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Derecho a la vivienda
Una visita al zoo especulativo-inmobiliario de Madrid
Tras mucho buscar, encontré casa: un pequeño apartamento para mí sola en el centro de la ciudad, sin conflictos ni comisiones de agencia, directo de propietaria. Tuve suerte. Mi casera buscaba a alguien tranquilo que le cuidara estos treinta metros cuadrados en los que vivo, mientras ella forma una familia en una casa más grande, a las afueras. Estamos contentas y estableciendo una relación de confianza, tanto que me ha autorizado para participar en las juntas de propietarios de la finca. Y yo, que probablemente nunca sea propietaria, me he sentido casi como una niña que visita por primera vez el zoo y se sorprende y maravilla, a la vez que algo le huele realmente mal, a mierda de leones, o algo así.
En la reunión, todos los asistentes rodean a un espécimen singular, parece el macho alfa de la manada. Se trata del administrador de fincas, una especie bastante común en la ciudad: alto, con el pelo engominado, camisa con escudito (lo suficientemente grande para que se note que es de marca, lo suficientemente pequeño para que no parezca ostentoso), cinturón con bandera española, del que cuelga un gran mosquetón (al más puro estilo san pedro y símbolo de su poder) con las llaves de todas las fincas que administra; pantalón bien planchado, mocasines de ante y, lo más importante, un gran cartapacio azul donde registra todos los avatares de este edificio.
El administrador insiste en que él no decide nada, que, como su nombre indica, solo administra y lleva adelante las decisiones de la comunidad; sin embargo, conoce al dedillo todas las leyes y normativas regionales y no deja de aconsejar (o incluso persuadir) al resto de la manada sobre qué acciones serán mejores para ahorrar gastos y revalorizar la propiedad: “Hay que esperar al técnico del Ayuntamiento para que haga un informe de las obras de acondicionamiento del inmueble, luego pedir tres presupuestos en distintas agencias, no se preocupen ustedes [¡nos habla de usted!], conozco a varias empresas que nos pueden ayudar con esto y ya, más adelante, solicitamos una subvención y podemos iniciar las obras, que no les supondrán un gran desembolso y revalorizarán la finca”.
Pronto, muy pronto en la reunión, descubro algo que me aterra (casi como la primera vez que escuché un rugido de un animal salvaje): de todas las participantes de esta junta vecinal, solo tres habitamos el edificio: estoy yo misma (única en mi especie, arrendataria con voz en junta) y dos especímenes propietarios y habitantes. Se trata de un varón joven (parece una especie procedente de otro lugar, nos mira desde un rincón, apenas habla) y una señora (claro prototipo de vecina del barrio de toda la vida que mira mucho el móvil, hace preguntas y toma notas en una libreta).
De todas las participantes de esta junta vecinal, solo tres habitamos el edificio: estoy yo misma (única en mi especie, arrendataria con voz en junta) y dos especímenes propietarios y habitantes. Todos los demás asistentes poseen casas que no habitan y las alquilan a otras personas
Todos los demás asistentes de la junta, incluyendo la presidenta de la comunidad, poseen casas que no habitan y las alquilan a otras personas. Casi como mi casera, podría pensarse, pero no, existe una gran diferencia entre ella y estos seres. Me doy cuenta de que ellos no hablan con los arrendatarios, no saben qué sucede en las viviendas, se sorprenden (incomodan, casi) cuando les contamos las dificultades habituales de convivencia (exceso de ruidos, falta de limpieza, rencillas en el uso de zonas comunes, pequeños desperfectos, cucarachas...); y nos llegan a culpar a los habitantes (a los tres presentes en la reunión y a los no presentes, especialmente a los no presentes que proceden de otros países) y proponen soluciones que van desde el racismo (¿por qué no aprenden nuestras costumbres? Seguro que hay cucarachas porque no limpian lo suficiente) a, otra vez, la rentabilidad (¿por qué no contratamos otro servicio de limpieza que funcione mejor y nos cueste menos?).
