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Josep Fontana: “Lo que es absolutamente inaceptable es resignarse”

Maestro de historiadores y exmilitante del PSUC, Josep Fontana nos recibe en su casa de Barcelona para hablar sobre la historia de los siglos XX y XXI.

Josep Fontana 1
Josep Fontana, en 2016. Archivo Diagonal Jordi Borràs
21 may 2016 10:43

Hijo de un librero de viejo, Josep Fontana (Barcelona, 1931) se crió en la Barcelona de los años de la Guerra Civil. En ese contexto comenzó su militancia en la escuela de activismo que fue el Partido Socialista Uni­ficado de Cataluña (PSUC). Tam­bién su carrera como historiador. En 2011 escribió un libro de referencia, Por el bien del imperio, que explica la historia del mundo tras la victoria militar de Estados Unidos en 1945 y permite rastrear las circunstancias que han producido un ciclo de cambio a escala global desde el comienzo de la década de los diez. Nos recibe en su casa de Barcelona. Llueve y la conversación se prolonga durante una hora y media.

Tiene siete años cuando ter­­mina la Guerra Civil. ¿Recuerda algo de aquellos días?
Claro. Hay recuerdos extraños que te quedan grabados no sabes por qué. Recuerdo la noche del 18 [de julio]. Porque aquí el follón fue el 19, un sábado. Recuerdo pasear con mis padres por la Rambla, a primera hora de la noche, y ver un grupo de gente que estaba con el sereno, tratando de entrar en una tienda en la esquina de Rambla con la calle Fernando, que era una armería. Recuerdo eso y después cosas concretas del 19 de julio, saliendo con mi padre.

Yo vivía cerca del barrio de la catedral, recuerdo ir de la mano de mi padre y haber visto de lejos el incendio de la iglesia del Pino. Re­cuerdo una puerta de esas negras de madera apoyada en un árbol humeando, y alguna escena después en la plaza nueva delante del Palacio del Obispo, donde están tirando cosas por la ventana, y sé después que lo que están diciendo es que han encontrado allí pruebas de que estaban conspirando, etc. Lo cual era verdad, que se reunían para preparar el golpe.

Son recuerdos aislados, pero después, claro, la guerra tiene muchas cosas que son difíciles de olvidar. Las sensaciones que tienes cuando cae una bomba delante de tu casa, por ejemplo. De las puertas de los armarios que se abren, las noches cuando hay un bombardeo, cómo sales con tus padres para ir a un refugio. O el final de la guerra. En enero, cuando llegan a Barcelona, yo estoy en una torre con otra gente en Valldoreix, al otro lado de las montañas del Tibidabo y entra un soldado marroquí, fusil en mano, abriendo los armarios para ver lo que se puede llevar... Es muy difícil que estas cosas, que tienen tanta fuerza, no te dejen un impacto.

Los años de militancia se acaban con la decepción que te produce la forma en que se liquida todo

Luego la durísima posguerra.
Eso lo vivo primero simplemente como paciente. Como un niño que vive los problemas del racionamiento, del pan de maíz, etc. Y después, cuando empiezo a implicarme en la clandestinidad. Cuando ya estoy en la universidad empiezo a encontrar la línea de relación con el PSUC.

Es una historia que tiene un aspecto raro, que es el hecho de que lo que me tocara fueran multas y cosas por el estilo, y que no me llegara a tocar ir a la cárcel. Lo más que me llega es ir a pasar una noche a la Brigada Social, y otras cosas negativas, el pasaporte, etc. Pero no me toca ir a la cárcel como a mucha gente que está a mi alrededor.

Son cosas con las que vives y que te marcan. Te marcan los años de militancia, que se acaban con la decepción que te produce la forma en que luego se liquida todo. Eras perfectamente consciente de que la relación de fuerzas no iba a permitir que cuando acabase el franquismo viniese algo totalmente distinto, pero sí que esperabas, cuando menos, que el partido en el que estabas, en mi caso el PSUC, mantuviera por lo menos los mismos principios y los mismos objetivos, y siguiera luchando por ellos. Pensabas que había mucha gente que había pagado con la cárcel —y algunos con más que eso— porque estaban luchando por cambiar las cosas. Y por tanto, te parecía que el acomodo no era aceptable.

