We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Pensamiento
Salvar al soldado Kant (o cómo proteger la democracia)
Lo único que sostiene ese triángulo entre libertad, responsabilidad y democracia, que favorece nuestra condición de ciudadanía, es algo escurridizo: una relación de confianza, un acto de fe, nada religioso, sino humano donde habita la más profunda de nuestras libertades.
“La llibertat no és cara per escassa, sinó escassa perquè s'ha de guanyar.”
Joan Salvat-Papasseit
La responsabilidad presupone la democracia, es decir, la democracia empieza con la responsabilidad de cada uno. Admitir este principio es dotar a la condición humana de su libertad en un marco socio-político de convivencia. Hacer lo contrario es propio del absolutismo. Así lo diseñó el contractualismo liberal materializada por la moral ilustrada: piensa en la humanidad como un fin y no como un medio, categoriza el imperativo kantiano.
Lo que posibilita nuestra convivencia es nuestra conducta libre y responsable. Si no existe la libertad (de elección) difícilmente podremos asumir nuestra responsabilidad. Por lo tanto, nuestro Estado poco tendrá que ver con una democracia. Lo paradójico, es que lo único que sostiene ese triángulo entre libertad, responsabilidad y democracia, que favorece nuestra condición de ciudadanía, no es algo tan estable y rígido a lo que poder agarrarse y construir un animal moral obediente y tolerante —si hay obediencia ya no hay libertad… y no hay democracia—, sino algo más escurridizo: una relación de confianza, un acto de fe, nada religioso, sino humano donde habita la más profunda de nuestras libertades: la voluntad, pues la confianza se encuentra siempre en la convicción de que el prójimo, y eso es algo imprevisible, actuará responsablemente.
Pero como es mucho suponer sobre la buena voluntad de la gente, vivimos cada vez más en la desconfianza. La globalización ha facilitado la interconexión social a escala mundial: de forma física, corpórea: podemos viajar por todo el mundo permitiendo una mayor interrelación entre unos y otros; y luego virtual: mantener esa interacción por redes sociales o conociendo directamente usuarios que campan por internet. Pero, al mismo tiempo, la globalización neoliberal impuesta, ha revelado nuestra vulnerabilidad. Ha edificado un sistema de desigualdad tan enraizado y violento que ha propiciado, como poco, un clima de desconfianza entre ciudadanos y un recelo permanente de la ciudadanía a los políticos pero también a la inversa: de los políticos a la ciudadanía.
La ciencia política se ha apresurado a demostrarlo durante esta cuarentena. Al preguntar a la gente si estaban cumpliendo el confinamiento y si pensaban que los demás también lo cumplían, llegaron a la conclusión de que el ciudadano se ve a sí mismo incorruptible, un ser que no se deja amedrentar por el Mal y pasaría sin esfuerzo un detector moral; mientras que el ciudadano ve a los demás como un egoísta e irresponsable, un tipo o tipa que no dudaría en expectorarte en la cara a la más mínima oportunidad. Así lo confirmaba la ESS (European Social Survey): la confianza entre la ciudadanía española es de las más bajas de Europa, lejos de los liberales nórdicos que resuelven sus diferencias con menos litigios que los españoles, y cerca de Hungría, Francia e Italia. El estudio también señala que la confianza es más baja de los ciudadanos hacia los políticos españoles solo por detrás de la de Italia.
El sesgo de atribución está muy extendido en Twitter: cuánto mayor sea el escarnio público mayor sensación de dominio y superioridad moral tendremos sobre el resto
A juzgar también por la gestión punitiva del gobierno español con la crisis del coronavirus (más de un millón de multas, según Amnistía Internacional) es lógico intuir que el Estado vea a la sociedad como un menor de edad sin criterio propio, un soldado raso que debe castigarse por la vía de la férrea disciplina. Porque ante la magnitud de convertir la catástrofe de la pandemia en una guerra y la constante transparencia informativa de afectados y muertos se propaga el miedo: la kryptonita de la confianza. Es entonces, desde el miedo, cuando el ciudadano asume que hay que ser más autoritario y aplicar medidas que nunca aceptaríamos bajo otras circunstancias para salvaguardar nuestra seguridad. Lo ha vuelto a demostrar la ciencia política: en un estudio de la Universidad de Barcelona, un 56,7% de los españoles sacrificarían sus derechos y libertades.
