Grecia
El manejo político de la violencia sexual en Grecia: Detrás del “caso Georgoulis”

En el país se expande una cultura de silenciamiento y desautorización testimonial de las víctimas que traspasa los binomios partidistas y se extiende por toda la sociedad neohelena.
Alexis Georgoulis
Alexis Georgoulis. Foto: GUE/NGL
28 abr 2023 06:00

Grecia es, definitivamente, un país lleno de paradojas: aunque el tema de la violencia de género aparece una y otra vez en las noticias y ha ido ocupando más espacio con el boom del #MeTooGR, la actual campaña electoral, con las elecciones nacionales previstas para el 21 de mayo, no lo ha puesto en el foco casi en absoluto. El caso, desvelado el pasado martes 18 de abril, de Alexis Georgoulis, Eurodiputado de Syriza que se enfrenta a acusaciones de acoso sexual y al que se pidió la retirada de la inmunidad esta misma semana, es indicativo del cómo se esquiva el tema, en vez de ocupar el espacio que le corresponde en el debate social y público.

El caso de Georgoulis

Alexis Georgoulis es actor y esta experiencia como diputado en el Parlamento Europeo era su primera en la política en general. La acusación a la que se enfrenta concierne principalmente la violación de otra Eurodiputada griega, del partido socialdemócrata PASOK-KINAL, pero el expediente ha revelado además otras acusaciones, como maltrato, violencia física, verbal y emocional de otras tres víctimas, dos mujeres y un hombre. Mientras que el martes solo se hacía referencia a “abusos”, sin más especificaciones, el miércoles 19 se observó un giro terminológico, nombrando ya claramente la palabra “violación”. En la prensa griega se ha difundido que por ese tipo de crimen Georgoulis se enfrenta a una pena de cárcel en Bruselas que oscila entre cinco y diez años.

Es curioso cómo se ha gestionado políticamente tanto la muy reciente acusación de Georgoulis, como el tema del #MeToo en general, de cara a las elecciones de mayo

Es además significativa la forma en la que se ha gestionado discursivamente la identidad de la persona que ha presentado la denuncia. La Eurodiputada hizo constar ante las autoridades belgas tanto el acontecimiento en sí, como posteriormente la identidad del acosador, en 2020, pero por razones que todavía no se han precisado, se ha tardado tres años en hacer pública esta información. Aunque ella optó por el anonimato, se ha filtrado su nombre a la prensa (por fuentes que todavía no se han detectado), y ha habido un verdadero descuartizamiento. De hecho, a pesar de que su nombre ya ha circulado, y ella misma ha denunciado que ha sido víctima de traumatización secundaria, aquí se respetará su decisión inicial de no ver su identidad reproducida en los medios de comunicación.

Es curioso cómo se ha gestionado políticamente tanto la muy reciente acusación de Georgoulis, como el tema del #MeToo en general, de cara a las elecciones. Alexis Tsipras, el líder de Syriza-Alianza Progresista, habló el miércoles públicamente sobre Georgoulis, disociando a su partido de este tipo de conductas, y “posicionándose en el lado de las víctimas, teniendo presente el criterio de la inocencia”. Ha habido un intercambio de acusaciones con el líder del PASOK-KINAL y otros miembros de este partido, sobre todo por quienes posiblemente tuvieran constancia de los hechos en Bruselas durante todo este tiempo, conflicto que no se sabe hasta qué punto puede generar rupturas en una potencial coalición después de las elecciones. La postura del presidente del gobierno, Kyriakos Mitsotakis, ha seguido la línea de casos similares vinculados a su partido, Nueva Democracia, a lo largo de los cuatro años de su legislatura: “algunos se dan cuenta de lo profundo que era el hoyo que estaban cavando para otros”, comentó sobre el caso de Georgoulis.

El #MeToo griego y la vorágine de denuncias

En la actualidad, Grecia se enfrenta a una tensión constante con respecto al tema del acoso sexual. Desde hace tres años ha emergido un movimiento #MeToo potente, que ha redibujado las dinámicas de la política nacional en términos sociales. Sofía Bekatoru, célebre deportista con medallas y una importante trayectoria en vela, fue la primera en ser viral, en 2020, por revelar que había sido violada por un componente de la Federación Nacional de Vela, y por desencadenar una frenética serie de declaraciones de acoso en múltiples esferas sociales.

El país mediterráneo tiene además problemas serios en la aplicación de la justicia, puesto que en casos severos revelados por el #MeToo, como por ejemplo el del ex-director del Teatro Nacional, Dimitris Lignadis, o del famoso actor y director de cine Petros Filipidis, las condenas no han satisfecho ni mínimamente las demandas de las víctimas –de hecho ambos se encuentran actualmente fuera de la cárcel. La impunidad llega a tal nivel que ninguno de los principales acusados, ni del #MeToo ni de otros crímenes perpetrados contra colectivos minoritarios (recordemos el asesinato del activista gay seropositivo Zak Kostopoulos en plena luz del día cerca de la plaza de Omonia, en 2018), ha llegado a cumplir de forma definitiva su sentencia.