Siempre he tratado de entender ese trabajo como algo que sirve para entender el mundo en el que vives y, si no, no sirve para nada

A partir de ese momento, no tengo militancia ninguna, aunque sigo teniendo simpatía por ese partido que pudo ser y no fue. Porque realmente había llegado un momento en el que tenía una influencia y un arraigo popular considerable. Todo eso se sacrificó porque llegó un momento que el señor [Santiago] Carrillo consideró, y los demás aceptaron, que la política se hacía en el Parlamento, se negociaba por arriba, y que la gente tenía que volver a sus casas y salir sólo cuando los llamaban.

Junto a ese proceso personal, usted desarrolla su vocación como historiador, que está completamente relacionada con aquellas ideas.
Yo, siempre lo digo, he tenido tres maestros. Mi amigo Manolo Sacristán decía que no dijera eso, que era escandaloso, porque la mayoría de los españoles no había tenido ni uno.

El primero, en clases que se celebraban clandestinamente en su casa, era Ferrán Soldevila. Era un hombre que había vuelto del exilio y que se mantenía con mucha dignidad. Él me empezó a inculcar el gusto por ver qué había detrás de los documentos y de las crónicas, etc.

El segundo fue Vicens, Jaime Vicens Vives. Tenía una cosa muy clara: que el de historiador era un oficio que, o servía para implicarte con lo que estaba pasando a tu alrededor, o no servía para nada. Eso, cuando estabas viviendo en el franquismo, lo entendías muy bien.

Las circunstancias y el propio Vicens acaban conduciéndome a Vilar. Re­cuerdo que, en las muchas conversaciones que habré tenido con Pierre Vilar, en Barcelona, en París, en Granada, etc, hablábamos de lo que pasaba por el mundo, no de libros ni del pasado. Por tanto, la idea de que ése era un oficio que servía para entender el mundo en que vives, la he tenido muy clara, y he intentado seguir manteniéndola. Siempre he tratado de entender ese trabajo como algo que sirve para entender el mundo en el que vives y, si no, no sirve para nada. Para entretener contando historias no merece la pena.

Josep Fontana
Josep Fontana en su despacho de Barcelona. Jordi Borràs Archivo Diagonal
Dice que con Vilar hablaba de lo que pasaba por el mundo. Lo que pasaba era la Guerra Fría en sus distintas fases. Me imagino que usted ve el conflicto de Afganistán o la crisis de los refugiados y vuelve la mirada sobre aquella confrontación.
Intenté trabajar para descifrarme a mí mismo lo que era esa gran mentira de la Guerra Fría. Para eso hice un tocho como una catedral. Y creo que ha sido por eso, que luego he ido a hacer ese libro que aún no tiene título, que va desde el 14, y parte de lo que es el gran pánico que produce la revolución rusa del 17 y llega hasta la situación actual.

Todo el tema de la guerra islámica empezó con [Jimmy] Carter en Afganistán y sigue. Pero lo peor del caso no es que siga, es que no tiene solución posible. El único que he visto que hablaba con sentido de eso es Robert Kennedy jr., el hijo de Robert Kennedy —que precisamente fue asesinado por un asiático—, que plantea que lo que están recogiendo los americanos es lo que han sembrado durante años, y que la única solución es dejar a los musulmanes que arreglen sus problemas y construyan sus países sin meterse con ellos. Pero es una de esas voces que no va a escuchar nadie.

