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Feminismos
I love Dick y el cuento subversivo de los deseos femeninos
Tenía seis años cuando me senté por primera vez frente al televisor a ver Blancanieves. Y reconozco que no me impresionó. Mi imaginario estaba a esas alturas inundado de heroínas infantiles con personalidades más vibrantes. Blancanieves era una protagonista de sonrisa insípida y escasa habilidad para aprender de sus errores pasados.
Sin embargo, existía en la adaptación del cuento de los hermanos Grimm un personaje que me atrapó por completo, la Reina Malvada. Sus andares hipnóticos y esa mirada de Greta Garbo me llamaron poderosamente la atención. Blancanieves, en los dominios de mi memoria, pertenece a aquel personaje sugestivo. Lo que realmente me fascinó —y he tardado décadas en entender— fue el ímpetu del personaje, una fuerza de la naturaleza movida por su deseo. Absolutamente imparable.
El deseo —en toda su extensión— siempre me asustó y fascinó a partes iguales. Es un territorio cenagoso que ignora la lógica y la ley. Es ilimitado. También es material: tensa nuestros músculos, acorta la respiración y recorre nuestra espina dorsal con una descarga eléctrica. Blancanieves fue mi aproximación primigenia al deseo y la serie I love Dick se ha convertido en la última.
La serie, dirigida por Sarah Gubbins, es un manifiesto sin florituras sobre el deseo femenino. La protagonista es una descafeinada cineasta (Chris) que viaja con su marido (Sylvère) hasta Marfa, donde éste recibe una beca de investigación. Chris queda absorbida de forma inmediata por el patrocinador de la beca (Dick), desarrollando una obsesión sexual en forma de misivas que le ayudará a encontrar su identidad creativa.
El deseo nos hace sentir culpables, me hace sentir culpable desde que con seis años vi a aquella Reina Malvada consumirse por sus propios deseos. Yo también he tenido deseos insaciables. A pesar de tener todas las comodidades necesarias me he dejado arrastrar por un deseo profundo y paralizador. Y me he sentido mal por ello, nos han hecho sentir mal por ello. Pero, ¿No es realmente lo indeseable no dejarnos arrastrar por lo que somos?La serie hace hincapié en que si el autor es un complejo entramado identitario no podemos dejar fuera ningún contenido que nos componga. La autocensura nos impide crear con honestidad.
A la gente —especialmente a las mujeres— le avergüenza sentir deseos irrefrenables. El puritanismo estadounidense filtrado a través de la lente de Disney en la década de los treinta nos dice que la cura para nuestros deseos es no perpetrarlos. Blancanieves alienta la negación de nuestros estímulos: no desees de forma desmesurada, no sobrepases los límites, no te adentres en los ángulos muertos del ser humano.
Sin embargo, a pesar del consejo de la película, de todos los libros de autoayuda de este mundo, de la autodisciplina y de la abnegación, sucede: seguimos deseando. Esa es la cuestión más interesante que destapa I love Dick: hay que liberar el deseo sin etiquetarlo, sin ese dedo acusador que señala.
Así los personajes femeninos de la serie —en un maravilloso quinto capítulo que redime otros errores argumentales— hablan frente a la cámara sobre el deseo que los mueve. Curiosamente, en la serie, los deseos de la protagonista son explicados por el análisis que hacen los personajes masculinos. Una alegoría sobre nuestros tiempos de lo más interesante.
A medida que crecemos, llegamos a reconocer los elementos moralistas de los cuentos de hadas que nos cuentan de niños: Caperucita Roja nos advierte de las cosas malas que nos suceden cuando nos alejamos del camino, La bella y la Bestia concluye en una aceptación amistosa de los matrimonios arreglados. Mientras celebramos el acto —de desear, errar o querer— somos advertidos de las consecuencias.
I love Dick no es una serie perfecta en su ejecución, pero contiene solidez en la idea de fondo. Es la reivindicación femenina en estado puro. Si todos nuestros anhelos son simplemente aleaciones del primero, esta serie propone volver al origen del problema. Para ser capaces —al fin— de darle la vuelta.