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La semana política
Si se puede
Sí, se puede vivir con menos de mil euros al mes. La vida no deja de ser vida cuando se cobra poco. Para quienes nunca lo han tenido que experimentar es complicado creerlo, pero millones de personas lo pueden confirmar. En condiciones normales, el sol sigue saliendo, hay amigas y hay amigos, conversaciones interesantes, momentos malos y cosas buenas. Es una vida con más problemas, eso sí. O quizá ni siquiera eso, quizá es solo que los problemas son más graves y más profundos cuando se cobra menos de mil euros al mes y no se tiene una casa en propiedad, ya pagada.
Cuando se cobra poco es aun más importante mirar alrededor, a eso que llamamos familia o entorno, y medir lo que vale un sueldo y lo que aporta, cómo funciona respecto a nuestras necesidades comunes y cuánto trabajo queda fuera de ese sueldo. La atención a niños, niñas, mayores, todo eso que llamamos reproducción de la vida. Cuando se cobran mil euros al mes, es cuando los dramas pueden convertirse en desgracias. Y los gastos imprevistos —que tres de cada diez personas reconocen que no pueden afrontar— se precipitan hasta desmontar todo el plan que, con un sueldo de menos de mil euros, es posible poner en marcha. Como, por ejemplo, tener criaturas. Si se cobra poco es difícil sostener las condiciones normales.
No hacen falta grandes cataclismos. Los problemas vienen porque a la cría se le ha roto la piñata montando en monopatín, porque el abuelo se ha muerto y a ver de dónde sale el dinero para enterrarlo, o cuando la lavadora finalmente se escacharró y todo lo ahorrado se había ido en los recibos de la luz. Y entonces sí, la vida puede empezar a dejar de ser una buena vida: según el último informe de Foessa, el 59% de las personas en situación de exclusión social ha perdido relaciones sociales por motivos económicos. Cuando se pierden relaciones y redes, en ese momento, la vida comienza a hacerse insoportable.
Los sueldos suben pero el coste de la vida también: hoy hay más personas que no pueden hacer frente a gastos imprevistos que hace 17 años
Hace 17 años, la carta “Yo soy ‘mileurista’”, enviada a El País, cambió el chip a la hora de pensar en las condiciones de precariedad que dominaban hasta entonces. El relativo escándalo generado por la interpretación que se hacía de aquella carta partía de una concepción nueva, gestada en los años 80 pero consolidada con el siglo: aquellas personas eran las víctimas individuales —da igual que fueran multitud— de una injusticia histórica. La persona que cobraba mil euros había viajado, podía enumerar algunos éxitos académicos y recogido hebras de reconocimiento entre sus pares: eso era lo escandaloso. El mileurista, quedaba claro, estaba varios escalones por encima del pobre en la escala social, el problema parecía ser entonces más la falta de estatus que la inseguridad ante el futuro. Parecía serlo, pero no lo era.
Como ha escrito Laura Casielles en La Marea, “ser ‘mileurista’ se fue volviendo algo cada vez más común, casi un rasgo generacional. Y por fin, en algún momento de los años siguientes, la cosa se torció por completo, resbalamos en los charcos de las burbujas rotas, y catapún, mil euritos pasaron a significar más bien un horizonte no siempre alcanzable. Un mínimo deseable. Un lugar de tranquilidad”.
Aquel agosto de 2005, cuando la carta enviada a El País prefiguró el estallido de la generación mejor preparada de la historia, el salario mínimo interprofesional se situaba en 513 euros. El 9 de febrero de 2022, la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, anunciaba que el SMI va a alcanzar los mil euros por primera vez en la historia. La buena noticia se enmarca, no obstante, en un contexto peligroso: la inflación sigue fuera de control. Los sueldos suben —se contempla que lo hagan también en los convenios firmados a partir de ahora— pero el coste de la vida también. Hoy hay más personas que no pueden hacer frente a lo imprevisto que hace 17 años.
Con Rivera, risas
Pero nadie contaba con que el protagonista de la semana iba a ser Albert Rivera. Ninguno como el exlíder de Ciudadanos ha representado aquel ensueño de la España esforzada que procedía de un limbo histórico en el que no existían las desigualdades de partida, solo los distintos méritos. Por eso, cuando se aireó en prensa su salida del bufete en el que trabajaba, los relatos sobre la cultura del esfuerzo volvieron a recibir un golpe de realidad. Cuando ese despacho de abogados protestó contra los “discursos vacíos” del hombre que pudo ser vicepresidente y cuando este, defensor político de la rebaja de la indemnización por despido, anunció que iba a reclamar una indemnización de 500 días por año trabajado, las dudas hacia aquellos discursos sobre el mérito se habían convertido en pitorreo y risas.
El fracaso de Ciudadanos y su huida hacia la política identitaria es la derrota de aquella idea de la meritocracia. En el “todos somos mileuristas” que se ha plasmado 17 años después del “Yo soy mileurista” hay un reconocimiento del fracaso del modelo de competitividad que ha funcionado en España hasta la crisis del covid-19.
La subida del salario mínimo a mil euros, el hecho de que haya subido un 26% desde 2018, es una prueba de la crisis en la que ha entrado el proyecto anterior: hoy los gobiernos europeos deben sustituir apresuradamente el lenguaje de la competición por uno aun balbuceante e incoherente que reconoce a duras penas que la necesidad de seguridad prevalece a la exigencia de que se reconozca un estatus. No es demasiado. El mileurismo no es una meta, sino que la demanda de este tiempo es la de lugares de tranquilidad en los que poder olvidar los discursos vacíos y retomar las viejas metas: conversaciones interesantes, encuentros con amigos, cosas buenas. Conseguir, si se puede, que los momentos malos no desemboquen en desgracias. Y, si no se puede, no rendirse hasta que sea posible.