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Profesor titular del Departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de València. Autor de La condición global. Hacía una sociología de la globalización (2005), Sociología de la globalització. Anàlisi social d’un món en crisi (2013) o Ante el derrumbe. La crisis y nosotros (2015).
“No veo una tercera vía entre el comunismo y la extinción”
Franco 'Bifo' Berardi (El tercer inconsciente, 2022)
Siempre más: el patrón de funcionamiento del capitalismo
El capitalismo es, básicamente, un sistema económico mundial. Es un modo de producción y de dominación, una dinámica de inversión y expansión, una implacable maquinaria de desposesión, de producción de desigualdades y de concentración corporativa de riqueza. Un sistema que necesita de un continuo suministro de “combustible” material e inmaterial para funcionar y facilitar el “crecimiento” continuo. Pero el capitalismo también es una cultura global, un orden político burocrático basado en el Estado, la violencia y la tecnocracia. Asimismo, el capitalismo es una cosmovisión hegemónica de tintes religiosos, una fábrica de subjetividades serviles y consentimientos inconscientes. Además, funciona como una formación social corrosiva que invade, coloniza, afecta y actualmente amenaza a la totalidad de la vida en el planeta.
Pero el capitalismo, como sistema-mundo con siglos de antigüedad, también es flexible, adaptable, proteico y prometeico. Obscenamente excitante, seductor y camaleónico. Luminoso en su fachada. Por ello planteamos un ejercicio, entre impresionista y didáctico, para caracterizarlo en su prodigiosa adaptabilidad mediante el recurso a la metáfora de los colores. El capitalismo brilla constantemente a todo color, y por ello deslumbra con sus neones, destellos y efectos especiales. Las grandes pantallas publicitarias en las metrópolis globales, siempre encendidas y emitiendo constantemente sugestivos cantos de sirena, pueden constituir un buen símbolo de ese capitalismo luminoso que cuanta más luz emite y más energía consume, más pretende ocultar su enorme y creciente oscuridad. De modo que vamos a intentar descomponer esa luz cegadora que emite el capital desvelando los colores que la conforman que, en realidad, se corresponden con las diversas metas y mecanismos del sistema para garantizar su autorreproducción.
Las grandes pantallas publicitarias en las metrópolis globales pueden constituir un buen símbolo de ese capitalismo que cuanta más luz emite, más pretende ocultar su enorme y creciente oscuridad
Nuestra especulativa propuesta está inspirada en la adaptación de cierta versión de la teoría de sistemas, ya que entendemos que puede aportar claridad expositiva y facilitar la comprensión de la metáfora de los colores para abordar de manera divulgativa la caleidoscópica naturaleza del capitalismo. En este sentido, la interpretación que Fritjof Capra realiza de la teoría de sistemas puede ser de especial interés, por ser aplicable también al sistema capitalista. Según la concepción de Capra, que aquí adaptamos libremente, se pueden distinguir cuatro conceptos fundamentales para entender el funcionamiento de un sistema: patrón, estructura, proceso y significado.
El patrón se define aquí como la capacidad del sistema para autoorganizarse dinámicamente, es decir, expresa su principio de ordenación inherente, que determina las características esenciales del sistema. Aplicado al capitalismo, el patrón de organización bien se podría definir como la lógica profunda que lo anima, genera y da forma, esto es, la compulsiva necesidad de una reproducción ampliada y constantemente maximizada de la tasa de ganancia y de los beneficios (el crecer, el ganar siempre más como thelos, o propósito), todo ello mediante la explotación sistemática y psicopática de recursos materiales, de las personas y de la biosfera. O como propugna Stephan Lessenich con su concepto de “sociedad de la externalización”, el patrón histórico subyacente al capitalismo posee un esencial componente de correlatividad, pues implica concentrar jerárquicamente el bienestar en los centros del sistema (vivir relativamente bien) a costa de externalizar el malestar en sus periferias empobrecidas (vivir mucho peor). Un mecanismo, añade Lessenich, que cuenta con la aprobación tácita y la participación activa de amplias mayorías sociales de las áreas hegemónicas del sistema.
