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Medios comunitarios
Radio Dzaleka, periodismo como terapia para los refugiados en Malawi
En el campo de refugiados de Dzaleka, donde ya viven casi 40.000 personas, se juntan las historias de miedo y horror, pero una veintena de refugiados ha encontrado una válvula de escape: hacer periodismo para toda la comunidad a través de una radio local.
Raphael agarra el micro, espera unos segundos y, cuando la luz se pone en verde, comienza a locutar los resultados de los últimos partidos de fútbol. Primero los de las ligas de Malawi, Congo y Ruanda. Después los de la inglesa, la española y la italiana. El sol luce fuerte en una calurosa mañana de sábado, una de las muchas que se viven en el campo de refugiados de Dzaleka, en Dowa, a unos 40 kilómetros de Lilongwe, la capital de Malawi.
La pecera de la radio destaca por su sencillez; en unos cinco metros cuadrados cabe una mesa central con tres micrófonos, otra algo más pequeña donde reposan un ordenador y una humilde mesa de mezclas y cuatro sillas, una de ellas sin respaldo. “A la gente aquí le gusta mucho el fútbol, por eso tenemos varios programas de deportes”, dice Raphael durante una pausa, que dura poco, por lo que enseguida se vuelve a poner unos raídos auriculares y prosigue con la narración.
El gobierno de Malawi, agobiado por una elevada tasa de desempleo, niega cualquier permiso de trabajo a los refugiados, por lo que las estancias se alargan años y las formas de ganar algo de dinero resultan casi nulas
Dzaleka es uno de esos lugares desconocidos, un campo de refugiados que abrió en 1994, del que pocos hablan, a la cola de las ayudas y fuera de los focos de opinión de la comunidad internacional. En él viven ya casi 40.000 personas, la mitad de ellas niños. La gran mayoría huyó de los conflictos del Congo, pero también de Ruanda, Etiopía, Somalia o Burundi, y las carencias saltan a la vista con sólo un paseo. Casas primitivas de adobe con techos de hojalata y latón, a menudo llenas de agujeros y boquetes, familias con sólo un puñado de alubias y maíz para todo un día, falta alarmante de escuelas y electricidad y largas colas a todas horas en los pozos de agua potable, que no llegan a la docena. El gobierno de Malawi, agobiado por una elevada tasa de desempleo, niega cualquier permiso de trabajo a los refugiados, por lo que las estancias se alargan años y las formas de ganar algo de dinero resultan casi nulas.
Tras un lustro de emisiones, Radio Dzaleka se ha convertido en un epicentro cultural que emite en cinco idiomas (suahili, kirundi, kiñaruanda, francés y chichewa, la lengua más popular de Malawi)
Raphael, que ahora tiene 25 años, accede a charlar un rato cuando su programa de deportes ya ha finalizado. “Yo vivía con mi tío cerca de Kinshasha, la capital del Congo, pero las cosas se pusieron feas…”, recuerda. “Cuando se quedó sin dinero comenzó a meterse en política y se unió a un grupo de rebeldes. Ascendió rápido y, cuando empezó a representarlos en el lugar donde yo vivía, hubo gente comenzó a estar disgustada con él. Después todo sucedió muy rápido…” A la casa de Raphael, donde vivían ocho personas, entró un grupo de hombres y tirotearon hasta la muerte a su tío, la mujer de éste y a cuatro familiares más. “Sólo pudimos escapar mi hermano y yo. Estábamos en otro cuarto y, cuando escuchamos los gritos y los disparos, salimos por la puerta de atrás. Con un miedo enorme, corrimos y corrimos sin mirar lo que estaba pasando. Fue un sinsentido…”.
Fue en 2013. Ese mismo año llegó a Dzaleka y comenzó su nueva vida: la vida de refugiado. Pero en el campo le esperaba un proyecto que recién arrancaba, al que se agarró día y noche y que le ha ayudado, reconoce, a dejar atrás, en lo posible, los horrores vividos en el pasado: Radio Dzaleka, una actividad que financia ACNUR, que manejan 20 refugiados y que dirige Raphael con un orgullo no disimulado. Dice: “Cuando yo empecé ni siquiera teníamos los medios para emitir y ahora trabajamos aquí unas 20 personas, todos refugiados, y hemos conseguido una licencia para emitir a 100 kilómetros a la redonda, por lo que podríamos llegar a varias ciudades. El problema son los transmisores, que sólo tenemos uno. Con dos o tres más nos podrían escuchar incluso en países vecinos como Tanzania o Mozambique. Con el de ahora, que es muy pequeñito, sólo emitimos para el campo y para los pueblos de alrededor”.
