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Italia
¿Cuándo comenzará el transfuguismo parlamentario en el gobierno Meloni?
Hay una película que refleja muy bien la volatilidad y la imprevisibilidad del italiano en todos los sentidos. El título es Tototruffa 62, y en ella Totó trataba de venderle la Fontana di Trevi a un americano. Hay también algo de eso –la ingente capacidad de negociar todo– en la política, concretamente en un Parlamento donde brilla con luz propia el fenómeno del transfuguismo. Una barbarie para la democracia y sus electores, que puede regresar con fuerza ante una hipotética desintegración de Forza Italia tras la muerte de Berlusconi.
Por citar el último ejemplo más flagrante, de los 945 diputados elegidos en la precedente legislatura (2018), casi cuatrocientos cambiaron de partido antes de que ésta terminara. Ese dato es preocupante a nivel económico, ya que las empresas extranjeras no invierten en el país a sabiendas que no tendrá gobiernos duraderos pues cuenta con partidos débiles, sin ideología propia, por lo tanto tienen la imposibilidad de controlar a los parlamentarios, quienes además están amparados por la constitución. Y es que, al no tener un mandato imperativo, gozan de autonomía de voto y, por ende, libertad total para cambiar de chaqueta. Para reforzar o hacer implosionar un gobierno de Estado. Para ejercer de bomberos o detonar bombas.
Italia, a diferencia de muchos países americanos, es una República Parlamentaria cuyos candidatos se eligen cada cinco años. Es cierto que el número se ha reducido a seiscientos en total, y que esto podría generar menos movimiento en sillones de Montecitorio y el Senado, pero el primer ministro sigue necesitando la mayoría en las dos cámaras, algo que implica la necesidad de negociar el nombramiento de los miembros de su gabinete con los partidos que representan la mayoría. Es ahí donde comienza una incomunicación galopante obligada, para más inri, a sellar acuerdos light para sobrevivir, al menos de forma rápida sin pagar contrapartidas exageradas. Ese mecanismo es mortecino y volátil, además de inútil y contradictorio. Un latrocinio para un país ya de por sí mermado por sus problemas económicos, de burocracia y de identidad histórica.
“El fenómeno del transfuguismo ya estaba en la Italia monárquica”, afirma el periodista Alessandro Sallusti, director del diario Libero. “Nuestra unidad fue obra y gracia de los mil de Garibaldi, no del pueblo. Hasta entonces teníamos Estados, reinos, divisiones culturales y políticas que todavía están. Se creó el Comité de Liberación Nacional para evitar otro Fascismo y así fraccionar el poder, y eso ha traído cambios de partido en gobiernos cosidos con alfileres”. En algunos casos prematuros, cortos y pocos sólidos. También longevos, aunque con serios problemas de identidad ideológica. La polaridad, también, ha sido siempre una característica del belpaese.
Democracia Cristiana y Berlusconi
Desde la II Guerra Mundial, Italia tuvo setenta gobiernos con una media de 400 días en el poder cada uno. Todo un récord en Occidente, donde Alemania, por ejemplo, contabilizó tan solo 24.
El más largo fue el segundo del recientemente fallecido Silvio Berlusconi (Forza Italia; 2001-05), con tres años, diez meses y dos días. “Es cierto que la Democracia Cristiana gobernó desde 1947 hasta los noventa, arrastrada por Tangentopoli… Pero lo hizo con dentro hasta nueve fracciones contrapuestas. Lógico que el gobierno cambiara en función de los equilibrios de poder de las susodichas”, explica perfectamente Sallusti. Porque sí, dentro de ese partido centrista, que impidió al PCI y los neofascistas gobernar, De Gasperi y Aldo Moro estuvieron cinco años “en el trono” cada uno.
Tras el adiós definitivo de Il Cavaliere, la huérfana Forza Italia se ha quedado en manos de Antonio Tajani, vicepresidente del Consejo de Ministros
Giulio Andreotti, por su parte, fue siete veces premier y hasta ocho ostentó la cartera de defensa. Esto hace ver que la DC (apoyada siempre por EE UU) era un contenedor donde cabía todo con tal que asegurar su poder en el parlamento. El problema es que carecía de ideología propia y clara de partido único como siempre sucedió en la historia moderna española con PP y PSOE o incluso en Inglaterra, con toris y whigs. “Faltan grandes líderes y grandes cajones que sostengan importantes entramados políticos. No ha habido diferencia entre Berlusconi y Renzi. Esto hace ver la ausencia de raíces profundas, lo que genera consecuentemente inestabilidad. Este problema no sucedió con el líder histórico de Forza Italia, quien encadenó algunos mandatos seguidos en Palazzo Chigi”, apunta Sallusti de forma lacónica.
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Toca esperar qué sucederá con el ejecutivo Meloni, y si será capaz de sacar sus potentes dotes de líder para que el nuevo nacimiento no perezca a los trece meses, la media habitual desde hace ochenta años. Tendrá qué lidiar, seguro, con la retórica de posibles tránsfugas (propios o ajenos), pero sobre todo con la naturaleza fragmentada de la sociedad italiana, siempre guiada por coaliciones formadas con partidos sin soporte estable, débiles, demasiado personalistas y, en algunos casos, con ideales muertos antes de nacer. Más orientadas a cumplir con órdenes geopolíticas dictadas por la OTAN o Europa que a escuchar su índole y la de sus votantes. El adiós definitivo de Berlusconi no ha hecho más que subrayar este hecho. Ha descosido aún más sus ingentes incongruencias.
Negación total
De momento, tras el adiós definitivo de Il Cavaliere, la huérfana Forza Italia se ha quedado en manos de Antonio Tajani, vicepresidente del Consejo de Ministros. Con la viuda de Berlusconi en la sombra, el problema de los azzurri es que se trata de un partido excesivamente personalista, y que sin su líder y creador (en los noventa, junto a Dell’Utri) podría languidecer lentamente creando consecuentemente un Vietnam parlamentario.
Mientras que el ambiguo Renzi (Italia Viva) abre sus puertas al posible acopio de senadores y diputados fugitivos FD que escapen de la mayoría y refuercen aún más la formación (opositora) centrista, Fratelli d’Italia ha dejado claro que no está dispuesto a ser un cajón de sastre de esta hipotética diáspora que, curiosamente, también podría virar hacia un Matteo Salvini alicaído y sin rumbo en papel El crepúsculo de los dioses, cuya única ambición –quizás utópica– es erigirse como el gran heredero de Silvio Berlusconi.
La emoción está servida, aunque ahora ya sin la presencia de Totó. Sí con una Meloni soberana, de momento inflexible, hierática y pétrea. Dispuesta a no ceder, a seguir reforzando el extremismo de su partido para, a la vez, subrayar su identidad y poner contrafuertes a su ideología. En definitiva, dotarla de anti cuerpos ante posibles virus en forma de tránsfugas.