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Minería
Samalayuca: agricultores en pie de guerra contra una mina a cielo abierto en México
A unos 50 kilómetros al sur de Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, agricultores se niegan a rendirse ante el anuncio del comienzo de negociaciones de una mina a cielo abierto en las tierras que trabajan y cuya contaminación podría suponer el fin de su modo de vida tal y como lo conocen desde hace décadas
El hombre habla con tono pausado, grave y contundente, sentado en una silla de madera en el salón de su casa, una amplia vivienda de campo. Detrás suyo, una Virgen de Guadalupe preside la estancia desde un lugar privilegiado, muy visible en medio de una estantería. “Si quieren poner la mina aquí me van a tener que matar antes. No vamos a dejar que se ponga. No lo vamos a permitir, aunque tengamos que hacer lo que sea”, dice mientras golpea la mesa suavemente con los nudillos. “Estén los permisos de quien estén; de México, de donde usted me diga… No lo vamos a dejar. Se lo digo como agricultor, como ciudadano, como humano. No lo vamos a dejar a menos que manden matarnos, levantarnos o desaparecernos”. Se llama Manuel Rea y trabaja en el campo, como tantos otros en Samalayuca, donde nació y donde vive.
Samalayuca es una población de escasos 1.500 habitantes situada a unos 50 kilómetros al sur de Ciudad Juárez, una ciudad mexicana del estado de Chihuahua que hace frontera con El Paso, Estados Unidos. Como Manuel, la mayoría de sus habitantes viven de la agricultura; plantan calabacitas, zanahorias, cebolla, cilantro o chiles de diferentes tipos. Y, desde hace unos meses, la comunidad ha visto peligrar su modo de vida y su futuro. La razón: el anuncio de su presidente seccional, Javier Meléndez, del inicio de unas negociaciones con la empresa canadiense ‘VVC Exploration Corporation’ para la iniciación de una mina de cobre a cielo abierto en el ejido Ojo de la Casa, perteneciente al mismo término municipal, con la promesa de una inversión de unos cien millones de dólares para quince años de concesión.
Manuel teme las repercusiones que puede traer a Samalayuca, a su pueblo, a su forma de ganarse la vida, una mina a cielo abierto: daños a la superficie terrestre, contaminación de acuíferos y agua superficiales, impacto terrible en el campo y en los animales… Hace unas semanas, antes del estallido de la pandemia, diferentes organismos (Frente Ecosocial Paso del Norte, Academia por Samalayuca y Asamblea de Organizaciones de la Sociedad Civil) presentaron los resultados de un estudio técnico en el que, a través de la bióloga Yizni Granados, dieron a conocer las consecuencias concretas que traería la actividad: el ganado tendría que pastar en agua contaminada; los principales cultivos como nogal u hortalizas se verían muy afectados y se perdería la derrama de 150 millones de pesos (unos 7 millones de euros al mes), además de la inmensa polución en los mantos acuíferos encargados de abastecer la región de Juárez, El Paso y Las Cruces (más de dos millones de personas). Más aún, como recogió el medio netnoticias.mx, se produciría un daño en la cadena montañosa que afectaría a las corrientes de aires y a la formación de las dunas, características en esta zona de clima desértico.
“Se lo digo como agricultor, como ciudadano, como humano. No vamos a dejar que pongan la mina a menos que manden matarnos, levantarnos o desaparecernos”
“Sanidad vegetal (organismo encargado de extender las guías sanitarias del estado) ya me ha informado de que, si sale la mina, automáticamente van a parar de comprar nuestras hortalizas porque el agua estará contaminada. Tenemos los acuíferos a 10 metros de profundidad y eso no es nada. Van a acabar completamente contaminados y se nos va a acabar el sustento”, prosigue Manuel. Y dice también que, a sus 44 años, lleva trabajando esas tierras desde los 13. Y que su padre también fue agricultor allí. Y que sus abuelos fueron fundadores de Samalayuca. “¿Cómo pretenden que vayamos a vivir a otro rancho, a un nuevo lugar…? Si tuviéramos otra carrera, qué se yo, de arquitecto, o periodista, intentaríamos dedicarnos a eso. Pero mi familia vive aquí, vive del campo. No, no nos vamos. Antes me tienen que matar”.
