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Música
Del tablao al flamenco show: la gentrificación de lo jondo
La precarización del empleo a través de la discontinuidad, la estacionalidad o las competencias cada vez más exigentes es un factor que afecta tanto al cantaor que canta por alegrías en el escenario como al camarero que sirve sangrías en la barra del mismo local.
De Barcelona a Granada, pasando por París, Tokio o Nueva York, el arte flamenco es una de las representaciones fundamentales de lo hispano desde hace décadas. Este reconocimiento culminó, al menos por la vía institucional, cuando la UNESCO incluyó al Flamenco —en mayúscula— en la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2010. Aunque, en la dirección contraria, el pasado año se quedó fuera de los Premios Grammy Latinos por falta de nuevo material grabado.
La generación más reciente de artistas flamencos es una de las más profesionales de su historia. Al menos, es una de las mejor preparadas: solo en el caso de Barcelona, la ESMUC, una de las principales instituciones públicas de enseñanza musical superior del país, acoge desde 2001 la especialidad de flamenco, por donde han pasado varias personalidades ampliamente reconocidas.
Existe, entonces, una evidente descompensación entre qué y cómo se representa, se proyecta y se reconoce el flamenco nacional e internacionalmente. Parte de este desequilibrio se explica en el sentido en que lo flamenco, lejos de constituir un fenómeno aislado, está inmerso en un entramado de dinámicas que forman parte de un proceso global. Como tal, comparte características con el resto de profesiones artísticas y culturales, y con el sector servicios en general.
La precarización del empleo a través de la discontinuidad, la estacionalidad o las competencias cada vez más exigentes es un factor que afecta tanto al cantaor que canta por alegrías en el escenario como al camarero que sirve sangrías en la barra del mismo local.
La gentrificación y el uso de los espacios
En el distrito centro de Barcelona hay multitud de locales que ofrecen espectáculos de flamenco. Algunos de estos espacios están dirigidos al público nacional y otros al extranjero; en ninguno hay una línea roja que prohíba la entrada a una audiencia u otra. Sin embargo, todos son agentes afectados de una u otra manera por la gentrificación.
Generándola o sufriéndola, de forma más o menos gradual, todos los agentes de este proceso se enfrentan a las crecientes exigencias para acceder a la vivienda y todos están afectados por las condiciones laborales de un amplio sector que, tal y como está concebido ahora, es eminentemente inestable.
José Mansilla, antropólogo urbano y miembro del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà, define la gentrificación como “un proceso de sustitución de la población de las clases populares y medias-bajas, con limitada capacidad adquisitiva, por otra de clases medias y media-superior, con mayor capacidad adquisitiva; con todo lo que ello implica”. Insiste en que la gentrificación no es más que uno de los muchos procesos en marcha a los que va ligada: “La turistificación, la museización —concepción de los centros históricos como si fueran museos— y otros elementos que acaban generando desigualdades y desplazamientos sociales y económicos”.
Tomando Barcelona como objeto de estudio, la ciudad “está diseñada para atraer capitales y visitantes, que son otra forma de capital”, sostiene Mansilla, añadiendo que, en definitiva, todas las dinámicas mencionadas se desencadenan “bajo la consideración de Barcelona como una ciudad-mercancía”.
A esta lectura, Antonio Manuel, jurista y escritor, añade que “una de las principales consecuencias de la gentrificación, y particularmente de la turistificación, tiene que ver con la conversión de las ciudades en atrezo”.
Para ahondar en su análisis de cómo las ciudades “se desalman”, el autor de Flamenco, arqueología de lo jondo (Almuzara, 2018) echa mano de la lengua: “La vivienda es el gerundio en femenino del verbo vivir. Si un inmueble es el cuerpo y la vida es el alma, cuando hay un inmueble efectivamente habitado, hay una vivienda; esta es vida que contagia alrededor y acaba conformando una extensa red de vida. La turistificación, en cambio, le quita el alma a las ciudades, robándoles las viviendas para convertirlas simplemente en inmuebles de paso”.
