Opinión
Robe: La amistad que creció entre sus versos

Mañana, domingo 14 de diciembre, se celebra un homenaje a Robe Iniesta en Plasencia, su ciudad natal. España sigue llorando al músico, al poeta, que no se ha ido del todo, que siempre será “nuestra estrella pequeñita pero firme”.
13 dic 2025 13:40

El miércoles, como cada día, sonó el despertador a las 6:30. Aún medio dormida, estiré la mano para apagarlo, buscando a tientas un poco más de quietud. Entonces vi que tenía varios mensajes de amigos. A esas horas era extraño. Demasiados mensajes a una hora en la que nadie escribe si no es para sacudirte el alma. Y algo dentro de mí se encogió sin saber por qué. Antes siquiera de abrirlos, apareció en la pantalla una notificación de una red social. Una frase corta, un titular demoledor, una noticia inesperada, de esas que una nunca quiere leer. Sentí esa puñalada luminosa en la pantalla que me dejó helada, como si el corazón hubiese olvidado por un momento cómo seguir latiendo. 

Convencida de que debía de ser un error, un mal rumor, un mal sueño, abrí los mensajes de mis amigos. Pero no. La realidad se impuso con una claridad cruel: todos decían lo mismo. Me quedé atrapada en la cama, sin poder mover ni un dedo, como si el cuerpo no entendiera todavía lo que la cabeza empezaba a asumir. El tiempo se volvió espeso, cruel, inmóvil. No sé cuántos minutos pasaron, solo sé que estaba intentando agarrarme a algo que ya no existía. Como si el mundo hubiera cambiado de forma mientras yo dormía, como si dentro de mí alguien apagara una luz. Como si algo irremplazable hubiera desaparecido de repente. Robe había muerto. Y en ese instante, lo supe: amanecía distinto.  Y lo que se rompió en ese instante todavía sigue rompiéndose dentro de mí. 

Comencé a leer mensajes: Juan, un compañero de trabajo al que apenas conocía desde hacía un par de meses, me envió solo el enlace de la noticia y dos palabras: 'Dura noticia'. Y me quedé pensando por qué él, precisamente él, me escribía aquello si nunca habíamos hablado de Robe. Pero luego lo entendí porque sí habíamos hablado de la vida. Porque en esas conversaciones, a medio café, él había visto algo que yo no sabía que mostraba y que compartíamos: esa manera de sentir la música como si fuera una herida, de aferrarse a las palabras como si fueran un salvavidas.

Según Juan, las personas “huelen”, irradian una época, una educación sentimental, una forma de estar en el mundo. Y los dos veníamos de la misma: la del litro compartido en un banco, la del porro que pasaba de mano en mano como un rito, la del punk que nos hacía creer que la vida podía arder un poco más, la de estar tirados en la calle, sin nada y con todo al mismo tiempo, 'siempre en estado de espera', creyendo que el futuro era un lugar al que ya llegaríamos. La década que nos crió —los 90— también nos hizo así: sensibles por dentro, ásperos por fuera, con una forma de sentir que Robe siempre supo traducir mejor que nosotros.

Los 90 nos hicieron así: sensibles por dentro, ásperos por fuera, con una forma de sentir que Robe siempre supo traducir mejor que nosotros

Mi mejor amigo, Montes, desde que teníamos quince años— también me había escrito. Su mensaje decía: “Estaba esperando tu reacción. Yo, que me despierto todos los días a las cuatro y pico, lo primero que he visto en el móvil ha sido la noticia. Y he pensado: 'ay!… cuando se entere Esther'. Ya se me ha quedado mal cuerpo para todo el día, para todo el año. Robe fue la banda sonora de una de las épocas más nefastas de mi vida… pero cuánto me ayudó”. Leí sus palabras y sentí cómo me temblaba algo muy antiguo por dentro. Con Montes compartí adolescencias a medio hacer, refugios improvisados y esa forma de sentir que solo se entiende cuando la vida está aún por escribir. Y, además, estuvimos juntos en Granada, en septiembre de 2024, en lo que sin poder imaginarlo sería el último concierto de Robe.

Aquel día no lo sabíamos, no podíamos saberlo: cantamos, gritamos, reímos, nos abrazamos a las canciones como siempre, sin imaginar que era la última vez que escucharíamos su voz en directo. Ese recuerdo ahora pesa como un tesoro y como una herida abierta. Montes sabía —como solo saben los amigos que han crecido contigo— que la muerte de Robe no era simplemente una noticia, sino un derrumbe compartido. Una fractura que volvía a abrirse justo en el lugar donde las canciones de Robe nos habían sostenido tantas veces cuando todo lo demás fallaba.