El patrón histórico subyacente al capitalismo posee un esencial componente de correlatividad, pues implica concentrar jerárquicamente el bienestar en los centros del sistema
El segundo rasgo fundamental de un sistema autoorganizado es su estructura. Mientras que el patrón es la forma inteligible de autoorganización de un sistema, la estructura es la manifestación física de dicha forma. La estructura de un sistema, según Capra, es la encarnación física de su patrón de organización. Para Capra, el patrón expresa la forma, el orden y la cualidad con que funciona el sistema, mientras que la estructura alude a la sustancia, la materia y la cantidad en que aquel se plasma. Desde nuestro punto de vista, en el capitalismo la estructura alude a tres variantes estructurales históricas con las que se ha expresado estratégicamente su patrón de organización. Tres variantes, hay que subrayarlo, que libran tres guerras: una civil entre ellas mismas, una de clase contra sus respectivos pueblos, y una ecocida contra el planeta (Gaia), pues la guerra permanente es inherente al capitalismo y constituye su principal rasgo antropológico.
La fortaleza del camaleón: los colores de la estructura capitalista
La primera de las variantes estructurales corresponde al capitalismo azul. Este ha solido ser el color característico de los partidos liberales occidentales más o menos conservadores, auténticos gestores políticos del capitalismo clásico liberal y la Revolución Industrial (desde mediados del siglo XVIII), con sus dogmas acerca de las virtudes del librecambio y la propiedad privada, la magia de la mano invisible del mercado, los logros de la competencia, la exquisita imparcialidad del derecho moderno, y esa riqueza por goteo basada en el egoísmo particular, todo ello sin embargo desmentido por la omnipresencia de un Estado fuerte, aparentemente democrático, pero siempre presto al proteccionismo, al imperialismo y al autoritarismo (siglos XIX y XX). El capitalismo azul se reinventaría desde los años 70 del siglo XX como neoliberalismo salvaje y global bajo protección estatal y corporativa, y actualmente estaría muy bien representado por una variada gama de azules expresados por esas banderas y logotipos que enuncian tanto ilusiones beatíficas (la ONU como benévolo capitalismo que promueve una civilización de la paz, la libertad y la cooperación; la Unión Europea en tanto capitalismo democrático del bienestar; el Fondo Monetario Internacional como garante de la “estabilidad” financiera; el Foro Económico Mundial-Foro de Davos como ágora de reflexión sobre los grandes problemas mundiales), como las más crudas realidades bélicas (la OTAN, siniestra encarnación del complejo militar-industrial).
La segunda variante es la del capitalismo marrón, sinónimo del fascismo, por la alusión al color de las “camisas pardas” nazis. Dicho modelo de capitalismo corresponde a los regímenes fascistas de la primera mitad del siglo XX, cuando ciertas facciones de las clases dominantes occidentales, especialmente en Alemania e Italia, y en cierto modo también Japón, apostaron por superar la crisis económica desatada en 1929 y contener el peligro de la revolución proletaria. Y lo hicieron patrocinando estados fascistas fuertemente militarizados y con ansias bélicas, dirigidos tanto al encuadramiento vertical, jerárquico y policial de sus respectivas poblaciones como a la implementación de políticas exterministas activas. Derrotados estos regímenes en la Segunda Guerra Mundial, el fascismo parece reinventarse tras los impactos generados por la crisis de 2008, y lo hace de tres formas: como neofascismo o nacionalpopulismo travestido de autocracia electoral neoliberal, al estilo de líderes como Trump, Putin, Bolsonaro, Johnson, Meloni, Le Pen, Orban o Modi; como implacable teocracia islamista inspirada en el experimento “revolucionario” iraní o en los fundamentalismos sunitas; o esbozando una agenda ecofascista corporativa orientada hacia un potencial exterminismo de alcance mundial, que ya está insinuándose obscenamente en las cada vez más numerosas “zonas de sacrificio” del sur global. En suma, el capitalismo marrón o fascista se fundamenta en la combinación explosiva de políticas de totalización cultural, movimientos de secesión de los privilegiados, prácticas de exclusión social radical (racismo, xenofobia) y horizontes de supresión genocida.
El capitalismo rojo se habría caracterizado por estar muy centrado en la extracción, la producción y la contención tanto de la competencia del capitalismo azul como del comunismo potencialmente real
La tercera variante se refiere al que podríamos denominar capitalismo rojo, en la medida que alude a aquellos regímenes surgidos a partir de la influencia de la Revolución Rusa de 1917, bautizados eufemísticamente como “comunistas” o de “socialismo real”, pero que ocultaban un capitalismo estatal monopolizado por un Partido-Estado, inspirado sobre el papel en una mezcolanza de teoría marxista, táctica leninista y dictadura estalinista. Planes quinquenales, militarización social, ortodoxia doctrinal, burocracia desmedida, industrialización estatal, campos de “reeducación”, imperialismo camuflado entre proclamas emancipadoras y élites blindadas bajo mil alusiones a la “democracia popular”. Un modelo canalizado opcionalmente mediante la vía soviética, la vía maoísta o a través de la vía “un país, dos sistemas” de la China contemporánea. Con todo, el capitalismo rojo, aun habiendo sacado a extensas poblaciones de la pobreza extrema y el patriarcado más tradicional, se habría caracterizado, esencialmente, por estar muy centrado en la extracción, la producción y la contención tanto de la competencia del capitalismo azul como del comunismo potencialmente real.
