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Grecia
En Lesbos, el gobierno deja hambrientos a los refugiados
El último recipiente lleno de arroz humeante se apila sobre la mesa de trabajo junto a decenas de recipientes más. “Hemos hervido 120 kilos de arroz”, dice Ahmad, de 26 años y originario de Afganistán, mientras se pasa una mano por la frente con satisfacción. “Preparamos comidas para 2.000 personas”.
Estamos en la isla de Lesbos, en la cocina de Zaporeak, una organización vasca que lleva activa aquí desde 2018, cuando empezó a proporcionar 1.200 comidas calientes a los refugiados en la calamitosa situación del infame campo de Moria. En este edificio de la carretera de Kalloni, no muy lejos de Mitilene, se cocina todos los días y un equipo se encarga del reparto con una furgoneta, un compromiso que se ha hecho cada vez más necesario en los últimos meses. Desde el 23 de mayo, en Lesbos, quienes han recibido una denegación definitiva de su solicitud de asilo o, por el contrario, han visto reconocido su estatuto de refugiado con protección internacional, se han visto privados del derecho a recibir comida.
La denegación de comida a quienes tienen resuelta positiva o negativamente su solicitud de asilo, es una política de privación que se aplica desde hace dos años en la Grecia continental
Una política de privación que ya se aplicaba desde hace tiempo en la Grecia continental. De hecho, desde octubre de 2021, el gobierno griego había empezado a excluir a estas personas de la distribución de alimentos, a pesar de que seguían viviendo en los centros y, por tanto, dependían de las autoridades. Una política que ponía en grave riesgo su salud, condenando al hambre a miles de personas, en una situación ya crítica en la que las ONG ya denunciaban la insuficiencia del programa gubernamental que debía proporcionar tres comidas al día y agua potable a todas las personas solicitantes de asilo.
A finales de junio, había más de 500 personas sin acceso a comida en Lesbos, un cuarto de las 2.000 que vivían en el centro de Mavrovouni, el único actualmente activo, abierto como instalación temporal en otoño de 2020 tras el incendio de Moria. Pero teniendo en cuenta que la infraestructura tiene capacidad para 2.500 personas y en este octubre ya son 5.000 quienes residen en el campo, la situación se ha vuelto aún más crítica.
“En la distribución intentamos beneficiar en primer lugar a quienes ya no tienen acceso a la comida”, explica Jacob, coordinador de campo de Zaporeak, mientras coloca una gran olla llena de judías con tomate en la larga mesa metálica del centro de la sala, “también hacemos entregas en otras estructuras, como gimnasios o centros comunitarios, para llegar al mayor número de personas posible”.
En la estructura de Zaporeak también se prepara pan todos los días y se distribuye aún caliente con las raciones de comida. El menú varía diariamente: “Ayer había pasta con salsa de carne, hoy arroz con alubias y carne”, explica Ahmad. Llegó a la isla el año pasado de Turquía, cuya costa está tan cerca que desde el puerto de Mitilene se distinguen los contornos de los edificios y minaretes de las ciudades al otro lado del mar. Ahmad lleva nueve meses viviendo en el centro de Mavrovouni y desde enero colabora con Zaporeak junto a un amigo: “Me gusta esta actividad y, sobre todo, es importante en esta situación garantizar alimentos para todos”. Al final, también es una forma de salir de la ‘insegura y terrible’ realidad del centro.
Para quitar el arroz pegado al fondo, hay que meter los brazos y la cabeza en la olla grande y raspar, raspar hasta que todo esté limpio. La mañana está llegando a su fin, todas las personas voluntarias se alinean a lo largo de la mesa de embalaje, bromeando mientras trabajan a toda prisa, llenando los recipientes con movimientos rápidos y coordinados.
“¡Mira!” exclama Ahmad “uno de nosotros es diseñador, ha decorado las tapas” muestra un corazón, una figura graciosa, una zanahoria saltarina “estas las entregamos a las familias”.