DE DETONACIONES Y NUEVOS TRABAJOS
El todoterreno conducido por Ramiro Herrera avanza por los estrechos y bacheados caminos de las montañas de Samalayuca y se detiene frente a un montículo algo más elevado que los demás. “Mira hacia allí…”, afirma mientras señala un gran agujero fruto de alguna explosión con dinamita. “Ese no estaba la última vez que vinimos por aquí. Lo han debido hacer ahorita”. Dice Ramiro, un joven veinteañero, que él y su familia practican la agricultura en la parcela de su abuela, situada a escasos dos kilómetros de donde planean instalar la mina. “Los expertos dicen que puede afectar a unos ochenta kilómetros a la redonda, pero ellos, los empresarios y otras personas a favor, nos tratan de hippies, de revoltosos, de mentirosos e ingenuos. Todo eso nos llaman sólo por querer defender lo nuestro”.
Las excavaciones en la montaña son grandes y visibles, y las demás exploraciones y pesquisas de la empresa en búsqueda del cobre, también. Se ve y se nota en las piedras cortadas, en las delimitaciones del terreno con líneas blancas, en las nuevas señales, en las cicatrices de los caminos. “Estamos preparando huelgas, hemos hecho bloqueos en la carretera, intentaremos hacerlos de nuevo más adelante y también hemos salido en los noticieros. Ellos organizan reuniones con gente del pueblo y a nosotros no nos invitan. Saben que nos vamos a posicionar en su contra”, explica Ramiro, y lamenta también los hoyos y las explosiones realizadas a escasos kilómetros de donde nació. “Ya hay tres agujeros grandes… Y dice la gente de los ranchitos de aquí que, por la noche, se escuchan detonaciones cada poco tiempo”.
Ramiro repite las quejas de Manuel y dice que también le han avisado de que, en caso de prosperar la idea de la mina, no van a poder comprarle su cosecha. Nadie, resume, va a querer comprar hortalizas regadas por un agua que se sospechan contaminada. Ni SMART ni Soriana, las dos cadenas de hipermercados más populares en Ciudad Juárez, ni tampoco clientes extranjeros como empresas estadounidenses o chinas. Y advierte de que su pueblo tiene vocación agrícola y no minera. “Aquí, en Samalayuca, hay trabajo. El campo da suficiente para todos. Mi hermano y yo pagamos 2.500 pesos a la semana, unos 10.000 al mes (alrededor de 500 euros mensuales, casi el doble de lo que suele pagar una fábrica en Juárez, ciudad industrial, y muy por arriba del salario mínimo del estado) y hay gente que puede pagar más. Dicen que la mina va a crear mucho empleo, pero los del pueblo no sabemos de minería. Traerán licenciados de fuera y para nosotros serán los puestos más duros y peor pagados”, vaticina Ramiro.
La lucha ha dado sus primeros resultados esperanzadores, pero no definitivos. El pasado marzo, un juez concedió la suspensión de todo tipo de actividad minera en Samalayuca
La lucha ha dado sus primeros resultados esperanzadores, pero no definitivos. Como informó netnoticias.mx el pasado marzo, un juez concedió la suspensión de todo tipo de actividad minera en Samalayuca y remarcó las declaraciones y promesas del presidente del país, Andrés Manuel López Obrador, de no autorizar la operación de dicha empresa en la región al no contar con un respaldo social suficiente. Sin embargo, los poderes que se manifestaron a favor de la mina no han abandonado su idea ni propósito y se agarran a los supuestos beneficios que ésta traería al poblado y a toda su comunidad.
