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La Colmena
El carnaval de los pobres
Como todo en este cochino mundo capitalista, el carnaval ya no es lo que era: la individualidad contra el gregarismo, la transgresión frente a la norma, la desobediencia hacia la autoridad.
Don Carnal ha perdido la batalla frente a doña Cuaresma. En Badajoz, donde mejor se vende hoy día la fiesta, existió un carnaval de los pobres, distinguido del otro carnaval oficial, el de las familias que tenían para encargar un traje o comprarlo en las tiendas distinguidas. Jornaleros, lavanderas y gitanería pacense lo hicieron suyo hacia finales del siglo XIX y principios del XX, hasta el punto de que las mismas clases pudientes quisieron prohibirlo, porque afeaba la fecha.
El carnaval de la Picuriña, tal y como lo definió Manuel Alfaro, cronista alcanforado, lo constituía lo más ordinario de estas fiestas, “exaltación del mal gusto y lo chabacano”. Mujeres vestidas de hombres, hombres vestidos de mujeres, enarbolando escobas, soplillos, tenazas y sacudidores, “gitanada molesta, ruidosa y agresiva”, “embutidos en grasientos trajes de pierrot, portando en la diestra la vara inseparable símbolo y cetro de la raza”, se concentraban extramuros, junto a los sucios fosos que salvaban la muralla y que más bien eran vertederos de inmundicias, en el Fuerte de la Picuriña, hacia la carretera de Madrid, al otro lado del Rivillas.
Mujeres vestidas de hombres, hombres vestidos de mujeres, enarbolando escobas, soplillos, tenazas y sacudidores, “gitanada molesta, ruidosa y agresiva”
De allí partía la mascarada que recorría calles cercanas a la Plaza Alta, no muy frecuentadas —ayer como hoy— por la gente del Badajoz formal. Esta, apartada de la chusma, celebraba “el otro carnaval, es decir, el de buen gusto” (Alfaro dixit), en el lado opuesto de la ciudad, con parada en la Plaza de Santo Domingo y asistencia a bailes de máscaras por suscripción en los locales de las sociedades de la época, como el Liceo, el Gimnasio o el Casino, donde lucían bellos y curiosos disfraces que, al día siguiente, la prensa burguesa comentaría con fruición, identificando con nombre y apellidos, a pesar de los antifaces, a los niños y niñas de las mejores familias.
El tiempo trajo el mercadeo de la fiesta, el despojo de la herejía, el insufrible desfile de trajes caros y tamborileo machacón de horas, días, semanas y meses de adiestramiento casi militar, expresión ajena al espíritu de Gargantúa y Pantagruel, la heterodoxia del Libro del Arcipreste o el combate que vio Brueghel el Viejo entre don Carnal y doña Cuaresma.
Nos queda la osadía, el atrevimiento, la falta de vergüenza de quien, en cualquier tiempo, se echa con libertad a la calle con ropa de cuatro trapos y desafía al establishment del consumismo sujeto a unas fechas.
¡Cráneo privilegiado!
Amech Zeravla.