Mi amiga Tere, con la que también compartí aquel último concierto,  me envió el enlace a la noticia junto a unas palabras que me atravesaron: “Día triste, amiga. Se van los mejores. Qué bajón me ha dado. Me quedo con el concierto de mi vida, que fue el suyo. Un besito”. Al leerla, volví de golpe a aquella noche. Recordé el instante exacto en que sonó 'Guerrero' y nos abrazamos sin decir nada, como si las dos supiéramos que en ese momento ocurría algo que iba a quedarse para siempre. Grabé en mi memoria la vibración del público, el aire lleno de electricidad, la emoción que se nos desbordaba por dentro. Y ahora, sabiendo que esa fue la última vez que escucharíamos su voz en directo, aquel abrazo duele distinto: como un presagio que no supimos leer.

Robe Iniesta
Robe Iniesta en un concierto de Extremoduro en 2014. Foto: Rubén Ortega


Mi amigo Guille también me mandó la noticia. Más tarde le confesé que me había dado una
pechá de llorar y que aún no me lo creía. Él me respondió que había sentido exactamente lo mismo y me escribió algo que me marcó: “Yo tuve la suerte de que mi primo Benja (del que siempre me habla con los ojos cargados de orgullo) me grabara un cassette de Extremoduro. Es el autor —poeta o lo que sea— con quien más conecté. Fue una época jodida para mí, y me refugiaba en el punk, en esa sensación de que no había futuro. Era  como sentirme solo porque sentía compañía en su rabia. Su  poesía iba más allá. Mucho más universal, apelaba a muchas más cosas que el rock, punk, metal o grunge que había escuchado antes. Escribía de una forma más honesta, más tierna y más dura”.

Guille trabaja a pocos metros de mi oficina, y le dije que necesitaba ir a darle un abrazo. Y así fue: nos encontramos, nos miramos con la tristeza encendida en los ojos, nos fuimos a tomar unas cervezas, brindamos por Robe y nos abrazamos como quien intenta sostener algo que se deshace entre las manos. Él también estuvo en aquel último concierto. Intentamos vernos en el recinto, pero con tanta gente fue imposible encontrarnos. Emocionado escuchando a Robe y todo lo que envuelve su magia en el escenario me escribió: “Quiero verte. Esto es muy bonito”. Yo pensé: bueno, al siguiente vamos juntos; quiero compartir a Robe con él. Pero ya no habrá siguiente. Y ahí es donde duele de verdad: en esa torpeza tan humana de creer que siempre habrá un mañana, de no vivir el presente porque confiamos en futuros que no están garantizados. Esa experiencia —esa que di por hecha, esa que esperaba repetir— es algo que ya jamás viviremos juntos.

Benamí —con quien compartí una de las etapas más hermosas y a la vez más frágiles de mi vida, aquellos difíciles 18 años— también me escribió. Su mensaje era una herida abierta: “Madre mía, qué hostia más grande. A la rabia y a la tristeza de la muerte le sumo la desolación de no poder disfrutar de nuevas obras. Supongo que eso, para un artista, es el mejor síntoma de haberlo sido”. Leí sus palabras y sentí que tenía razón: esa mezcla de dolor y vacío solo la provoca alguien que dejó más mundo del que encontró. Benamí me animó a escribir este texto. Siempre lo hace. Siempre encuentra la manera de recordarme que soy más capaz de lo que creo.

Mi excompañero de trabajo, Ramón —ya jubilado— también me envió la noticia, acompañada de un simple “qué pena…”. Y en esas dos palabras, tan pequeñas y tan llenas de mundo, entendí algo. Robe no solo era nuestro sino que unía generaciones enteras, hilaba vidas que nunca se cruzaron, hacía que personas muy distintas se reconocieran en la misma emoción. 

Mi amigo Fran me envió el enlace para ir a un tributo de Robe dentro de dos semanas. Un tributo. La palabra se me clavó como una astilla. ¿Cómo pensar en homenajes cuando todavía no he digerido que nunca más voy a escuchar su voz en directo? Cuando aún estoy intentando entender que esa presencia que nos incendiaba el pecho ahora solo vive en los discos, en los recuerdos, en lo que queda de nosotros después de escucharlo tanto.