Como afirmaba Ramiro, la creación de puestos de trabajo fue uno de los temas más polémicos. En un principio, la empresa anunció que se generarían alrededor de 1.200. Pero el septiembre pasado, un diputado federal aseguró, tras una reunión entre legisladores, directivos y representantes legales del proyecto minero que cubrió el periódico local El Diario Juárez, que esta cifra se quedaría en 90 empleos. Dijo, además, que la empresa ya cuenta con los permisos para operar, emitidos por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales. El mismo medio recogió unas declaraciones de Javier Meléndez, presidente seccional de Samalayuca, en donde alegaba que, en realidad, se crearían otros 550 trabajos indirectos y que se alcanzaría la cifra prometida a lo largo de los 15 años de la concesión.
TIERRAS DE EJIDATARIOS EN UN ÁREA PROTEGIDA
¿Pero cómo los dueños de una zona considerada Área Natural Protegida se desmarcan de la ley (podía hacerlo de forma legal si sacaban adelante una votación por unanimidad entre los 53 propietarios) para ceder parte de su territorio a una empresa que puede perjudicarles? Sonia (nombre ficticio), también agricultora de Samalayuca, intenta dar algunas claves. “Los que apoyan la mina, de 538 hectáreas que nos dan a cada ejidatario, ¿con cuántas cuentan ahorita? Ya las han vendido. El 90% de los ejidatarios de Ojo de la Casa ya no tienen sus tierras”.
— Pero si han vendido la tierra, ¿no les daría igual lo que pase con la mina?
— Bueno, no les perjudica.
— Ni les beneficia…
— Sí les beneficia porque siguen siendo ejidatarios, aunque ya no tengan nada. Muchos siguen en posesión del título. Ahora que estamos en el proceso de exploración de la mina, los propietarios cobran el uso de paso por los caminos. No disponen de tierras pero siguen obteniendo un beneficio. A mí, que saco mi parcela adelante con sacrificio, sí me perjudica que se ponga una mina.
“Nos hace falta que las autoridades quieran un progreso real para el pueblo. Y la mina no lo es. No, no lo vamos a permitir”
Sonia explica que, pese a que la mina se instalaría en el ejido Ojo de la Casa, afectaría mucho a los ejidos colindantes: Samalayuca, Villaluz y El Vergel. Que Samalayuca, donde vive, es el más pequeño aunque también donde habita más gente. Que la contaminación afectará a los cuatro por igual. Que hay desesperación por vender las tierras entre los vecinos. Y que ella no lo ha tenido fácil para alcanzar un nivel de vida digno, en el que puede permitirse pagar estudios universitarios a sus hijos. “Somos una familia de cinco. Mi hijo mayor, de 21 años, va y viene a diario a Juárez. Si usted se pone a contar el gasto de ir a venir todos los días hasta allí… Nosotros tenemos sustento, nos encontramos bien. Como agricultores estamos progresando. Si la mina saliera adelante truncaría nuestras vidas”.
Sonia, como Manuel o Ramiro, aboga por buscar otros usos para su tierra. Dicen que las dunas son una fuente importante de ecoturismo. En realidad, sostienen que toda la comunidad lo es. Los petrograbados (más de 3.000 distribuidos en 21 sitios de arte rupesetre por la zona y con una antigüedad que ronda los 2.000 años) son sólo otro ejemplo de ello. Ambos, dunas y petrograbados, podrían verse seriamente afectados por la actividad minera de la empresa canadiense. Y la vida de la gente también. “Nos hace falta que las autoridades quieran un progreso real para el pueblo. Y la mina no lo es. No, no lo vamos a permitir”, repite Manuel Rea antes de despedirse en su casa de campo de Samalayuca y volver a su campo, a sus quehaceres, como cada día durante los últimos 20 años.
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Apoyamos totalmente a esos pueblos.NO A LA MINERIA! ELLOS PRODUCEN ALIMENTOS Y ESO REPRODUCE LA SOCIEDAD.EN CAMBIO LA MINERIA DESPLAZA A LOS PUEBLOS Y SU MINERAL, POR MUY VALIOSO QUE SEA, no se puede comer. buenas deceos
La destrucción de las economías resilientes a manos del poseso progreso, el capitalismo colonial extractivista y patriarcal, que asco y lo que nos queda por aguantar...