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Memoria histórica
Antonio Zozaya, el escritor republicano distinguido con la Legión de Honor
Recurrimos a las palabras desde el sentimiento de la lluvia, que hoy nos ha alcanzado fugazmente monte Adrados arriba, mientras se abría la mañana. Lo hacemos con un autor que ha quedado diluido en el mortero arbitrario de las enciclopedias y, sobre todo, en la noche de silencio, olvido y desprecio a la cultura que perpetró la dictadura franquista. Antonio Zozaya y You (1859-1943) fue otro de los miles de republicanos que se nos murieron en México poco después de verse obligado a tomar el amargo camino del exilio al término de la guerra de 1936.
Abogado, escritor y filósofo, se le considera uno de los mejores cronistas de su tiempo. Fue también traductor de las obras más importantes de la historia de la filosofía, desde Aristóteles y Platón a Stuart Mill y Bacon. Inició su actividad periodística en el diario republicano La Justicia en 1889, del que fue director, y en el que utilizaba para firmar sus artículos en nombre de Carlos Christian Federico Schüler, fundador del krausismo, que tanta influencia tendría en la creación de filosofía educativa de la Institución Libre de Enseñanza. De La Justicia pasó a escribir en el diario El Liberal, en el que destacó por sus crónicas sociales y humanísticas de clara orientación progresista y republicana, en las que denunciaba las desigualdades sociales y hasta mostraba un incipiente feminismo.
Con la fundación del diario La Libertad, Zozaya se decantó por un periodismo más de izquierda, formando incluso parte del accionariado del periódico, si bien sus colaboraciones fueron habituales en muchos otros medios, desde La Vanguardia y El Diluvio hasta La Ilustración Española y Americana, El Mercantil Valenciano o El Socialista. Se calcula que fueron casi 4.000 los artículos que llegó a escribir a lo largo de su dilatada vida. Como cronista durante la Primera Guerra Mundial reflejando la crueldad de la misma, Antonio Zozaya ha sido uno de los pocos escritores españoles que fue galardonado en 1923 con la Medalla de la Legión de Honor en Francia.
Según se recoge en una sinopsis biográfica de la Academia de la Historia, en 1932 el consejo de ministros del primer gobierno republicano designó a Zozaya presidente del Patronato de la Biblioteca Nacional, a lo que se negó el escritor por rechazar el desempeño de labores públicas. En 1935 fue nombrado académico de la Academia de Ciencias Morales y Políticas , y un año después el Ayuntamiento de Madrid creó la medalla de la ciudad que otorgó las cuatro primeras a Ortega y Gasset, Luis de Tapia, Roberto Castrovido y Antonio Zozaya. Con el país ya en guerra, Zozaya se fue a Valencia y de ahí a Barcelona, embarcando después en el buque Sinaia que lo llevó a México, donde falleció y fue despedido multitudinariamente por sus compatriotas trasterrados. María Zozaya escribió una tesis doctoral muy interesante y documentada sobre su bisabuelo que esperamos ver publicada algún día.
Con ocasión de esta sucinta memoria del escritor madrileño, he recuperado un texto corto suyo sobre la lluvia de mayo, perteneciente a su libro Por los cauces serenos, en el que su autor habla de la lluvia mansa y bienhechora que hacía levantar las frentes abatidas del viejo campesinado español, apegado a la tierra en la desvencijada arquitectura del subdesarrollo rural. Durante siglos, esa música del agua goteando el teclado de los surcos representó la mejor y más sólida esperanza de nuestros pueblos, el alivio más reconfortante de sus miserias, la herramienta más elemental de su cotidiano existir. Júzguese su sonido -hoy y siempre, como acabo de experimentar monte Adrados arriba- a partir de esa reviviscencia, y otorguemos a la mera emoción biológica y estética de la lluvia una dimensión de solidaridad -a través del tiempo y la palabra fértil de Zozaya- con los anhelos y desvelos de aquellos que nos precedieron trabajando la tierra y sus frutos:
LLUVIA DE MAYO
“Se ha cernido la nube sobre los trigales amarillentos, prematuramente agostados por la sequía. Las bandadas de golondrinas han pasado asaeteando el aire húmedo y tibio, y se han refugiado, aturdidas, en el carrascal. Una ráfaga impregnada en acres perfumes sensuales ha agitado los tallos sedientos, y un olor penetrante a tierra madre ha hechos estremecerse los nidos, como cálido vaho vivificante de primavera en celo.
Se ha sentido algo como un trémolo en el seno de la nube sombría, y luego un rumor de tecleo sobre los hidrópicos surcos. La lluvia ha comenzado a caer, primero destilada en gotas enormes, absorbidas con ansia por la costra agrietada y sedienta del sembradío; luego, en hilillos tenues, cristalinos, refrigerantes, compactos, como cortina de esmeril.
Allá en el caserío terroso, agrupado en orfandad perdurable, sobre las techumbres hendidas o mal cubiertas de rastrojos, en la tablazón de las puertas desvencijadas, sobre los vidrios renegridos del llar, ha debido sonar la lluvia con ritmo alborotado y jocundo, y a su llamamiento, las frentes abatidas se habrán erguido como para escuchar las estrofas de un salmo profético.
Y el agua, mansa, silenciosa, ha seguido cayendo, fría como una caricia de náyade, bienhechora, vivificante, hasta esponjar albardillas y alcorques y penetrar en las escondidas raíces; y se ha deslizado transparente y limpia junto a los tallos, erguidos y remozados por la linfa, precursora de renovación.
Vosotros, seres de aguda percepción exquisita, que medís la nota y combináis el acorde, aún no conocéis la suprema armonía si no habéis escuchado la sinfonía plácida y mansa de las cosas humildes y serenas; la voz de la lluvia que nos dice de promesas y ensueños; el soplo de la brisa sobre el terruño, que nos predice el allegar en trojes; el lejano sonido de la esquila, que nos trae la nostalgia de las magnas exquisiteces geórgicas; todo el rumor solemne de la Naturaleza austera, inmortal.
Pero nunca es la sensación tan intensa como cuando cae tenaz y confortada la lluvia. En las viejas ciudades se desliza por las callejuelas angostas con rumor melancólico, se desborda en las gárgolas de los viejos ábsides con gárrula iracundia, o se desliza por los muros ciclópeos o por las impostas románicas como un llanto inconsolable y pausado. Pero en el campo la lluvia es alegría, es buena nueva y resurrección. Su caricia helada no produce el espasmo de la inmersión en la fuente ubérrima de Juvencio, nos sentimos confortados, plenos de vigor e idealidad, como si ella nos hubiera quitado la odioso huella del contacto con las cosas marchitas, maculadas y ruines.
Bienvenida la lluvia de los campos. Ella trae la esperanza al hogar campesino, el consuelo a la tribulación solitaria. Ella nos recuerda que es bueno sumergir nuestro espíritu y nuestro cuerpo en aguas transparentes y limpias, y bañarnos en aromas montaraces, bravíos, y en ráfagas purificadoras, y en ambiente, y en luz”.