Una subvariante híbrida, a medio camino entre el capitalismo azul y el socialismo invocado por el capitalismo rojo, sería la del capitalismo naranja, situado en el marco de la democracia liberal, y que correspondería a la convicción de que es posible transformar en un sentido progresista el sistema desde dentro. Sería básicamente el caso de la socialdemocracia, ligada a las conquistas históricas de la clase obrera occidental, con sus aspiraciones de aunar libertad regulada de mercado, igualdad de oportunidades y bienestar ciudadano. Pero también entrarían en esta categoría los proyectos “bolivarianos” latinoamericanos, focalizados en la disminución de las desigualdades sociales, la reivindicación indigenista, el antiimperialismo y el deseo de consolidar la democracia política electoral.
Ni que decir tiene que estas variantes estructurales capitalistas, todas ellas fervientes defensoras del “crecimiento”, tienen en común una misma base energética que las alimenta por igual: la definida por la explotación, uso y mitificación de los combustibles fósiles (lignito, hulla, petróleo y gas natural), materializada en un industrialismo fósil en declive y responsable último del colapso ecosocial en curso. Por ello bien se puede hablar de un trasfondo energético de capitalismo negro: productivista, depredador, tecnodependiente, sucio, contaminante y decididamente ecocida.
El capitalismo ha ido encontrándose con sus límites, que le han llevado de poder reproducirse en un contexto secular de abundancia a tener que hacerlo en un panorama de escasez
Además de las variantes capitalistas señaladas, están las adaptaciones estratégicas adoptadas por el capitalismo para reciclarse, sostenerse y resignificarse en tiempos de crisis multidimensional del sistema, posibilitando nuevos ciclos de acumulación. Dicho de otro modo, durante las últimas décadas el capitalismo ha ido encontrándose con sus límites más duros, que le han llevado de poder reproducirse en un contexto secular de abundancia a tener que hacerlo en un panorama sobrevenido de escasez, derivado de su propia dinámica corrosiva. Ante el agotamiento sistémico, el “capitalismo cansado” (en expresión de Luís Arenas) precisa hallar nuevas oportunidades de extracción y negocio, así como disponer de renovados mecanismos de legitimación.
La primera de las adaptaciones estratégicas remite al denominado capitalismo verde, que presenta diversas manifestaciones que van desde las ficciones mercadotécnicas en presunta clave ecológica del greenwashing, pasando por el socioliberalismo ecológico (fusión “verde” entre socialdemocracia y neoliberalismo), hasta los programas políticos del Green New Deal (como reversión tecnooptimista regulada de la crisis ecológica). En última instancia se incentiva la ilusión de que es posible compatibilizar “responsablemente” el desarrollo sostenible y el consumo masivo con los mitos del progreso y el crecimiento económico, conciliando dicha compatibilidad con los límites ecológicos que derivan del hecho de vivir en un planeta finito. Por supuesto, mientras se apuesta retóricamente por el desacoplamiento de crecimiento y consumo de recursos, el negocio y la concentración capitalista se amplían y se materializan corporativamente en términos “verdes” y “renovables”.
La segunda adaptación estratégica corresponde al capitalismo gris, que tiene que ver tanto con el clásico uso de la tecnología y la tecnocracia para desarrollar la industria y las finanzas - con la ciencia normativa de escudera -, como con la puesta en marcha de una suerte de capitalismo cognitivo, virtual, informacional o de “plataforma” (Nick Srnicek), basado en la extracción y explotación digital del conocimiento en forma de datos. Unos datos generados por los usuarios en internet, a modo de materia prima de la que grandes plataformas extraen la plusvalía. En este marco “productivo”, las vidas monitorizadas y precarizadas por la economía digital del capitalismo de la vigilancia, por otra parte insostenible energética y ecológicamente, proporcionan la información necesaria que posteriormente es debidamente procesada y convertida en una mercancía sujeta a la compraventa con fines de lucro (Shosanna Zubhof). De esta forma aumenta la capacidad psicopolítica de control y represión por parte de las grandes corporaciones, mientras se difunden glamurosas consignas en torno a las virtudes económicas de la inteligencia (“artificial”), la disrupción y la flexibilidad.