Una señora, de especie claramente privilegiada y cañí, bronceada (en mayo), con larga melena rizada con mechas, americana celeste, camiseta ajustada con motivos florales, vaqueros y esparteñas de cuña, también carga una gran carpeta, llega a decir, con acento chulesco, que le parece una “gitanada” (literal) que haya ropa tendida en los patios, que afean los espacios comunes y que cada familia debería limitarse a habitar la vivienda que alquila, sin hacer uso de zonas comunes. Curioso espécimen esta señora, que se acerca mucho (en el espacio y en opiniones) al ya mencionado administrador de fincas. Pienso que si él fuera el león, ella sería una hiena.
El tema a debatir, principal punto del orden del día, no es la humedad en los pisos bajos (al parecer, construyeron el inmueble sobre un río), ni las cuestiones, ya mencionadas, de limpieza o convivencia vecinal; sino la pertinencia o posibilidad de instalar un ascensor que, por supuesto, revalorizaría la finca y facilitaría a cualquier especie, no solo a las aladas, subir con facilidad a las cotas más altas del edificio. La polémica se abre: los poseedores (que no habitantes) de los pisos bajos se niegan en rotundo a ese plan, que les supondría mucho gasto sin ningún beneficio; los poseedores (que no habitantes) del primer piso podrían llegar a querer que se instalara el ascensor, pero le preocupan los gastos y ven otras necesidades más perentorias; los poseedores (que no habitantes) de pisos más altos sí quieren ascensor, pero se trata de pagarlo entre todos, y a las tres habitantes del edificio que tenemos derecho a voz y voto no nos parece una prioridad: opinamos que estamos en buenas condiciones de salud y que nadie lo necesita realmente (en el bloque somos buenos ejemplares del ser adulto e independiente que se basta por sí mismo, sin necesitar a nadie más, o eso creemos). Antes de instalar el ascensor, habría que solucionar los problemas de humedad y lo de la cerradura de la puerta, así que votamos en contra.
Parece que hay una clara mayoría que se opone a la instalación del ascensor, que conllevaría muchos gastos, obras incómodas y posibles daños a un inmueble de inicios del siglo XX. Y en un inesperado giro de guión, la señora de especie claramente privilegiada y americana celeste interviene: “pero es que mi voto vale por seis”. Descubro entonces, estupefacta (como cuando descubrí que las urracas acumulan objetos brillantes como tesoros en sus nidos y que pueden llegar a matar a picotazos a quien intente arrebatarle algo), que este espécimen de larga melena y americana celeste (a quien, por abreviar, llamaré “Celeste”) posee seis viviendas que no habita (entre ellas, las de mis vecinos, pared con pared, que pagan 200 euros de alquiler más que yo por los treinta metros cuadrados de nuestros respectivos apartamentos).
Celeste se expresa claramente a favor de la instalación del ascensor que le permitiría subir el importe del alquiler de sus seis propiedades. El administrador abandona (de nuevo) su falsa neutralidad y se alinea muy a favor de Celeste: un ascensor revalorizaría la finca, incluso para los bajos, cuyos propietarios tendrían que poner alguna derrama para los costes, pero no sufragar gastos de mantenimiento y podrían (otra vez la maldita palabra) revalorizar sus viviendas y alquilarlas por algo más de dinero. Hay debate, encendido debate. La vecina-propietaria insiste en que estamos priorizando rentabilidad sobre habitabilidad y el otro vecino-propietario que hasta el momento no había hablado, nos revela que trabaja en una constructora y que no ve viable la instalación de un ascensor, que habría que destrozar la escalera (hierro forjado y madera de pino, de inicios de siglo XX) y sustituirla por otra más “funcional”.
“Ya está, tengo que alquilar una vivienda de los pisos altos a una persona de movilidad reducida, a una anciana que no pueda subir bien las escaleras y así la comunidad estará obligada a instalar un ascensor. Le pongo el piso más barato y luego subo el precio cuando revalorice”, dice Celeste
El administrador persiste: “Si nos presentamos a los planes de accesibilidad del Ayuntamiento y expresamos nuestra voluntad de hacer accesible el edificio, nos podrían dar una subvención de hasta un 70% del precio total de las obras. Y se podría hacer en los patios, así no se toca la escalera y se impide que haya tendederos por todas partes. Es más, si alguien de los pisos superiores lo requiriera (por dificultades de movilidad o edad avanzada), la comunidad de vecinos se vería obligada a iniciar los trámites para presentarse a los planes de accesibilidad e instalar el ascensor”.
