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Música
Downtown Boys son chulas, no son pendejas
Las canciones de Downtown Boys incluyen las instrucciones para prender la mecha y que el incendio nos pille bailando en la oscuridad. Su gira española ha confirmado lo que se intuía en los discos: este grupo rabioso y mestizo es lo mejor que le ha pasado al punk en años.
Poco más de un centenar de personas presenciaron la deflagración cuando se produjo. Lo hicieron atónitas pero con una sonrisa en la cara. Sucedió en Madrid recién estrenado el viernes 8 de marzo, cuando el grupo estadounidense Downtown Boys cerró su actuación en la sala Wurlitzer Ballroom prendiendo fuego a “Dancing in the dark” de Bruce Springsteen. Si Victoria Ruiz, cantante de esta banda mestiza y rabiosa, hubiera pedido entonces a la sudorosa y extática audiencia que saliera bailando la conga, sin ropa y puño en alto a acompañar la cacerolada que en esos momentos iniciaba la huelga feminista en la cercana Puerta del Sol, nadie habría objetado. La música dispone de poderes que afectan al estado de ánimo y pocas cosas igualan esa capacidad de alterar conciencias, no cabe duda.
Escrito quedó en estas mismas páginas hace unos meses: si el punk sigue teniendo sentido hoy es por lo que hacen grupos como Downtown Boys. Las intenciones del quinteto y sus resultados, decíamos ayer, se pueden resumir en que tratan de vencer prejuicios, incitar al jaleo, elegir bando y grabar impetuosas canciones con las que escribir una nueva historia, desde abajo y contra las verdades impuestas.
Puede sonar a plan demasiado ambicioso para una banda que en el último lustro se ha erigido como la propuesta más significativa creada en los sótanos de la música ruidosa en Estados Unidos, pero Downtown Boys van camino de cumplirlo punto por punto. Lo están haciendo, cabe añadir, bregando con las limitaciones propias de circular por carreteras comarcales, empleando un lenguaje de otro tiempo —¿punk en 2019?— y alzando la voz para gritar cuatro verdades en una conversación en la que no abundan los micrófonos abiertos para este tipo de proclamas.
Sus arrolladoras canciones en español e inglés también están derribando algunas paredes —el gueto de los márgenes, la misa para fieles, la ortodoxia del uniforme— que confinan la forma de expresión que han elegido a unos círculos afines, casi íntimos, y restan capacidad de intervención al poder transformador que se le atribuye al punk desde su irrupción a finales de los años 70. ¿O es esto un diagnóstico demasiado negativo?
Al habla con El Salto Victoria Ruiz, antes de la prueba de sonido del bolo en Madrid, su primer concierto en la ciudad y una de las paradas de la gira peninsular que les ha llevado por clubes habituales del circuito del rock sin domesticar: “Creo que una de las grandes reacciones que queremos provocar es que cualquiera puede hacerlo. Bueno, obviamente no cualquiera porque has de disponer de unos recursos. Pero no necesitas ser el cantante perfecto ni el guitarrista perfecto. Si ensayas, si trabajas duro, si quieres atravesar las subidas y bajadas de esto, puedes hacerlo. Creo que es una de las principales cosas que queremos transmitir como grupo de música. La única razón por la que hacemos esto es la gente que viene a vernos a los conciertos y con la que establecemos una relación recíproca”.
Ella, de ascendencia mexicana, y el guitarrista Joey La Neve DeFrancesco, criado en una familia obrera siciliana instalada en Providence (Rhode Island), forman el motor de una banda que genera energía suficiente para iluminar toda la ciudad una noche entera. Sus canciones hacen memoria de lo que son y lo que han escuchado. A ratos suenan como el grupo imposible que hubiera resultado de juntar en el mismo local de ensayo las travesuras de X-Ray Spex —anomalía fundamental en el año cero del punk británico— y la autoafirmación latina gritada por Los Crudos en un entorno hostil, el Chicago de mediados de la década de los 90. Pero en su repertorio también incluyen citas a la desaparecida cantante Selena y al pop ochentero del grupo chileno Los Prisioneros.
Los dos se conocieron en 2011 trabajando en el servicio de habitaciones en un hotel en Providence. Allí hicieron buenas migas y también dieron quebraderos de cabeza a la dirección, al reclamar mejoras salariales para las empleadas, casi íntegramente mujeres dominicanas. DeFrancesco publicó un vídeo en YouTube en el que presentaba su carta de despido al encargado, que se hizo viral y acumula más de seis millones y medio de reproducciones. Y Ruiz se sumó a uno de los proyectos musicales de su compañero, unos Downtown Boys que en 2012 autoeditaron su primer disco.
La furia contra la máquina que destilan sus canciones —y que les acredita en cierta manera como merecedores de la portavocía del socialismo musical del siglo XXI— se basa en la acción sindical, la genealogía antiimperialista y la defensa de quienes cuestan menos que la bala que las mata: esas chulas que, según explica el grupo, creen en la mezcla de las experiencias pasadas y el deseo de lo que está por venir como argamasa para sostener una comunidad que se cura las heridas provocadas por la explotación, el racismo, la violencia policial, la desigualdad o el machismo, y que cada día cuenta los cadáveres causados por la frontera.
