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Dura la calle. Frío el cemento.
El parque ofrece un suelo mullido,
aunque húmedo de noche, o inundado
si llueve y, de día, gentes que importunan
con gritos, fútbol, bicicletas y carreras
hacia la nada.
Pordiosero, mendigo alcohólico, asocial. Sí,
todo eso y mucho más en esta fraternidad
con mis iguales: mis piojos, perros y pulgas,
y las costras infectadas. Soy ejemplo de aquello
que nunca debe pasar y terror de buenos
de niños desobedientes.
Sé que huelo mal, porque mi casa no tiene
ducha ni bidet, ni llave tiene; habito la ciudad
que me rechaza y teme porque fui uno más
en el autobús y el escensor. Soy el reflejo
de su posible mañana. Soy el horror a creer
en el fracaso.
Distraídos en su bla bla bla avanzan, recto
hacia mí. Los espero sonriente escondiendo
la botella. Extiendo la mano e inclino la cabeza
en gesto que sorprende y obliga a la maniobra
de alejamiento. Les deseo una avalancha de éxitos
que les aplaste.
El Tiempo es mío; también la felicidad
del policía cuando, al echarme de la plaza,
se imagina poderoso. Es mía la alegría
del perro de peluquería que al salir me ve
y reconoce un congénere en mi olor
y juntos movemos la cola.
Tú obedece al tirano ceñido a tu muñeca,
sigue atento al insecto electrónico que zumba
en tu bolsillo o cartera y corre sumiso, sacrifica
tu vida para pagar lujos asfixiantes a un esclavo,
mayor mayor aún, y déjame con mi propio tiempo
y mis animales imaginarios, como tu poder.
La ciudad es la barrica que me acoge con su luz,
miserias y vientos, donde bebo sin dejar huellas.
Pero te digo, engullón(a), tú que tragas tu parte,
la mía y la de tantos otros, no me hagas sombra,
quitate del sol, o te asalto junto a todos los seres,
y el mundo, que tan tenaz te empeñas en extinguir.
Y, ya que no te importa el planeta ni sus moradores,
no te preocupes del mañana: nuestras cenizas
volarán juntas… las mías risueñas, no sé las tuyas.
Ramón Haniotis