Y entonces a Celeste, se le ilumina la mirada y descubre la solución para lograr instalar el ascensor: “Ya está, tengo que alquilar una vivienda de los pisos altos a una persona de movilidad reducida, a una anciana que no pueda subir bien las escaleras y así la comunidad estará obligada a instalar un ascensor. Le pongo el piso más barato y luego subo el precio cuando revalorice”. (Prometo que no he inventado nada, dijo esto mismo). En ese momento descubrí que me había equivocado en la metáfora, ella era el león, macho alfa de la manada especuladora, y el administrador era la hiena que siempre acompaña a los felinos para alimentarse de los restos que dejan (con todos mis respetos para los leones y las hienas que me parecen mucho más dignos y respetables que estos seres).
La vecina-propietaria se indignó y yo también, los de los bajos seguían sin estar de acuerdo y el vecino-propietario-constructor seguía diciendo que esas soluciones eran inviables técnicamente. Tras no llegar a ningún acuerdo, cerramos la sesión, trasladando el tema del ascensor a la siguiente junta. Cada ser se fue a su casa, yo solo tuve que subir dos plantas. Imagino que Celeste y el administrador tendrán grandes propiedades con jardín en las afueras de la ciudad, pagadas (en el caso de Celeste) con los alquileres que recibe de las numerosas propiedades que no habita y (en el caso del administrador) con la administración de tantas viviendas, poseídas por personas que no las habitan y especulan con ellas. Y me enciendo, porque la vivienda es un derecho, no un bien de mercado para el lucro de unos pocos.
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Pocos días después de esta reunión, la policía desalojó, sin previo aviso, la Ingobernable, un centro social en el centro de Madrid, para construir ahí un nuevo hotel de lujo. Este desalojo es uno más de los que el Ayuntamiento ha llevado a cabo este año (el solar maravillas, la dragona, la enredadera, el EVA de arganzuela, la gasoli...), siguiendo con sus planes para eliminar centros sociales en la ciudad y fomentar un modelo de turismo masivo, hipotecas y alquileres caros.
Antes de que la noticia del desalojo de la Ingo trascendiera en medios o en círculos activistas, ya había al menos una decena de tweets, muy recientes, con hashtags como #stopokupas y #Madrid centro sin okupas, de perfiles que decían ser vecinos del barrio que celebraban y se congratulaban por el desenlace de la okupación
Me enteré temprano del desalojo de la Ingo, a una amiga le llegó un mensaje poco claro en telegram con unas fotografías borrosas, que podrían ser, prácticamente, de cualquier lugar y me preguntó. Me pareció un rumor, me costó creerlo. Entré en twitter para ver si me enteraba de algo más y, a eso de las 10 de la mañana, cuando la noticia aún no había trascendido en medios ni en círculos activistas, ya había al menos una decena de tweets, muy recientes, con hashtags como #stopokupas y #Madrid centro sin okupas, de perfiles que decían ser vecinos del barrio y celebraban y se congratulaban del desalojo.
No me explico cómo estos supuestos vecinos del barrio (especie en peligro de extinción desde que comenzó el proceso de gentrificación en la ciudad) pudieron conocer, antes que las activistas de la propia ingo, el desalojo de este espacio y expresar su júbilo. Me pregunto si serían perfiles falsos pagados por el Ayuntamiento y los propietarios del edificio recién desocupado que, al igual que los anuncios de alarmas para evitar robos y okupaciones que salen en televisión, quieren desacreditar a este colectivo y crear un estado de opinión contrario a la okupación, para seguir fomentando el modelo de especulación inmobiliaria, tan valorado por el Ayuntamiento y sus secuaces.
Pensé que seguramente Celeste y el administrador de fincas también se estarían congratulando de esta desocupación y sentí que habíamos perdido esa partida, que el Ayuntamiento y los especuladores nos van ganando, que van a seguir haciendo negocios con nuestro derecho a la vivienda, desalojando centro sociales y expulsando a las vecinas de toda la vida para gentrificar y turistizar Madrid. Y me puse muy triste. No sé si quiero seguir viviendo en este zoo.