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En 2017, Downtown Boys criticaron duramente algunas prácticas de dos de los festivales musicales más importantes en Estados Unidos: en marzo protestaron para que el SXSW eliminase una cláusula que hacía firmar a los artistas que facilitaba la deportación de aquellos músicos en situación irregular que fuesen a tocar en el festival. Y en abril, tras actuar en Coachella, hicieron pública una carta lamentando los bajos cachés que paga este evento y denunciando las millonarias aportaciones que su fundador, Philip Anschutz, realiza a grupos de presión contra la diversidad sexual y los derechos LGTIB. La banda también anunció que donaría parte de lo que ganó por ese concierto a colectivos feministas.
Estas comunicaciones vieron la luz a través de Spark, una suerte de fanzine digital que DeFrancesco y Ruiz mantienen, en el que entrevistan a grupos locales poco conocidos y plantean interesantes discusiones acerca del papel de la cultura en la sociedad, que apuntan a resolver la duda de si está más cerca de ser parte del problema o más bien compone alguna solución.
¿Se ven Downtown Boys como activistas o como un grupo de música con intereses políticos? “Las dos cosas —responde el guitarrista a El Salto—. No creo que podamos vivir en la ilusión de que un grupo de música sea la única herramienta para aportar soluciones a los problemas políticos desde la cultura o la única manera de participar en la discusión política. Esto se puede manifestar de maneras diversas mediante la música: tocando en conciertos benéficos para apoyar causas directamente, hablando de ciertos asuntos en las letras y entrevistas, ayudando a crear una comunidad de resistencia con la que poder participar en la esfera política. Pero, para mí, es demasiado pedir a la cultura que busque soluciones políticas. Esto podría ser peligroso. Pero, por supuesto, creo que un grupo de música o cualquier práctica cultural debe tomarse en serio el hecho de que forma parte de una escena política más amplia, de la que se pueden encontrar piezas sueltas aquí y allá. Por otro lado, somos un grupo de música. Amamos la música, tocar, llevar el arte a la calle, que no sea un secreto. Es lo que intentamos hacer”.
Cost of living, de 2017, es el fabuloso tercer disco de Downtown Boys, el primero publicado por Sub Pop, discográfica con un catálogo de rock y pop sin igual en los últimos 30 años. En él han podado parte de la maleza que ensuciaba sus grabaciones previas y también pisan un poco el freno, pero sus canciones siguen atronando. Al otro lado de la pecera en el estudio les acompañó Guy Picciotto, quien fuera cantante y guitarrista de dos de los grupos más importantes en la historia del punk, Rites of Spring y Fugazi.
“Para muchos de nosotros, el punk traduce una energía pura, algo que en muchos casos puede ser considerado simple, pero creo que contiene emociones básicas que provocan de manera extraordinaria experiencias catárticas, tanto en los músicos como en la audiencia. Creo que esto es lo que nos arrastra al punk”, responde el batería Norlan Olivo al preguntarle si no estarán hablando un idioma que ya nadie entiende.
El último en llegar a Downtown Boys, el saxofonista Joe DeGeorge, apunta que la cartilla no es nueva pero que siempre se pueden escribir en ella renglones insospechados: “La primera vez que vi a Downtown Boys me hablaban en un idioma con el que estaba familiarizado, el del rock‘n’roll, pero me comunicaron ideas y emociones que no había considerado antes, por lo que fue muy efectivo. Me hicieron pensar que quería tocar en este grupo”.
¿Puede una canción de Downtown Boys cambiar la vida de un chaval que la escuche?
Joey La Neve DeFrancesco: Para mí y para mucha gente, la música transformó nuestra conciencia, la forma de desear cosas, nuestra imaginación para pensar lo que es posible o no. Creo que es una experiencia que le sigue pasando a la gente más joven.
¿Hay adolescentes que os escuchan?
Mary Regalado (bajista): Sí, en Estados Unidos hay muchos adolescentes que vienen a nuestros conciertos. Una vez que tocamos en Washington DC, unos chavales habían hecho una película sobre grupos punk de allí y la proyectaron antes de nuestro concierto. Eran muy jóvenes, tendrían 18 años.
¿Qué es lo mejor de hacer música?
Victoria Ruiz: Lo mejor de hacer música es que te permite soltar diferentes energías que están dentro de ti y que te retratan de maneras distintas, incluso contradictorias unas con otras. Unas veces son muy alegres, muy excitadas, otras muy enfadadas. Tocar música te permite tener contradicciones, y eso es bueno.
Lo que, de momento, no les permite la música es vivir de ella, de su trabajo, de esas giras urdidas pidiendo días de vacaciones y haciendo malabarismos para cuadrar calendarios. “No vivimos de la música, todos tenemos otros trabajos”, confirma la bajista, mientras el guitarrista señala que la música es “un trabajo cuando lo estás haciendo, pero de dos semanas y media, lo que duran las giras. Dada la actual situación económica para todo el mundo y que los trabajadores culturales en Estados Unidos no tenemos sanidad pública y la educación es extremadamente cara, diría que ser músico es frustrante y que necesitamos un sindicato, más allá de algunas asociaciones que ya existen en Estados Unidos que se encargan de que cobres los royalties”.
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