Grecia se enfrenta a una tensión constante con respecto al acoso sexual. Desde hace tres años ha emergido un movimiento #MeToo potente, que ha redibujado las dinámicas de la política nacional en términos sociales

También es importante recalcar que, a pesar de la movilización de organizaciones, o incluso la promulgación de líneas telefónicas y programas específicos contra el acoso, las cifras de feminicidios siguen siendo no solamente “preocupantes”, sino realmente espeluznantes. Con al menos 17 feminicidios oficialmente declarados en 2021 y 14 en 2022 (los datos de 2023 no están todavía disponibles), e historias asociadas que señalan una agresividad machista exponencial, las cifras reales pueden ser aún mayores –y, aunque puedan no parecer “significantes”, son números muy altos para la población griega. Los casos de violencia que no llegan propiamente al feminicidio se han disparado después de los periodos de confinamiento, mientras que otros fenómenos asociados, como los abusos hacia mujeres en los ámbitos laborales, el bullying en las escuelas, las violencias y asesinatos en poblaciones adolescentes, o los acosos LGTBIfóbicos, son también alarmantes –e igualmente difíciles de reportar.

Desde el anuncio del escándalo sobre Georgoulis se han viralizado además en Twitter publicaciones que muestran al actor participando en campañas contra el acoso familiar y a favor de que las víctimas se manifiesten abiertamente. La hipocresía no se limita a las acciones del actor, que públicamente desmiente las acusaciones, y que en todo caso todavía dispone de un margen de dos o tres meses para declarar ante las autoridades. Al contrario, se expande a toda una cultura de silenciamiento y desautorización testimonial que traspasa los binomios partidistas y se extiende por toda la sociedad neohelena a través de varios ejes principales: el estilo de vida del “ciudadano respetable”, los sesgos asociados a la cultura de la violación, que están muy profundamente arraigados, y la devaluación testimonial de las víctimas.

El paradigma español

En el Estado español, cuestiones de esta índole se movilizan públicamente de manera muy distinta. No solo se cuenta con otros mecanismos institucionales de detección y penalización de los crímenes de violencia de género y LGTBIfóbica, sino que, además, a nivel público existen recursos hermenéuticos a gran escala para poder nombrar y enmarcar dichos actos como delitos. El mundo hispanohablante cuenta con una popularización del término “feminicidio” desde los años 1990, mientras que en griego apenas ha iniciado el debate sobre la inclusión de la noción como válida no solo en el diccionario, sino como categoría específica en el sistema penal.

Por supuesto, esto no significa que en España la justicia reaccione en todo caso correctamente, o que no haya crímenes impunes. Desde el infame “caso de La Manada”, en julio de 2016, hasta el más reciente asesinato de Samuel Luiz en julio de 2021, pasando por muchos más casos de violencias, feminicidios y crímenes contra minorías sexuales y de género, es indudable que España también se enfrenta a un auge de delitos de este tipo a los que no siempre se les otorga la suficiente entidad simbólica. Sin embargo, aquí se cuenta también con otros recursos epistémicos (libros, publicaciones científicas, blogs, podcasts y todo tipo de materiales de calidad) para enfrentarse colectivamente a estos crímenes, y para debatir sobre estas cuestiones. Tanto el debate sobre la ley del #SoloSíEsSí como sobre la ley trans y los derechos LGTBI, a los que se ha enfrentado la opinión pública en España en los últimos dos años, podrían servir como referencias de una cultura más expandida de concienciación y formación en género.

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No obstante, hay dos elementos en el caso griego que llaman mucho la atención: uno es la recurrencia con la que se recrudece la violencia de género–quizá como resultado de las medidas epidemiológicas estrictas de los tres últimos años o de las tensiones estructurales acumuladas de la última década de recesión. El otro es la ausencia de metarrelato sobre esa violencia, y sobre todo el hecho de que se no se use como pretexto para sacar provecho político. Cuestiones relacionadas con la opresión machista y homo-/transfóbica, con la discriminación positiva o con la reparación testimonial no se consideran ejes sustanciales de la organización política griega, al menos si se compara con se consideran cuestiones económicas o de administración pública.

En España, al contrario, las discusiones sobre las dos leyes que promulgó Unidas Podemos, y que tanta controversia generaron, han configurado un panorama muy distinto, donde los derechos sociales forman parte fundamental de la agenda política, incluso han sido capaces de generar fisuras ideológicas en la composición del gobierno (y lo siguen haciendo, como hemos visto con la ley del #SoloSíEsSí). Hasta qué punto esto se puede percibir como “avance político” o si simplemente marca una diferencia en las formas de “hacer política” sería difícil de constatar. Lo importante aquí es reflexionar sobre cómo los sistemas políticos, al menos en el Mediterráneo europeo, aprenden a manejar la violencia sexual o de género como un elemento más de los cálculos electorales.

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