Tras un lustro de emisiones, Radio Dzaleka se ha convertido en un epicentro cultural que emite en cinco idiomas (suahili, kirundi, kiñaruanda, francés y chichewa, la lengua más popular de Malawi), que comienza la programación a las cinco de la mañana y las finaliza a las nueve de la noche y que cuenta con más de cincuenta espacios de temática diversa (deportes, finanzas, economía, juventud…), todas ellas dirigidas a mejorar la vida de los refugiados. Es una válvula de escape para los que dedican sus horas a ellas y unas de las poquísimas formas de matar el tiempo de los casi 40.000 refugiados de Dzaleka. “Mira… La mayoría de las personas que llega a un campo como este lo hace con las manos vacías. No tenemos nada. Y la radio ayuda mucho a los que la escuchan. Me lo dice la gente por la calle. Dice: ‘¡Comprad otros generadores, que cuando se va la luz nos aburrimos mucho!’”.
Refugio de refugiados
Afirma Eddy Grand, un joven de solo 22 años, que lleva el periodismo en la sangre. Por eso, prosigue, no le resultó difícil dar el salto. Primero fue técnico en Radio Dzaleka. Después comenzó a colaborar con programas de sus compañeros. Ahora tiene dos espacios propios, los dos en Chichewa, en los que indaga sobre la historia y el pasado de los países de los refugiados. “Soy de Burundi, pero llevo ya ocho años en Dzaleka. En cuanto me enteré de que iban a poner una radio me presenté. Yo creo que el periodismo me recorre el cuerpo”, afirma fanfarrón.Cuenta Eddy que casi toda su familia estuvo relacionada con el mundo de la información. Su hermano era periodista en una radio local de Burundi. Su madrastra, también. Pero, como ocurre con todas las personas que viven en Dzaleka, su vida cambió radicalmente cuando la barbarie se cruzó en su camino. “El gobierno, o eso es lo que creo yo, quemó el estudio donde mi hermano trabajaba. Mi padre estaba en el partido político de la oposición, el CNDD-FDD, y las emisiones no gustaban mucho. Nos habían amenazado antes, pero nadie se esperaba eso. Entraron y prendieron fuego el edificio entero con mucha gente dentro. Arrasaron todo”, cuenta. Su hermano consiguió escapar y se refugió en Ruanda. Su padre, rememora, no tuvo tanta suerte. “Me encanta la radio. Me hace feliz. Mis amigos me dicen que siga con ello, que no lo deje, que continúe trabajando en esto”.
Kalenga Lubembele luce una enorme sonrisa y hace gala de una alegría contagiosa. Es una adolescente menuda de 17 años que vivía en Lubumbashi (Congo) y que también huyó por los conflictos políticos y por la desavenencias de sus padres con el gobierno. “Me pongo el bolígrafo aquí porque soy muy buena perdiendo cosas”, afirma señalándose un trabajado moño en el que asoma la punta de un boli azul. “Yo quiero ser abogada, pero me gusta mucho esto de hacer periodismo. Le estoy cogiendo el gusto”. Kalenga presenta dos programas. En uno selecciona noticias de todo el mundo y las locuta en inglés, idioma que ha aprendido en las escuelas del Programa de los Jesuitas de Servicios al Refugiado (JRS por sus siglas en inglés) de Dzaleka. En el otro, su favorito, utiliza el suahili, su lengua materna, e invita a niños del campo para hablar sobre sus sueños, sus progresos en los estudios o sus aspiraciones futuras. “Suelen venir seis, más no cabemos. Algunas veces también invito a personas que superan situaciones difíciles. Llegan, se sientan, hablan de lo que quieran y la gente les puede escuchar. Les gusta. La radio es muy importante por eso”, sentencia convencida.
Tatiana, congoleña y administradora de la radio, también dirige su propio programa. Ella habla sobre cocina. “Enseño a la gente cómo pueden sacar el máximo partido a lo que ACNUR nos da para comer”, explica. Pero la voz de Tatiana, una mujer de 38 años con dos pequeños a su cargo (uno de doce años y otro de ocho) suena más apagada que las demás. A ella le queda poca esperanza. “Mataron a mi marido, que era un hombre de negocios, y yo huí con mis dos hijos por miedo a que hicieran lo mismo conmigo y con ellos. Si vieras lo bien que estaba en mi país… Pero la vida aquí es bastante dura. Vivir en Dzaleka no es bueno para nadie. Sólo tenemos maíz y alubias y a menudo no es suficiente. No tenemos ni comida suficiente”, repite entristecida.
Raphael, Eddy, Kalenga y los demás intentan compaginar la radio con sus estudios para mirar al futuro con algo más de esperanza. “Esto lo hacemos porque nos gusta, porque nos ayuda y porque consideramos que estamos haciendo un buen servicio a nuestra comunidad. Creo firmemente que la radio mejora Dzaleka, pero nosotros no cobramos ningún salario”, afirma Raphael, que se ha acogido también a un programa de Diploma de la Universidad de Colorado, gestionado por el JSR. “Tenemos que estudiar, que mejorar y que intentar luchar por nuestros sueños. La radio nos acerca un poco más a ellos, pero no sabemos si será suficiente. Debemos seguir luchando. ¿Qué tenemos que perder?”.