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“La ley preciosa puesta en bien nuestro”: a los 90 años de la Ley de las ocho horas

El 1 de julio de 1931, recién celebradas las elecciones constituyentes, Largo Caballero promulgó el decreto que establecía la jornada laboral de ocho horas diarias y la obligación de pagar el tiempo extra con un incremento salarial del 25%.

profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la UAM y especialista en la historia del comunismo español

1 jul 2021 06:00

Cita Helen Graham en La República española en guerra (1936-1939) el caso de los campesinos de un pueblo que, durante las celebraciones del 14 de abril de 1931, prorrumpieron en un grito que iluminaba el contexto en que se insertaba el acontecimiento: “¡Vivan los hombres que nos traen la ley!”. Resulta significativo que, a despecho de lo que hoy alienta de nuevo el revisionismo reaccionario, el advenimiento del nuevo régimen no fuera saludado con apelaciones a la formación de soviets o toques de degüello, sino con el anhelo de que el manto protector de la ley protegiese a unas clases sociales que hasta entonces solo habían conocido de ella la aplastante sumisión al dictado de los agentes locales de un lejano poder central, la interpretación torticera de los abogados del cacique, el vergajo del capataz o la mediación inapelable del máuser de la Guardia Civil.

“¡Vivan los hombres que nos traen la ley!” era la expresión de una fe plebeya en las virtudes taumatúrgicas del código puesto al servicio de las mayorías

“¡Vivan los hombres que nos traen la ley!” era la expresión de una fe plebeya en las virtudes taumatúrgicas del código puesto al servicio de las mayorías. No era algo nuevo ni hizo falta que en la lejana Rusia cayeran coronas y altares para que tal ilusión se manifestase. En tiempos del Trienio (1820-1823), durante uno de aquellos lapsos de repliegue táctico del bisabuelo de Alfonso XIII, sedicentemente sumiso a la voluntad nacional para mejor descargar el golpe contra ella, los liberales popularizaron una variante española de la Carmagnole jacobina, una jácara dedicada a ensalzar la Constitución de 1812, “la Pepa”, y a escarnecer a sus enemigos serviles. En virtud de una interpretación de parte, el Trágala trascendió como un canto sectario por la agresiva contundencia de su estribillo (“¡Trágala, perro!”) obliterando su primera estrofa, la que reprochaba a los enemigos de la libertad la negación del bien común: “Tú que no quieres/ lo que queremos:/ La Ley preciosa puesta en bien nuestro…” .

No otra cosa era lo que esperaba en 1931 un pueblo que había asistido a la caída de la monarquía, columna basal del sistema oligárquico, y a la llegada por primera vez al gobierno de personalidades ajenas al puñado de familias que, en expresión de Azaña, acampaban en el Estado como en una finca hereditaria. Desplazados momentáneamente los militares hechos a ascender sobre la efusión de sangre conscripta, los agiotistas arrimados al trono para cortar el cupón de sus especulaciones, los gerentes de los socios de los círculos de labradores y las damas de los roperos parroquiales, las clases subalternas confiaban en un horizonte prometedor bajo un nuevo orden de cosas. Basta echar un vistazo a la correspondencia recibida por el flamante ministro de Trabajo, Francisco Largo Caballero, para percibir, casi palpar, la atmósfera del cambio. Claro que, habida cuenta de la proverbial psicología social del conservadurismo español, cabe aventurar que la idea de que un estuquista hollara las alfombras de un ministerio para sentarse detrás de un escritorio de caoba debió de ser infinitamente más perturbadora que las fantasmagorías pobladas de teas, guadañas y bombas Orsini. De ahí los feroces ataques que, pasado el primer momento de estupor, se concentraron sobre su persona. Nihil novum sub sole…

En ocho meses, el ministerio de Trabajo promulgó los decretos, luego desarrollados en leyes, de Términos Municipales (20 abril de 1931) —destinado a evitar la puja a la baja de los salarios pagados por las labores estacionales mediante la importación de mano de obra foránea, una práctica habitual de los propietarios en un mercado de trabajo estructuralmente hambreado—, de Laboreo Forzoso (7 de mayo) —para quebrar un auténtico lock-out patronal obligando a cultivar las tierras según los usos habituales so pena de expropiación y reparto—, de Jurados Mixtos (8 de mayo) —que otorgaba capacidad de interlocución a los sindicatos en los procedimientos de negociación y cumplimiento de reglas pactadas allí donde, hasta entonces, las pautas habían sido dictadas por el capricho del dedo del capataz— y la Ley de Contratos de Trabajo (21 de noviembre) —que supuso la primacía de la vertiente social del derecho sobre la ley de la jungla—.