Así que, si tenemos un Estado (una democracia) que funciona con el mazo y no con la confianza necesaria hacia su ciudadanía, obtendremos a cambio el mismo comportamiento ciudadano que conculca el Estado. Nos veremos con la autoridad moral de reprimirnos e insultarnos unos a otros y atacarnos desde los balcones y las redes sociales. Seremos todos presos y carceleros a la vez, disfrutando de los apaleados y detenidos por los excesos policiales que inundan nuestros móviles sin pensar el coste del prejuicio que implica estigmatizar y deshumanizar al otro.
La neurociencia tiene una explicación para este tipo de comportamientos que producen un placer inusitado en el insulto, el sesgo de disponibilidad: cuánta mayor sea la sensación de caos mayor será la certeza de que quien no hace lo que haríamos nosotros es un delincuente en potencia; y el sesgo de atribución, muy extendido en Twitter: cuánto mayor sea el escarnio público mayor sensación de dominio y superioridad moral tendremos sobre el resto.
No es de extrañar entonces que recobrar la confianza entre todos sea un asunto político —individual y colectivo— de vital importancia para garantizar que nuestra libertad camine hacia un Estado de derecho y no hacia un Estado autoritario que nos amordace y nos controle —presagio distópico— a favor de la seguridad. No podemos olvidar que la tarea requiere que el poder democrático actúe respetando la libertad de cada uno de nosotros sin diferencias, porque en esa libertad hay también la inmanencia del deber ciudadano que constituye nuestras democracias. El liberalismo profundizó en nuestra individualidad, pero la vida comunitaria nos enseñó que nuestros valores individuales requieren de unos compromisos que deben dirimirse desde nuestra responsabilidad civil, desde una ética ciudadana.
Recordar, casi tres siglos después, cuál es nuestro sistema de libertades individuales parecería una boutade ridícula, pero la pandemia ha allanado el peor camino para las democracias liberales
Voltaire decía que la libertad era la capacidad de actuar según la ley que hemos acordado entre todos, es decir, obedecer una ley en tanto que no impida tu libertad de acción. Pero Descartes, como nos contó Sartre en La libertad cartesiana (1947), no se quedó solamente en una libertad relativa cuya voluntad estaba determinada por la ley como la de Voltaire o Rousseau: fue mucho más lejos: “Descartes comprendió perfectamente —escribe Sartre— que el concepto de libertad comportaba la exigencia de una autonomía absoluta, que una acción libre era una producción absolutamente nueva cuyo germen no podía estar presente en ningún estado anterior del mundo, y que por lo tanto, libertad y creación no eran sino una y la misma cosa”.
La autonomía de la voluntad de la que hablaban Descartes, Sartre o Kant, que se alejó del cristianismo, era la libertad de acción determinada por uno mismo, pues actuar con responsabilidad es hacerlo aunque no hubiera ninguna ley en la Tierra que te castigase. Somos libres de robar un coche o atracar un banco, pero si no lo hacemos porque tememos que un policía nos detenga, un juez nos condene o Dios nos castigue, entonces no estaremos actuando con responsabilidad, sino más bien por precaución. La autonomía de la libertad, decía Kant, no puede estar condicionada por ninguna otra voluntad que no sea la del propio individuo.
Recordar, casi tres siglos después, cuál es nuestro sistema de libertades individuales parecería una boutade ridícula, pero la pandemia ha allanado el peor camino para las democracias liberales. La desconfianza social y la confusión sistemática entre política y moral privada por parte de un Estado que ve a una sociedad ignorante, a su ciudadanía incapaz de valerse de su propio criterio, es la oportunidad que esperan los poderes autoritarios para poner a prueba nuestro sistema de valores. Porque, desde la Ilustración, el principio que sostiene una democracia es la confianza en que cada persona ejercerá responsablemente su autonomía. Es la respuesta que le dio Kant, en 1784, al clérigo Johann Friedrich Zöllner: “La Ilustración consiste en el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la capacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro… ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio criterio!; he ahí el lema de la Ilustración”.