Es evidente que mientras desde aquí lo que se les ocurra siga seguir yendo a bombardear, van a tener la lógica respuesta. Aunque liquiden lo que ahora hay en Iraq y en Siria, están teniendo cada vez más un montón de focos en África que no va a poder resolver. Eso está sucediendo al mismo tiempo que un problema inminente que es el gran desplazamiento de los refugiados, un gran movimiento de la pobreza del sur hacia los países más ricos. Que estamos recibiendo con un giro a la derecha, defendiendo la fortaleza. Estos problemas van a marcar el futuro. El otro gran problema que tenemos es el de la desigualdad.

La gran divergencia...
La gran divergencia que decía Krugman. Precisamente Paul Krugman, que es un tipo raro porque por ejemplo está sosteniendo la candidatura de Hillary Clinton —un personaje que lleva consigo lo más sucio, lo más corrupto de lo que ha pasado— ayer o anteayer hizo un artículo de una extraña lucidez, “Las crisis de los Robber Barons”, donde plantea el panorama de unas sociedades en las que hay un auge de beneficios y riqueza que no se invierten porque, en realidad, son be­neficios de monopolio y que tiene como consecuencia que, al mismo tiempo que se siguen enriqueciendo mediante una economía “de rentistas”, esa economía no crece en el sentido de permitir que los niveles de vida de los demás mejoren y seguramente no va a permitir tampoco darles trabajo.

Si no fuera porque sabes que la especie ha sido capaz de plantar cara a los problemas y de salir adelante, dirías ‘me ha tocado una fase negra’. Me eduqué en un contexto en el que se creía que vivíamos en un mundo de progreso indefinido, en el que se creía que el mundo iba a ir siempre para mejor y me ha tocado vivir después, de mayor, la fase de descenso en que en realidad las cosas van cada vez a peor, por lo menos en términos de bienestar social. Pero bueno, mi función como historiador, lo que Vilar llamaba “pensar históricamente”, es ayudar a la gente a pensar por su cuenta, a que entiendan el mundo en que viven y por tanto, que entiendan que lo que es absolutamente inaceptable es resignarse.

¿Han sucumbido a los nuevos tiempos conceptos de entonces y que están tan relacionados entre sí como el de internacionalismo o el de lucha de clases?
Son dos temas distintos. El internacionalismo era un intento de conseguir llevar la solidaridad a escala global. Esa idea en buena medida se apoyaba en los sindicatos, en unos momentos en que el trabajador de fábrica era un elemento fundamental de la sociedad europea y la norteamericana. Ahora, eso se ha desplazado. Los trabajadores industriales hoy son mucho más abundantes en los países emergentes que en el mundo occidental. Aquí, el protagonismo de los trabajadores de fabrica ha desaparecido y seguramente eso dificulta esa solidaridad internacional.

Pero la lucha de clases está en la raíz misma de los mecanismos que generan desigualdad. El enriquecimiento proviene de que el PIB, cada vez va más a manos de esos, digamos, empresarios de las finanzas y cada vez menos va a parar a los trabajadores. Ese mecanismo funciona y se articula desde el control de la política, por tanto, claramente es un mecanismo de lucha de clases. Que las clases se definan de otra forma no quiere decir que esa disparidad social no se produzca.

El Manifiesto Comunista habla de una lucha que en un momento determinado es entre campesinos y señores feudales pero que va cambiando de sentido. Ahora, en este momento, el que está arriba se parece cada vez más al rentista. Es evidente que los términos en que se define la contraposición hay que cambiarlos, pero la idea de que eso sigue funcionando es la idea que sostendría que en realidad la mayor parte de lo que hay de positivo en las luchas sociales de la historia es la lucha por la conquista de la libertad y la igualdad, del derecho a vivir de acuerdo con tus posibilidades y del derecho a acceder por una parte a los frutos naturales y por otra a los resultados de tu trabajo. Y eso es lo que está detrás del juego siempre. Los dos derechos, a la libertad y al trabajo, son coartados por las mismas fuerzas. Por decirlo de algún modo, la Reforma Laboral y la Ley Mordaza son dos partes de un mismo proceso.

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#22248
29/8/2018 10:50

genial articulo, seguir publicando, yo no puedo hacerme socia por estar desempleada ..

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