El 1 de julio, recién celebradas las elecciones constituyentes, Largo Caballero promulgó el decreto que establecía la jornada laboral de ocho horas diarias y la obligación de pagar el tiempo extra con un incremento salarial del 25%. La jornada de ocho horas, que daba satisfacción a la reivindicación histórica del movimiento obrero —las “ocho horas para trabajar, ocho para descansar y ocho para formarse” por las que lucharon los mártires de Chicago y nació la jornada reivindicativa del 1º de Mayo— había sido sancionada legalmente en España tras la huelga de La Canadiense, liderada por la CNT en marzo de 1919, pero la posterior represión gubernamental, el pistolerismo patronal y la dictadura militar de Primo de Rivera abocaron a su incumplimiento. Primera lección: no hay derecho conquistado que no pueda ser revertido. Fue el decreto de julio de 1931 el que se propuso hacerlo efectivo de una vez y para siempre. Era, por lo demás, la trasposición al código español de los preceptos aprobados por la conferencia de Washington (29 de octubre a 29 de noviembre de 1919) que fundó la Organización Internacional del Trabajo (OIT), a cuyo Consejo perteneció Largo Caballero.

La Gaceta de la República se erigió en un arma de normatividad masiva con sentido de clase. Decretos y leyes se sucedieron con cadencia de martillo pilón y con el objetivo último de ordenar el marco jurídico de las relaciones laborales

Por primera vez en la historia contemporánea española, la izquierda incidía sobre la realidad cotidiana para transformarla mediante el poder de firma en el Boletín Oficial del Estado. La Gaceta de la República se erigió en un arma de normatividad masiva con sentido de clase. Decretos y leyes se sucedieron con cadencia de martillo pilón y con el objetivo último de ordenar el marco jurídico de las relaciones laborales: unas veces, para poner reglas allí donde hasta entonces había imperado la anomía salvaje; otras, para hacer efectivo un derecho más citado que cumplido.

El impulso del ministerio de Trabajo chocó pronto con dos elementos que ralentizaron su impulso hasta frenarlo: los morigerados objetivos de los coaligados republicanos y las embestidas debeladoras de la derecha reconstituida. Los republicanos burgueses, aun conscientes de la perentoria necesidad de sumar al proyecto de país a trabajadores manuales y campesinos pobres, no estaban dispuestos a apurar las posibilidades legales hasta unas últimas consecuencias que juzgaban como precursoras de un proceso socializante. La derecha, reorganizada en torno al paraguas de la única organización que tenía sedes y agentes en todos los pueblos y aldeas, la iglesia católica, emprendió una demoledora campaña combinada de obstrucción parlamentaria y escarnio del gobierno en las páginas de la prensa y en el ambiente propicio al bulo de los casinos. La persistencia de una miseria estructural en el campo propició, por otra parte, el estallido de revueltas campesinas locales con repertorios de acción e ideológicos en los que se mezclaban la vieja praxis de la jacquerie y la escatología anarquista.

El periodo de gracia del gobierno republicano-socialista se agotó a finales del otoño de 1931. Inmerso en debates superestructurales —la elaboración de la Constitución o el diseño territorial del Estado— y atenazado por factores desestabilizadores —la Sanjurjada de 1932 o el sofocamiento, en ocasiones brutal, de los altercados de orden público—, el vigor del reformismo social se entumeció y derivó en ruptura del bloque que lo postulaba. Dos años y medio después de la fiesta popular, los “hombres que trajeron la ley” fueron desplazados por los hombres acostumbrados a pervertirla.

La lucha de clases nunca es tan dura como cuando se libra desde arriba ni tan precisada de una gesticulación movilizadora como cuando se emprende desde abajo en condiciones de inferioridad

La lucha de clases nunca es tan dura como cuando se libra desde arriba ni tan afectada de una gesticulación impotente como cuando se emprende desde abajo en condiciones de inferioridad. Las apelaciones a la revolución formaban parte de una estrategia de defensa, de una política de contención de la reacción en defensa de lo conseguido. Pero las revoluciones no son meramente movimientos preventivos. La “Viena roja” aplastada por Dollfuss fue la prueba del nueve. Lo que algunas almas bien pensantes han querido resignificar como “bienio rectificador” (1933-1935) fue un contundente ajuste de cuentas, abundante en represalias, listas negras y desplantes ante las demandas de las clases trabajadoras.

Los equidistantes que se enjugan una lágrima con un pañuelo de seda por la tercera España que no pudo ser y que imputan a la izquierda un crescendo de retórica subversiva en torno a 1934 podrían preguntarse, por ejemplo, cómo contribuyeron a ello aquellos alcaldes que instaban a sus vecinos a “comer zarzas y República”, aquella prensa que motejaba a Azaña como el monstruo de las verrugas y los políticos que peregrinaban a Roma en afán de conspiración y en busca de armas y dinero para recomponer la España roja y rota. Eran los herederos de los que en tiempos del Trágala cantaban “La Pitita” (“Pitita, bonita, con el pío, pío, pon. ¡Viva Fernando y la Inquisición!”). Y, por lo que revelan las actitudes, los precursores de quienes instaron —y de quienes conceden— la retirada a mazazos de la placa conmemorativa a aquel ministro estuquista cuyo delito fue pretender llevar la ley al mundo del trabajo.

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