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Hemeroteca Diagonal
Clarice Lispector y la explosión de los límites
Hace 90 años llegaba a Brasil la refugiada ucraniana Chaya Pinkhasovna Lispector, una escritora que exploraría los límites de los sujetos, lo contable y lo visible.
Vida y obra se entrelazan en Clarice Lispector de una forma explícita, casi obscena, y su narración acaba convirtiéndose en ella misma, con unas palabras que, como ella, parecen estar hechas de piel, de piel herida, reconstruida.
Clarice dijo en una entrevista realizada en 1976 “Yo nací en Ucrania, pero ya en fuga”, y con eso sintetiza la que fuera su biografía y, acaso, la que fuera la esencia de su obra. Nacida, sí, en Ucrania, pronto sus padres, judíos rusos emigrados, se trasladaron a Brasil. A los diez años perdería a su madre, inaugurando quizás el sentimiento del vacío. Dentro de su país y a lo largo de su infancia viviría en distintas ciudades, hasta que inició sus estudios universitarios de derecho en Río de Janeiro.
Entonces, cual condenada al movimiento perpetuo, conocería a su marido, el diplomático Maury Gurgel Valente, a quien acompañó en sus múltiples destinos por el extranjero, hasta su separación en 1959. Regresó entonces a Brasil, con sus dos hijos, y se asentó de nuevo en una realidad cultural de la que nunca se había desvinculado del todo. Trabajando como cuentista y articulista en la prensa local, consiguió subsistir, y continuó con su labor literaria. Su obra, grito de rebeldía y expresión del límite en todos los sentidos, es el mejor testigo de una Clarice que ni tan siquiera aceptó una existencia acomodada al lado de su marido, ya que durante su matrimonio se dedicó a escribir, a cuidar a sus hijos, y a auxiliar en los hospitales a soldados brasileños heridos en la II Guerra Mundial.
Pero, si hay algo que marcó irremediablemente su trayectoria vital y literaria, fue el incendio provocado por un cigarrillo que dejó encendido al quedarse dormida, que arrasó su dormitorio y le provocó graves daños en la piel, además de limitarle la movilidad de la mano derecha y, con ello, entorpecerle la labor de la escritura. Sin embargo, como decíamos, Clarice, con la piel y el movimiento dañados, siguió adelante en su creación literaria, como grito de rebeldía, de incomodidad y de vértigo. Su literatura y su vida se articularon siempre en torno al límite –el borde–, decimos, y queremos ver algunos de los límites que hace estallar, algunos de los ejes con los que trabajó. El límite de lo visible Clarice efectúa su primer movimiento de rebeldía y de acercamiento al límite mediante la observación constante de lo cotidiano. En sus obras, narraciones que no narran sino que sienten, el ojo se asienta sobre lo que nadie ve o nadie quiere ver. Trabaja con el límite de la invisibilidad, la invisibilidad de aquello que, de tan habitual, el ojo no percibe.
Su labor parece la de congelar el instante, atraparlo y convertirlo en quiste de la existencia. El mecanismo que más se repite en todas sus obras es éste: el incidente insignificante y banal que precipita la catástrofe, la sucesión abigarrada de sentimientos (que no de hechos). Así lo veremos en la mayoría de sus cuentos, pero sobre todo en una de sus grandes obras, La pasión según G.H., donde el encuentro de la protagonista con una cucaracha en una habitación vacía de su casa da el pistoletazo de salida para el desvanecimiento de toda certeza existencial. El ojo de Clarice, ojo que mira para que el sujeto narre o sienta, se encarga, pues, de recordar constantemente que existe esa zona, ese límite difuso entre lo visible y lo invisible, onde se ubican las imágenes y los hechos verdaderamente importantes, fundamentales en la integridad del sujeto que se siente siempre amenazado. El límite del lenguaje Si hay algún límite que Clarice trabaja con especial maestría sobre los otros puede que sea el límite de la expresión, el límite del lenguaje. El encadenamiento de frases que no aparecen siquiera hilvanadas, la sucesión de sensaciones, la ausencia no solamente de la linealidad sino también de toda narración en sus obras, convierte al lenguaje en algo mudo, silente. Y, así, toda expresión se desnuda, se muestra absurda y gloriosa en su absurdidad, carente de sentido e impregnada de sensación.
Hay un lenguaje que no dice, y ése es el lenguaje que trabaja Lispector. La sensación, el misterio, lo que hay más allá de la existencia, etc., es decir, lo que ocupa a la obra de Lispector, son algo que el lenguaje no puede comprender, no puede abarcar. Y, por eso, ella trabajó con el lenguaje desarticulado desde Cerca del corazón salvaje, su primera obra publicada, hasta La hora de la estrella, publicada apenas unos meses antes de su muerte.
La crítica a la que se tuvo que enfrentar con más frecuencia fue que su literatura no narraba, sino que acumulaba basura, y es que eso es precisamente lo que hacía, trabajar con el residuo, lo no dicho y lo no enunciable, lo que le sobra al lenguaje pero que tiene que ser dicho, haciendo estallar el límite de la palabra. No en vano, una de sus frases más famosas fue “La palabra tiene su terrible límite. Más allá de ese límite está el caos orgánico. Después del final de la palabra empieza el gran alarido interno”.
Lenguaje revolucionario, lenguaje “menor” como diría Deleuze, hace estallar lo tópico y los tópicos e inunda todo de un discurso desde la otra orilla que obliga a cuestionar lo dicho y lo por decir. El límite del sujeto Al final, sucede. El sujeto observa o es observado. Narra o es narrado. Siente o es sentido. Y, finalmente, encuentra su propio límite. El sujeto es, de alguna manera, quien lanza los dardos del lenguaje que desdice todo lo dicho y quien recibe los balazos de la imposibilidad de decir. Después de la enunciación, solamente queda el sujeto. Y el sujeto, en las obras de Clarice Lispector, se articula o bien en relación consigo mismo o bien en relación con el otro. Sea como sea, el resultado siempre es el mismo: se alcanza el punto a partir del cual el sujeto deja de ser posible. La protagonista de La pasión según G. H. dirá que “el horror soy yo frente a las cosas”, para añadir: “¿Será el amor, entonces, lo que vi? Este horror, ¿será el amor?”. La soledad, la propia imposibilidad, se sienten también acompañadas, en contraste, por la certeza de los objetos y de los animales, que ayudan al sujeto a ubicarse en el vacío del no poder ser sobre el que trabaja el discurso de Lispector.
Y, como no podría ser de otra forma, esto revoluciona el discurso psicoanalítico sobre el que se asienta la cultura occidental, inventando una nueva metafísica, un nuevo sujeto capaz de existir donde no hay lugar para el ser, un nuevo lenguaje capaz de expresar su propio fracaso enunciativo y un nuevo grito lleno de silencio, para recordarnos que lo único cierto es que no hay ningún significado que pueda llamarse cierto, que todo está fragmentado, roto, y que Clarice no pretende reconstruir nada, sino ayudar a deconstruir lo impuesto. Volviendo al inicio, todo en ella no es sino fuga.
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