En una calle estrecha y soleada que da al mar, a pocos pasos de la fortaleza de Mitilene, se abre la puerta de Siniparxi. En la amplia y fresca sala hay numerosas mesas y un largo mostrador. “Aquí ofrecemos un desayuno abundante”, explica Villy Tentoma Zervou, presidenta de la asociación, “vienen muchas familias y solicitantes de asilo individuales, pero también es una oportunidad para conocerse”. De hecho, la asociación se fundó en 1997 precisamente para promover el intercambio y el encuentro de culturas diferentes. En su propio nombre - Convivencia y Comunicación en el Egeo - se encierra la historia de quienes durante décadas han intentado abatir las barreras entre las poblaciones greco-parlantes y turco-parlantes, divididas por las amenazas de guerra de los gobiernos de Atenas y Ankara.
Siniparxi, a diferencia de muchas otras asociaciones activas en Lesbos, fue creada por habitantes de la isla y tiene fuertes raíces en esta tierra, mientras mantiene una perspectiva internacionalista
Siniparxi, a diferencia de muchas otras asociaciones activas en Lesbos, fue creada por habitantes de la isla y tiene fuertes raíces en esta tierra, mientras mantiene una perspectiva internacionalista. “A finales de los noventa, trabajamos por la convivencia con las personas llegadas de Albania, había un fuerte problema de racismo y explotación”, cuenta Giuseppina, originaria de Italia, que lleva más de treinta años viviendo en Lesbos y estuvo aquí al principio de la crisis de 2015, con el pico de llegadas a la isla: “fuimos de los primeros en organizar la distribución de ropa y sobre todo de alimentos, y pusimos en marcha un proyecto para menores no acompañados de Moria, implicándoles en diversas actividades culturales. Cursos de informática, excursiones al mar o a la montaña, visitas a lugares de interés de la isla”.
Durante la primera fase de la pandemia, Siniparxi empezó a repartir comida para cocinar, algo que ha tenido un impacto fundamental en la reciente crisis alimentaria. “A finales de mayo, cuando supimos que cientos de personas no tenían acceso a la comida, convocamos una asamblea para hacer frente a la emergencia a la que asistieron la mayoría de las ONG”, explica Villy, “decidimos unir fuerzas para hacer frente a la situación, organizando la entrega de alimentos que luego la gente podía cocinar. Fue un paso importante, porque muchas organizaciones suelen trabajar aisladas, pero en esta situación cada uno aporta lo suyo: unos se encargan de la parte administrativa, otros de encontrar los productos, otros de distribuirlos”.
“Al repartir alimentos también intentamos apoyar la autonomía de la gente, que puede cocinar lo que quiera. Pero nuestra iniciativa es una respuesta a una emergencia, no puede convertirse en la norma”
Desde las mesas a la sombra, más allá de los árboles, se ven las estructuras del centro Mavrovouni, tiendas de campaña, contenedores y módulos, cercados por una valla alta — y en parte por un muro— cerca del mar. “Para nosotros, es una decision política no trabajar dentro de los centros”, explica Silvia Lucibello, field coordinator de Paréa, un centro comunitario que ofrece espacio y apoyo a numerosas pequeñas ONG y proyectos en Lesbos, y uno de los principales puntos de referencia para les refugiades cuando llegan a la isla. La gente viene aquí a relajarse y tomar un café, a tomar clases de inglés, a jugar al baloncesto, a visitar la enfermería. Desde mayo, Paréa se ha convertido también en un punto de entrega para la distribución de alimentos promovida por Siniparxi.
Una pequeña cola se ha formada cerca de la entrada, una familia se aleja después de recoger una bolsa llena de comida. Joseph, sursudanés de 27 años, ayuda a orientarse a dos sirios que no saben inglés: “Todo el mundo viene a Paréa cuando llega aquí”, dice extendiendo sus largos brazos, “soy voluntario en Paréa, ayudo con las traducciones e intento ayudar a prevenir conflictos”. Ha estudiado Ciencias Políticas y una vez que le concedan el asilo le gustaría quedarse en Grecia, para continuar la universidad.
“La comida es una necesidad básica”, dice Silvia, “no se puede dejar a cientos de personas sin alimentos. Al repartir alimentos también intentamos apoyar la autonomía de la gente, que puede cocinar lo que quiera. Pero nuestra iniciativa es una respuesta a una emergencia, no puede convertirse en la norma. Las cosas tienen que cambiar”.