La progresiva transformación de los espacios urbanos en no-lugares o sitios de paso afecta también de diversas formas a cómo se entiende la cultura y el ocio. Uno más de los elementos a los que afecta la uberización cultural es el flamenco. En palabras de Antonio Manuel, “si es grave que un barrio pierda la vivienda —el alma—, la gravedad es mayor aún cuando hablamos de flamenco, que es en sí mismo alma. Aquí la sensación de desarraigo es tremenda porque el flamenco se incorpora al decorado de la ciudad, convirtiéndose en un producto más de consumo”.
Para el jurista cordobés, “la solución a este proceso gentrificador tanto de la cultura como de la vivienda —y todo lo demás— pasa por encontrar una fórmula de equilibrio en que el turismo sea un elemento más de riqueza dentro de las ciudades, pero no el virus que acabe con ellas”.
El uso flamenco de los espacios y la universalización
En El Dorado, asociación cultural barcelonesa sin ánimo de lucro, llevan 12 años basando sus actividades en el trabajo voluntario de los socios, pero “aunque somos pobres, miramos al cielo”, confiesa Pedro Barragán, presidente de la asociación.
En su local, parte de un centro cívico municipal que comparten con otros colectivos del tejido asociativo, organizan sobre todo conciertos y conferencias porque “entendemos el flamenco como cultura, no como espectáculo, por eso las cosas que hacemos abarcan todas las vertientes en que el flamenco se manifiesta”. Las actividades que organizan son siempre de pequeño formato, más allá de por el espacio y los recursos que poseen, porque “la mejor forma en que el flamenco se expresa es como un arte minimal: ‘menos es más’ como decía van der Rohe”, sostiene el presidente de El Dorado.
Fruto de la dedicación y el cariño por la cultura flamenca, poco a poco han ido despegando hasta conseguir acoger a artistas de primerísimo nivel como Rocío Márquez, Israel Galván, Mayte Martín, Arcángel, Rocío Molina o Pepe Habichuela. Aunque, aclara Barragán, “siempre considerando que nuestra posición era ofrecer una tribuna a jóvenes músicos. Lo que queríamos y queremos demostrar es la vitalidad del flamenco, que tiene una salud de hierro”.
Preguntado por cómo les afecta a ellos, y a la cultura a la que dan cobertura, la turistificación de la ciudad afirma rotundamente que “el turismo le ha afectado al flamenco toda la vida”. También explica la deuda que tiene el flamenco con el extranjero desde el siglo XIX, cuando los flamencos que vivían en España cambiaban sus hábitos —técnica, vestuario…— en base a cómo cambiaban los de los flamencos que iban o vivían en metrópolis como París, Londres o San Petersburgo.
El día que El Salto entrevista a Barragán, Faustino Núñez, catedrático de flamencología, da una conferencia sobre el bailaor Antonio Gades. Se suma a la conversación y agrega que “no hay flamenco que no tenga su piso pagao con el dinero de Japón o de las giras internacionales. Si fuera por trabajar aquí, los flamencos estarían tiesos”, aunque reconoce que “los nacionales, por supuesto, lo han saboreado y lo saborean”.
Lo que señala Núñez tiene que ver con la capacidad universalizadora del flamenco, diferente y en gran medida contraria al fenómeno gentrificador de los espacios, aunque sus diferencias inviten a la confusión. “Cuando los flamencos van a Japón están diversificando y rompiendo la barrera uniformadora de la globalización: el flamenco, como cultura resiliente frente al nacionalcatolicismo y como arte universalizador, se puede colocar —y de hecho así lo hace— en cualquier punto del planeta”, matiza Antonio Manuel.
La flamencura como profesión
En Las Ramblas de Barcelona se encuentra El Cordobés, uno de los tablaos flamencos más conocidos de la ciudad condal. Allí, como a El Dorado, también acuden artistas flamencos de primer orden, aunque por un caché muy diferente: los precios oscilan entre los 40 y 80 euros y su web está disponible en nueve idiomas.
