecido algo similar como consecuencia de otro problema personal. Además, tuvo la mala suerte de que el mundo se le vino encima mientras trabajaba en Eslovaquia, una estancia que le pareció triste, solitaria y fría. Aquel año no pudo evitar los atracones. Tampoco los vómitos provocados. Su psiquiatra le diagnosticó anorexia atípica y le puso tratamiento. Por suerte, “la medicación y mucha fuerza de voluntad” le ayudaron a recuperarse.
Como ocurre a menudo con las personas gordas, la salud mental de Antonia también se ha resentido por los desprecios que recibe por su físico. De todas sus malas experiencias rememora, con especial dolor, la gordofobia obstétrica. A Antonia le costó mucho quedarse embarazada, por lo que recibió asistencia sanitaria. Como las mujeres gordas producen menos estrógenos, sus médicos la conminaron a que adelgazara, recibiendo reproches cuando no conseguía enflaquecer al ritmo esperado.
Hubiese sido más sencillo realizar, en primer lugar, las pruebas de fertilidad a su pareja, pero los servicios sanitarios se negaron. Durante todo el proceso hicieron sentir a Antonia culpable por no adelgazar y, en consecuencia, no poder tener hijos. Pero cuando por fin lo consiguió, el escarnio no acabó. Todas las veces que acudió al ginecólogo tuvo que soportar que los sonografistas le recordasen que, con su cantidad de grasa, era imposible obtener una imagen nítida: “Es muy desagradable que vayas con toda la ilusión del mundo a hacerte una ecografía y en todas las ocasiones te echen en cara que estás gorda”.
La báscula puede decir un número, pero yo soy más que eso. Aunque los demás no lo sepan
La individualización de un asunto de salud pública —como la inseguridad alimentaria, los TCA o los problemas de salud mental derivados de la gordofobia— es habitual en las políticas sociales andaluzas. Ni la abortada Ley para la Promoción de una vida saludable y una alimentación equilibrada, ni el vigente Plan Integral de obesidad infantil de Andalucía contemplan los aspectos socioeconómicos de la gordura ni la discriminación. Se limitan, generalmente, a recomendar una alimentación concreta y ejercicio físico; es decir, los famosos hábitos saludables que, si bien beneficiosos, no son la única variable a tener en cuenta: “Es mucho más fácil responsabilizar al individuo por no tener buenos hábitos que asumir que estos problemas tienen que ver con el sistema”, indica Raquel Lobatón.
En la misma dirección mira Magdalena Pinyeiro, que puntualiza que la práctica deportiva nunca es fácil para las personas gordas, que deben de realizar sus ejercicios entre las miradas acusadoras —y también burlonas— de los demás.
Antonia ahora come mejor porque, como dice Raquel, come sin culpa. Decidió transformar su relación con la comida cuando se quedó embarazada de su primer hijo, ya que no quería trasladarle los conflictos que ella tenía. Empezó, dice, a leer mucho sobre nutrición y sobre el activismo gordo. Está mucho más feliz: “Yo he tratado a mi cuerpo peor de lo que él me ha tratado a mí. Ahora nos hemos perdonado y nos llevamos muy bien. Estamos en un momento dulce. La báscula puede decir un número, pero yo soy más que eso. Aunque los demás no lo sepan”.
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Efectivamente, la obesidad o la gordura que dicen aquí, tienen mucho que ver con la cultura y la renta. Tener sobrepeso va ligado a comprar comida barata. Pero no sólo es esto, también se puede comer medio decente con poco dinero. Andalucía es una tierra anclada en el feudalismo. Grandes extensiones de tierra, pertenecientes a familias poderosas o corporaciones agroindustriales, escasez de industria, y una cultura política muy pobre, hacen una combinación perfecta para perpetuar una situación que casi 40 años de presencia del psoe en el poder no quiso cambiar. Lo peor es que no hay remedio. En breve vamos a ver, otra vez, al PP y Vox dirigiendo la Junta hacia un desastre inevitable.