El capitalismo morado-rosa incluye la instrumentalización comercial de los discursos emanados de los movimientos sociales vinculados a sectores tradicionalmente discriminados
Existe otra adaptación estratégica, centrada en un determinado nicho de mercado, que se podría denominar como capitalismo morado-rosa, que incluye la instrumentalización comercial de los discursos e ideas emanados de un amplio espectro de movimientos sociales reivindicativos vinculados a sectores y discursos tradicionalmente discriminados, como el feminismo, el pacifismo, el antirracismo, el altermundismo, el anticolonialismo, las causas revolucionarias, el movimiento antinuclear, las reivindicaciones en clave LGTBI+, la defensa de las minorías, el medio ambiente, los derechos civiles y los derechos humanos, o valores como la equidad, la justicia social, la solidaridad y fraternidad. El argumento central, como señalan Joseph Heath y Andrew Potter, es que “la rebelión vende”, de modo que el capitalismo puede obtener beneficios económicos, así como en términos de hegemonía, al resignificar y asimilar como bienes de consumo de masas las aportaciones de la contracultura y las cosmovisiones altersistémicas. De esa forma, dichas cosmovisiones, debidamente depuradas, banalizadas y liofilizadas por la gran industria cultural, acaban perdiendo su sentido político contestatario o subversivo para convertirse únicamente en una nueva moda, que además sirve publicitariamente a los intereses de los dominadores.
Para abordar la cuarta adaptación estratégica hay que constatar una paradoja: el hambre de espiritualidad y trascendencia provocada por la condición destructiva del capitalismo contemporáneo ha alumbrado un nuevo “nicho de mercado”, el del capitalismo espiritual o capitalismo blanco. Este se refiere a la creciente mercantilización de la esfera psicoespiritual, despojada de sus aspectos más profundos, críticos y transformadores. Cómo en otros ámbitos de la producción y el consumo, también en el dominio de lo trascendente ha ido emergiendo una ambicioso mercadeo de creencias, pseudoterapias, “canalizaciones” y gurús de diversa procedencia, aderezadas con productos new age, ocurrencias de inspiración ”oriental”, técnicas de coaching, obras de autoayuda y prácticas meditativas adaptadas para el “crecimiento personal”. Todo ello para alimentar rentables negocios surgidos de la desesperación existencial de tantos individuos ante un mundo a la deriva. Lo espiritual abducido, absorbido y procesado por el mundo de los negocios como acicate del neoliberalismo y estímulo para el individualismo y la resignación social. El sistema cerrando el círculo: del weberiano espíritu del capitalismo al postmoderno capitalismo espiritual.
Una carrera hacia el abismo: el capitalismo como proceso
El tercer rasgo principal de un sistema es el proceso. Según Capra, la estructura física de un sistema es resultado del proceso de materialización de su patrón de organización subyacente. El proceso es el enlace entre patrón y estructura. Por tanto, desde la perspectiva de los sistemas existe un proceso en curso a través del cual la estructura del capitalismo se crea y se mantiene conforme a su patrón de organización intrínseco, produciendo sus innumerables manifestaciones, que conforman la vida social contemporánea. Y con ellas también su posible colapso.
En lo esencial el proceso ha consistido en que durante siglos el capitalismo, siempre externalizando sus costes, ha ido acelerando y creciendo sin consciencia de sus límites, todo ello en un contexto de negocios sin fin marcado por un horizonte de abundancia, progreso y beneficios. Pero en las últimas décadas el proceso ascendente se ha frenado y virado hacia una era de crisis estructural, desorden sistémico y un horizonte de escasez: la “era de las consecuencias”. Dicho de otro modo, y utilizando los sugerentes términos que emplean Bernd Sommer y Harald Welzer, tras una larga “modernidad expansiva”, el proceso ahora parece dirigirse de forma forzosa hacia una “modernidad reductiva”. Esta describiría la condición decadente, desintegrada y mortecina de un capitalismo amarillo (en realidad amarillento), como sinónimo de capitalismo crepuscular-otoñal (en expresión de Juan Bordera y Antonio Turiel), y quien sabe si de capitalismo terminal.
