Editorial
Cuatro años
¿Será que el 15M fue un sueño, o que el presente es una nueva versión de la pesadilla de siempre?

Hay ciclos que duran cuatro años, como el intervalo entre dos olimpiadas o dos mundiales de fútbol, el tiempo que dura una legislatura o un mandato. Pueden dar para mucho o para poco, según se mire. En el 2015, en Madrid mucha gente esperó que cuatro años sirvieran para cambiar sus vidas, o más que esperarlo, apostó por ello.
Rompiendo la tradición local, ese año el PP no se hizo con el Ayuntamiento. Claro que fue un momento de reacción a su larga y corrupta hegemonía. Y que pesó la memoria reciente del despojo de lo público consumado con orgullo thatcheriano por Esperanza Aguirre, flamante candidata a la alcaldía. Pero era más que eso. Eran otros tiempos: un ciclo que inició el 15M con una idea nueva de lo que era la participación, la democracia, la justicia. De lo que era la política misma.
Llegar al Ayuntamiento suponía una reconexión entre la calle y las instituciones, o más bien, una real conexión. Ya no se trataba de algo a recuperar, de retomar tiempos mejores. No, con el 15M a flor de piel se buscaba algo más nuevo aún que Podemos, que con solo un año de recorrido ya daba demasiadas señales de padecer rémoras del pasado.
Cuatro años dan para muchas cosas o pocas, según se mire. Dan para peatonalizar el centro, cambiar el “estilo” de mando, lanzar algunas propuestas participativas. Pero no han dado para detener los desahucios ni revertir el diseño territorial, paliar la tremenda desigualdad, combatir los dolores materiales que tienen que ver con la vivienda, pero también con el abandono de los barrios, con la percepción de no ser tenidos en cuenta.
Tampoco han dado para cortar con la cultura del pelotazo, ni poner cualquier freno a la gentrificación y al auge de la especulación con la vivienda con fines turísticos, ni a desmontar la idea de la ciudad como marca.
El mando municipal —de pulso fuertemente personalista— se ha ido desplazando hacia una realpolitik sensata y casera, en cuya formulación no caben quienes fueron parte del proyecto inicial. Y ha convertido la apuesta transformadora que lo llevó al consistorio mera anécdota, dejando a sus voces el lugar testimonial de la sugerencia, que puede ser escuchadas, o no.
Así, “la nueva política” ha transitado de la radicalidad inicial hacia un aggiornado formato que parece más próximo a Macron que al 15M. Ha acuñado un nuevo lenguaje que ya no apela a “la participación de la gente” sino a un ciudadanismo abstracto que, bajo la razón de la crisis de los partidos, se siente con las manos libres para no tener que rendir cuentas de sus actos ante nadie. Y este modelo tiene un único dispositivo de legitimación, que se activa solo cada cuatro años. Como antes. Como siempre.
El artefacto, nacido en el espacio municipal, aspira a expandirse a la Comunidad de Madrid. Errejón sería el encargado de replicarlo y legitimarlo como el signo de los tiempos, y así seguir detonando la arquitectura institucional a su izquierda, tejida laboriosamente con los réditos argumentales quincemayistas.
Noqueado aparece Podemos, entre el ninguneo de la alcaldesa y el abandono, de mala manera, de su “núcleo irradiador”. Se ha ido Ramón Espinar y no son descartables nuevas implosiones.
Dislocada IU, en un paralelogramo de fuerzas que reconoce, por una parte, fuerte cuestionamiento interno a su alianza con la formación morada y, por la otra, las dificultades de su dirección —inclinada a acuerdos con la alcaldesa—, para convencer a sus bases cada vez más proclives a tomar distancias de aquella.
Finalmente, en la tercera orilla, “los concejales críticos” —los únicos que desde hace tiempo rompieron con la regidora— tienen sus propios dilemas acerca de si presentarán candidatura alternativa.
Todo indica que se ha cerrado un ciclo y empieza otro. Uno ante lo que quizá quepa preguntarse: ¿será que el 15M fue un sueño, o que el presente es una nueva versión de la pesadilla de siempre?
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