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La mirada rosa
La bandera es lo de menos
Han pasado casi 150 años de la que puede considerarse la primera redada contra una celebración LGTBI en nuestro estado. El Martes de Carnaval de 1879 “más de cien sodomitas con elegantes trajes y ricas joyas” fueron sorprendidos y detenidos en el salón de baile El Ramillete, en la madrileña calle de la Alameda, tal como nos cuenta Rodríguez Solís en su Historia de la prostitución. Este 28 de junio aquellas detenciones y aquel espacio —que bien podría ser declarado “Lugar de Memoria Histórica por el Congreso”, por su condición de cuna de los derechos LGTBI, como se ha hecho con otros lugares—; pueden servirnos hoy como recordatorio de que, por muchos avances que consigamos realizar, la violencia de la LGTBIfobia sigue acechándonos de forma constante.
Es verdad que podría parecer que seguimos realizando algunos adelantos. Este mismo 28 de junio el Consejo de Ministros se ha reunido para enviar a las Cortes una Ley LGTB, pero ni se corresponde del todo con la que llevamos décadas reivindicando ni será aprobada pronto: aún queda un largo trámite parlamentario y, como sucedió la última vez, puede perderse todo el trabajo realizado si la legislatura termina antes de que se vote en el Congreso.
Tras cuatro años en la Moncloa y un anuncio ya en 2021 por parte del Ministerio de Igualdad, seguimos esperando las leyes que nos prometieron. Además, la demora es aún más dolorosa porque este es el primer gobierno de la democracia que dispone de una Dirección General LGTBI, no sabemos muy bien para qué. Mientras tanto, un discurso muy peligroso sigue ganando terreno. Cada vez son más las personas que cuestionan nuestra condena de esta violencia específica que nos agrede y nos mata. Paradójicamente, dicen posicionarse contra todo tipo de violencia, pero nunca la reprueban si se ejerce específicamente contra las personas LGTBI, sino que más bien cuestionan los atentados que sufrimos o incluso los celebran. Cualquiera podría pensar que el mensaje que comparten suena más bien a que, más que condenadores de la violencia en general, no son otra cosa que el brazo político de quienes atentan contra nuestras vidas.
Defendemos nuestros derechos con una fiesta porque cuando hacemos fiestas es cuando más nos odian, cuando más nos insultan, nos detienen, nos atacan y nos matan
Celebramos en 2022 el día del Orgullo en memoria de la redada de Stonewall en 1969 y lo hacemos días después de un atentado en Oslo contra su población LGTBI y cuando aún no ha pasado un año del asesinato de Samuel Luiz en A Coruña. Se cumplen seis años, también, de otro ataque terrorista que aún recordamos: el tiroteo en la discoteca Pulse, en Orlando, que se llevó por delante 49 vidas LGTBI. Celebramos el Orgullo como siempre, de forma tan festiva como reivindicativa, y creo que nunca antes como este año he comprendido el por qué de lo festivo de nuestra manifestación, de por qué bailamos y cantamos haciendo la calle nuestra. Defendemos nuestros derechos con una fiesta porque cuando hacemos fiestas es cuando más nos odian, cuando más nos insultan, nos detienen, nos atacan y nos matan.
Así fue en 1879 y así ha sido hace tan solo unos días. Cientos de redadas, ataques, asesinatos y exterminios de todo tipo así lo atestiguan, pero tal vez porque solemos expresarnos de forma festiva sigue resultándonos increíblemente difícil trasladar el mensaje de que nuestro principal objetivo no es otro que la erradicación de esa violencia específica que soportamos.
Nos enredamos en debates importantes, como ha sido la colocación o no de la bandera arcoíris en la fachada del Ayuntamiento de Madrid, con activistas que reniegan de que un alcalde de compadrea con la ultraderecha pueda exhibir nuestra insignia más importante y otros que pensamos que el principal edificio municipal es propiedad de toda la ciudadanía y que, por lo tanto, tenemos tanto derecho a que nuestra bandera arcoíris ondee allí como el que tiene tal o cual afición deportiva a ver una pancarta celebratoria cubriendo una fachada tan pública como la de la Real Casa de Correos, sede del gobierno de la Comunidad de Madrid.
Nos enredamos en debates importantes, pero puramente simbólicos, cuando tal vez debiéramos denunciar con más fuerza los atentados que padecemos
Nos enredamos en debates importantes, pero puramente simbólicos, cuando tal vez debiéramos denunciar con más fuerza las diferentes ofensas y atentados que padecemos. Y no solo me refiero a la condena de la violencia más sangrienta, sino también a los extraños cambios en el reparto de subvenciones LGTBI del Ayuntamiento de Madrid, la falta de compromiso de Ayuso y sus secuaces con las dos leyes LGTBI que no se aplican o la mencionada e imperdonable demora en la aprobación de una ley LGTBI estatal.
Para seguir difundiendo nuestro mensaje y detener con él la propagación ya pandémica del discurso de la extrema derecha quizá nos baste con palabras como las que pronunció Uge Sangil en la presentación de los eventos del Orgullo de este año. La polémica en torno al símbolo del arcoíris se resuelve afirmando que “la bandera somos nosotras” y, acto seguido, denunciando la actitud del alcalde Almeida, que con tanta devoción participa en las misas en honor de las diferentes patronas católicas de la ciudad pero que se muestra tan reticente a gobernar también para las personas LGTBI madrileñas.
Celebremos este Orgullo recordando que nuestro movimiento es tan festivo como reivindicativo, sin olvidar que nuestros objetivos van mucho más allá de los símbolos. Hablemos de las banderas sin dejar de denunciar las agresiones. Hablemos de las leyes sin dejar de defender el mundo nuevo que queremos construir. Ya lo dijo Ramón Linaza en 1976, antes siquiera de que hubiera manifestaciones LGTBI en nuestro estado: “No luchamos para cambiar las leyes, sino para cambiar la vida”.