Según Collins, las guerras, el acaparamiento de los recursos, el desastre ecológico y las enfermedades pandémicas se convertirán en las nuevas minas de oro
Craig Collins nos deja una inquietante descripción de lo que puede ser constituir la deriva ya iniciada del capitalismo amarillo, la nueva etapa del proceso experimentado por el sistema. En opinión de Collins, un capitalismo sediento de energía y sin poder crecer, por fuerza ha de volverse catabólico, entendiendo el catabolismo como un conjunto de mecanismos metabólicos de degradación mediante el cual un ser vivo se devora a sí mismo. Para Collins, a medida que se agoten las fuentes de producción rentables, el capitalismo se verá obligado a obtener beneficios consumiendo los bienes sociales que en otro tiempo creó. Al canibalizarse a sí mismo, la búsqueda de ganancias agudizará la espectacular caída de la sociedad industrial, de modo que el capitalismo catabólico sacará provecho de la escasez, de la crisis, del desastre y del conflicto. Una genial secuencia cinematográfica resume la situación: los hermanos Marx quemando “más madera” para que la locomotora que conducen alocadamente, casi sin combustible, siga funcionando, aunque resulta que la madera la extraen desguazando los propios vagones del tren, que poco a poco van desapareciendo…
Según Collins, las guerras, el acaparamiento de los recursos, el desastre ecológico y las enfermedades pandémicas se convertirán en las nuevas minas de oro. El capital se desplazará hacia empresas lucrativas como la ciberdelincuencia, los préstamos abusivos y el fraude financiero; sobornos, corrupción y mafias; armas, drogas y tráfico de personas. Cuando la desintegración y la destrucción se conviertan en la principal fuente de beneficios, el capitalismo catabólico arrasará todo a su paso hasta convertirlo en ruinas, atracándose con un desastre autoinfligido tras otro. Lo cual refleja muy bien lo que podríamos conceptualizar como capitalismo del colapso. En síntesis: una rentable autodestrucción amarilla.
El paraíso terrenal: el capitalismo como significado
Para Fritjof Capra existe un cuarto factor, el del significado, que debe tenerse en cuenta en el estudio de los sistemas, pues se refiere al mundo interior de la consciencia reflexiva en el ámbito de lo social sistémico, que en el caso del capitalismo remitiría a los imaginarios, mitos, creencias, símbolos, liturgias, narrativas y relatos, que actúan como factores cohesionadores y legitimadores del sistema.
Desde este punto de vista se puede hablar de un capitalismo dorado, en la medida que expresa el mito de un sistema que promete conseguir una especie de versión secularizada y materialista del paraíso terrenal. Un reencantamiento en formato consumista de la escatología judeocristiana, con su ideal de la tierra prometida. En esta promesa se incluyen todas las exaltaciones de conceptos como crecimiento, desarrollo, emprendimiento, progreso, libertad, riqueza, ciencia, industria, tecnología, bienestar, prosperidad, florecimiento, abundancia, opulencia y lujo. El capitalismo encarnando el mito de El Dorado, mientras la democracia realmente existente funciona como su hada madrina.
El capitalismo dorado expresa el mito de un sistema que promete conseguir una especie de versión secularizada y materialista del paraíso terrenal
El problema estriba en que, en la actual fase catabólica del capitalismo, las elites corporativas que lo comandan parecen haber apostado por un imperativo categórico kantiano totalmente invertido y pervertido. Se sintetiza, como sostiene Lessenich, en la frase: “Vive y deja morir”, que quiere decir externalización mundial de los costes sistémicos en todas las direcciones, con su trágico reguero de muros alzados y abandonos institucionalizados, para mayor protección y beneficio de unos pocos centros dominantes. Y ahí estriba el núcleo de la cuestión: en que pese a la galopante decrepitud del sistema, este mantiene todavía activo el poderoso hechizo de su significado. El capitalismo es esencialmente un mito, y mientras se crea en él masivamente, casi religiosamente, sus promesas siempre incumplidas seguirán seduciendo y fascinando. El sistema colapsará indefectiblemente, pero si el mito que lo sostiene colapsara antes, cosa poco probable pero no imposible, todavía podría haber motivos para evitar los peores escenarios. Eso, o trabajar desde ahora mismo en un mito mejor que no se base en la promesa sino en el hacer, en el apoyo mutuo en comunión con Gaia. Un mito cuya esperanza en el logro consista en no esperar.
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Gracias por este fértil análisis. Trabajemos en el hacer común con Gaia!!