Robe no fue solo un músico: fue el idioma secreto de nuestra generación. Estaba en los litros que pasaban de mano en mano, en las noches que no queríamos que acabaran, en los abrazos rotos de nuestros amores, en los silencios que solo se llenaban con sus versos

Y entonces lo entendí. Entendí que todos esos mensajes —los de Juan, Montes, Tere, Guille, Benamí, Fran, no eran solo reacciones aisladas a una noticia devastadora. Eran, en realidad, la forma en que Robe seguía respirando a través de nosotros. Cada palabra, cada recuerdo, cada nostalgia que se desbordaba en esos textos era un pedazo suyo, una chispa que él había encendido en cada uno de nosotros sin pedir nada a cambio. Porque Robe no fue solo un músico: fue el idioma secreto de nuestra generación. Estaba en los litros que pasaban de mano en mano, en las noches que no queríamos que acabaran, en los abrazos rotos de nuestros amores, en los silencios que solo se llenaban con sus versos. Estaba en las heridas que compartimos sin hablarlas, en la rabia que nos salvó más de una vez, en la ternura que llevábamos escondida porque nadie nos enseñó a mostrarla.

Y al juntar todos esos mensajes (y muchos más) —los de quienes me quieren, los de quienes apenas me conocen, los de quienes compartieron conmigo sus conciertos, noches de fiesta, etapas, amores, derrotas o victorias— entendí que en cada uno de ellos había una misma luz. Una luz pequeña, humilde, casi discreta, como esas estrellas que parecen insignificantes en el cielo pero que, cuando más oscura se vuelve la noche, son las que de verdad orientan el camino. Robe era y será nuestra “estrellita pequeñita pero firme”, brillando para cualquiera que levante la mirada. 

Ahora lloramos su marcha. Mañana, quizá, aprenderemos a celebrar su eco, convencidos de que el poder de su arte nos salvará de una vida inerte, de una vida triste, de una mala muerte 

Robe era mis amigos. Robe era nosotros. Era nuestras historias entrelazadas, lo que vivimos juntos y lo que sobrevivimos cada uno por su cuenta. Era el suelo sobre el que aprendimos a levantarnos, la banda sonora de lo que fuimos, de lo que dejamos de ser y de lo que aún buscamos. Y quizá por eso duele tanto. Porque con su adiós no solo se ha ido una voz, se ha movido algo en el centro mismo de quienes somos. Pero también por eso sigue aquí, en cada uno de nosotros, como una llama que no se apaga aunque falte el que la encendió.

Su voz era un refugio para los rotos. Nos hablaba desde un lugar donde la vida y la herida eran lo mismo, y donde todo tenía sentido porque, como una vez escribió, “si no hay dolor, no hay vida”. Palabras como esas no eran solo versos: eran un espejo. Y a veces dolía mirarlo. Robe era capaz de nombrar lo innombrable. De convertir la rabia en ternura y la ternura en una llamarada. En sus canciones había una forma salvaje de verdad, una que nos hacía sentir que incluso en los días más oscuros había lugar para decir, como murmuró en uno de sus versos: “mi corazón sigue latiendo”. Y con eso bastaba para sobrevivir.

Hoy su ausencia pesa como un silencio inesperado. Un silencio extraño, áspero, que parece repetirse a sí mismo ese grito suave que tantas veces nos salvó: “me estoy quitando las heridas”. Pero esta vez la herida es otra; esta vez la llevamos nosotros.

Escribo el texto mientras escucho 'El poder del arte' y no puedo evitar estremecerme cuando entona “ya no queda nada por hacer, parece buen momento de tocar el cielo” y la frase adquiere un peso casi profético, como si Robe, en su manera habitual de desafiar el abismo, intuyera que tocar el cielo no siempre es un gesto de celebración, sino una despedida anticipada.

No se ha ido del todo. No pueden irse quienes nos enseñaron a ser. Quienes nos mostraron que el dolor también es una forma de belleza, y que vivir, aunque duela, es la única forma honesta de estar en el mundo. Él lo dijo sin adornos, con esa crudeza que solo tienen los que conocen de cerca la verdad: “seguir viviendo es seguir soñando”. Y ahora somos nosotros quienes tenemos que seguir. Robe no fue un mito: fue una fractura luminosa. Un temblor que nos atravesó para siempre.

Ahora lloramos su marcha. Mañana, quizá, aprenderemos a celebrar su eco, convencidos de que el poder de su arte nos salvará de una vida inerte, de una vida triste, de una mala muerte. 

Pero hoy… Hoy simplemente duele.

Obituario
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