
La semana política
De nubes y exilios
Hay un componente aleatorio en la actualidad política. Es una característica de la batalla de palabras. Algunas entran dentro de los campos semánticos a los que estamos habituados, otras rompen con ello, devuelven palabras desde el silencio. Los distintos frentes de la batalla de palabras se entretienen en ellas, las usan sin demasiado decoro, no ponen mucho interés en lo que significan y ninguno en lo que significaron, solo en lo que pueden sacar de ellas. Pronto se desechan.
El domingo, Pablo Iglesias comparó la situación de Carles Puigdemont con la de los exiliados de la República. El lunes, El Rubius, un youtuber famoso, anunció que se iba a Andorra huyendo de la presión fiscal. Saltó la banca. Ni el envío a Bruselas de la propuesta de reforma de las pensiones ni las dificultades o las prevaricaciones en el plan de vacunación iban a generar la misma atención en la gran refriega cultural de esta semana.
Los dos temas están relacionados de forma oblicua. Se complementan. El Rubius ha querido reafirmar que su sentimiento de pertenencia es el dinero. La economía digital de la que forma parte le ha llegado hasta el hipotálamo. Su patria es el algoritmo y las compañías del algoritmo basan su estructura de negocio en una constante huida del territorio hacia el mundo sin restricciones de la nube. Hay que esperar que Hacienda le sujete a la tierra, le recuerde que su castillo digital es de este mundo.
Los millonarios, los dueños del Ibex llevan décadas tratando el dinero como algo ajeno al territorio, expatriándolo, extrañándolo de la sociedad en la que se produce el plusvalor. Retornándolo mediante amnistías fiscales, a sabiendas de que llegará el día en que el Estado necesite cash. La patria es una fuente primaria de extracción.
El exilio es la otra cara, una afirmación opuesta a la lógica huidiza del capital. “Un viaje que sostiene un proyecto de retorno”, dice una definición clásica. Un viaje físico pero también inmaterial. Algo se queda agarrado a la tierra de la que se parte, algo que se manifiesta en forma de pérdida. El drama es que cuando se regresa, esa patria ya no es la misma: Ítaca no tiene ya nada que darte. “No sé quién soy ni quién fui”, escribió Max Aub en La gallina ciega, un epílogo, escrito tras su primer viaje a Madrid tras la derrota, de su brillante narrativa sobre el exilio.
La desactivación del potencial político del exilio durante la transición se basó en ese doble movimiento: arrinconar las ideas, ensalzar al individuo
“Parecía que a todo el mundo le había entrado una prisa incontenible por agasajarla”, apostilla la autora de la ficha de María Zambrano en Wikipedia sobre los años de la restauración democrática tras el exilio de cuatro décadas de la filósofa. La desactivación del potencial político del exilio durante la transición se basó en ese doble movimiento: arrinconar las ideas, ensalzar al individuo. La historiadora argentina Silvina Jensen reflexiona sobre el papel de legitimación de la democracia que tuvo esa generación del exilio y cómo “para que los exiliados republicanos en su retorno sirvieran a este propósito fue necesario que el hilo que anudaba el recuerdo de su experiencia de lucha y derrota con el presente fuera débil, en buena medida descontextualizado, de fuerte contenido cultural y escasa profundidad política”.
Joyas de la desmemoria moderna
El periodista Antonio Maestre, que es a su vez una referencia ética de la izquierda en diarios, redes sociales y televisión, hizo un juicio de peso sobre la comparación de Iglesias: “Banalizar el fascismo también es comparar la situación de Puigdemont con la de Max Aub o Antonio Machado”.
Aub, Machado, Zambrano, Azaña, Montseny, son nombres singulares de una historia de dolor compartida por cientos de miles de personas. Una generación perdida como consecuencia del fascismo, entreverada a través de sus descubrimientos y sus posicionamientos en las historias de tierras extrañas. Borrada y después metida con calzador, intentando no romper nada, en los libros de texto de la que entendieron como una patria que defender y que transformar. Una generación perdida de científicos, médicos, escritoras y periodistas, pero también carpinteros, agricultoras y personas que no necesitan mostrar más adorno ético que el de la derrota. A veces, como en este caso, es suficiente con eso.
Maestre defendió una consideración moral del exilio que está arraigada en la interpretación de la historia de España que se impuso en nombre del consenso. La primera controversia es si esa interpretación contribuyó a anular la discusión política. Ningún partido como el PSOE ejemplificó mejor la idea de que el exilio era un jarrón chino, bello pero un estorbo. Además es que ese consenso se ha roto. La provocación de PP, Ciudadanos y Vox con la rotura de la placa de homenaje al exiliado Francisco Largo Caballero en Madrid hizo trizas esa versión suavizada del exilio. Esta semana, la Justicia ha paralizado cautelarmente la retirada de la calle de Indalecio Prieto. El mensaje, no obstante, está lanzado.
Por eso es posible retomar la interpretación más dura y política acerca de las motivaciones de los desterrados. Bajarlos del pedestal en el que convenientemente se colocaron y devolver vigencia a sus ideas.
Pero, en efecto, hay algo de banal en la comparación de Iglesias. Tal vez no es lo que detecta Maestre, sino el hecho de que el principal factor singular del exilio es el tiempo. Puigdemont apenas lleva huido tres años, un hiato en la historia de Catalunya y de España. Un suspiro tras el estallido del pujolismo. Sin embargo, el hombre de Waterloo seguirá acumulando legitimidad moral, aquella que no tenía durante el Procés, mientras no cambie la visión del nacionalismo español, pero también de la izquierda no independentista, con respecto a los hechos de 2017. Esa es la fuerza potencial de los humillados. Que el tiempo les dé la razón, que se convierta en realidad su proclama “Spain is a fascist state”.

“La condición de exiliado o no, no la da la calidad de los materiales del alojamiento, sino las garantías de un juicio justo en el país de origen”, escribía el historiador Diego Díaz esta semana. Tras el juicio al Procés en el Supremo, tras los reiterados avisos de organizaciones internacionales sobre el encarcelamiento injusto de los Jordis, esa garantía no existe. Y esa es la legitimidad del exiliado. No conviene ridiculizarla.
Es cierto que el proyecto político de Carles Puigdemont, en condiciones normales, es un proyecto similar al de El Rubius, por lo menos cómplice con esa idea de que el dinero no tiene patria. Pero no son condiciones normales, la historia ha situado a Puigdemont y Oriol Junqueras en el principal vértice de la crisis territorial y la crisis de las instituciones democráticas. Mientras no se lance una propuesta firme de superación de esas crisis, un nuevo contrato social y federal, el hombre de Waterloo seguirá ejerciendo de imán. Será un símbolo, y nadie elige los símbolos de los otros. Las madres no eligen al youtuber favorito de sus hijas.
Si el nacionalismo español, pero también la izquierda unionista, es incapaz de escribir o hablar de Carles Puigdemont sin desplegar la gama de insultos que va desde “rata inmunda” hasta “culebra ponzoñosa”, se cierra la puerta a una interpretación de la historia reciente que permita superar el conflicto con Catalunya y presentar un proyecto de país que no aspire al exilio o a la desaparición de un sentimiento y las personas que, para bien o para mal, eventualmente lo enarbolan.
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