A unas calles de allí, en el barrio del Raval, se encuentra Robadors 23, local fundado hace 15 años y con una programación que recoge sesiones diarias de flamenco y jazz a precios asequibles para la mayoría de la población, sea o no local.
Al hilo de lo que implica la profesión para los propios artistas, Ramón ‘Tato’, cantaor habitual en este y otros locales, dentro y fuera de España, afirma que “aquí el turismo genial, porque se llena el local y la gente paga la entrada y consume”.
Por su parte, la bailaora Cristina Benítez aclara que “es cierto que el turismo paga y eso nos va genial, pero también es verdad que cuando se trabaja tanto aquí como fuera —en Japón, Francia, Turquía, Italia, Canadá…— se perciben una afición y un nivel impresionantes”.
En cuanto a la dedicación profesional al flamenco, Pedro ‘El Popo’, percusionista, reconoce que “nosotros intentamos dedicarnos a esto, pero hoy en día venden un espectáculo que en muchos casos no es verdad. Quien llega a la ciudad viene con una expectativa y lo que se le suele vender es un producto”. Aunque “hay de todo y, sobre todo, hay espacios como este [Robadors 23] que tienen su propia dinámica”, zanja.
La construcción de determinadas dinámicas y espacios de resiliencia es inherente a la profesión flamenca —a su flamencura, entendida como el arte de sobrevivir siendo flamenco— y, como defiende Antonio Manuel, “si antes el flamenco era la expresión cultural de un superviviente, después pasó a ser su pan para sobrevivir”. Y, continuando el argumento, “lo que no puede ser es que ahora mismo el flamenco pueda ser una cosa de un puñado de elegidos y el resto tenga que sobrevivir en los surcos porque se trata de los nuevos jornaleros: el precariado cultural. De hecho, es la vuelta a la cueva, a los orígenes del flamenco: el natural, el campesino, el marginal, el excluido… son jornaleros del cante”.
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Aportando la perspectiva antropológica al asunto, José Mansilla apunta que, efectivamente, en la ciudad-mercancía “los espectáculos flamencos actúan como máquinas de producir continuamente contenidos distintos”.
Pero si nos hacemos las preguntas apropiadas, es fácil darse cuenta de que “en realidad, el proceso de la turistificación tiene una doble cara: en tanto que se cumplan parte de las expectativas que ambos traen —los ‘comportamientos esperados’ del local y el del turista— ya va bien. No hay nada que sea ‘lo real’. Lo real lo construimos nosotros”.
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No conozco la escena flamenca de Barna a fondo aunque lo de El Dorado es una experiencia única y apasionante. Sobre la gentrificación os contaré mi experiencia. Antes de los juegos olímpicos de 1992 (entre 1987 y 1989) viví Barcelona intensamente, salía con una chica inglesa que vivía en el centro (ahora gentrificado) íbamos a comer al chiringuito de la Barceloneta y había muchas fiestas en esos pisos de los barrios cutres del centro (Ramblas, distrito 21, Avinyó) Casi nunca me encontré con catalanes en esas fiestas. Eran los guiris los que gozaban barcelona, los que vivían en esa parte de la ciudad. Esos barrios fueron abandonados por barceloneses que se habían ido a vivir al campo o a la parte alta. Comenzaron a volver ( a los restaurantes) y luego fueron esos mismos propietarios los que volvieron a abandonar esas zonas (después del 92) para hacer negocio con los pisos turísticos.
Fdo un periodista musical (y flamenco) condenado a la precariedad de los medios de comunicación
Hola. Me ha encantado el artículo. Y en uno de los apuntes, menciona con mucha razón. El flamenco como el jornalero, precariedad como la del camarero! Tiene mucha razón en la mayoría de las cosas, la cultura tiene la llave de muchas ciudades, no así el trato que recibe. Saludos.