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Solo estuve una vez en el Saint Sauveur, aquel bar de Menilmontant, en el 20e arrondissement de París. Me llevó un amigo apasionado de aquella ciudad, de su activismo antifascista y de los Brigada Flores Magón, una banda de rock parisina que puso banda sonora a todos los black blocks de los 2000, que no fueron pocos. Si no habéis estado, el Saint Sauveur es exactamente como lo imagináis: oscuro, con las paredes abarrotadas, el váter cosido a pegatinas, y el eco del punk colándose entre las conversaciones.
Ciertamente, lo de Sauveur (salvador) no le iba mal al bar: su fundador era Julien Terzic, que ha muerto este lunes en París. Julien era el batería de los Brigada, militante anarquista e icono de aquellos chavales parisinos de los años 80, que salvaron —metafórica y literalmente— a sus barrios del fascismo. Su historia se contó en un documental de 2008 —Antifa, chasseurs de skins— de Marc-Aurèle Vecchione, que dignificó la historia de aquellos muchachos (porque muchachas, a decir verdad, pocas) que militaron la banlieue de aquellos años y que, aunque no estén en el Panteón de los hombres ilustres, hicieron mucho por París.
La banlieue de la clase trabajadora levantada en los sesenta era la casa de miles de jóvenes parisinos condenados a la precariedad
Teniendo en cuenta eso que dicen de que la historia rima, en mayo de 1980 la capital francesa celebraba una enorme manifestación contra el nazismo, tal y como la describía en su crónica de entonces El País. Las agresiones de grupos ultras organizados llevaban desde finales de los 70 sumando víctimas en las calles francesas: dos por mes en los años 77 y 78, hasta una media mensual de 15 en 1980. Setenta personas de origen argelino fueron asesinadas en sólo cinco años por los movimientos neofascistas —muchos con penetración, oh, sorpresa, en las fuerzas y cuerpos de seguridad franceses— y la violencia ultra era un problema al que muchos no se atrevían a señalar, porque señalándola, se les abrían sus propias costuras. Poco después, en 1981, el socialista Mitterrand llegaría a la presidencia francesa en coalición con el Partido Comunista llevando bajo el brazo un extenso programa de reformas sociales para gestionar un capitalismo en llamas. Nacionalizaciones, nuevas políticas sociales, y la concesión de algunos derechos laborales permitieron unos breves años de respiro, pero la Europa de Thatcher y Kohl vino a imponer sus métodos, contrarios a la fórmula francesa. Se aplicaron políticas deflacionistas que dispararon el desempleo y el coste de la vida, mientras la clase empresarial gala tomaba ventaja del recetario neoliberal y contraatacaba con fuerza contra las conquistas laborales. Mitterrand recogió cable, se deshizo de incómodas coaliciones a su izquierda —un clásico de aquellos socialistas ochenteros— y se mantuvo, eso sí, casi una década y media en el Elíseo.
Literatura
Literatura Jérôme Leroy: “Son los hijos de antiguos comunistas, no sus padres, los que se convirtieron en fascistas”
En paralelo, el Frente Nacional de Le Pen, fundado una década atrás, en los setenta, arañaba sus primeros diputados capitalizando las consecuencias de las crisis económicas, el discurso xenófobo y antisemita, y apelando a la gloria apolillada del pasado colonial francés. Pero de eso se hablaba poco en los suburbios de París. La banlieue de la clase trabajadora levantada en los sesenta era la casa de miles de jóvenes parisinos condenados a la precariedad y a enfrentarse sin herramientas a un mundo que cambiaba demasiado deprisa y demasiado ajeno a ellas y a ellos. A su generación, en Francia, algunos la llamaron la “generación Tonton”: los adolescentes de los primeros ochenta, los niños y niñas perdidos de eso que algún ingenuo llamó el fin de la historia. Muchas y muchos eran hijos y nietos de las heridas decoloniales francesas —áfrica subsahariana, Argelia, Marruecos, Túnez— y de las migraciones europeas —yugoslavos, húngaros, portugueses—, que habían levantado junto a sus vecinos la Francia de posguerra con su trabajo, que volvían a casa cada día en eternos viajes de tren y autobús para descansar en las moles de hormigón gris a kilómetros de la Bastille. Ellos y ellas se habían convertido en la diana de los discursos racistas y también de su violencia cotidiana.
Este sábado, Julien y los Brigada Flores Magón hubieran tocado en las fiestas populares de la Karmela de Vallekas
Fue allí, entre esos bloques, en el deambular del centro a la periferia, donde nacieron los chasseurs de skins, los cazadores de nazis de París. Reaccionando a la violencia ultra, organizándose en diferentes bandas —los Red Warriors, los Ducky Boys, los Black Dragoons— mapearon París calle a calle: mercados, estaciones de metro, parques, corredores, pasadizos, avenidas, día y noche. identificaban los símbolos de los ultras, seguían sus movimientos, localizaban sus espacios. Y les sacaban de allí. Como fuera. Sonaban a punk, a ska, a reggae, a hip hop, y en su causa común se fusionaron en un mestizaje de subculturas urbanas único en Europa. Un fenómeno que, como apuntaba en este detalladísimo artículo BigBrothaBob, fue especial por varias cosas: por su juventud y autonomía —teniendo en cuenta que se enfrentaban a militantes ultras organizados, algunos profesionales entrenados para la violencia—, por la diversidad de orígenes de sus componentes, y por el número y efectividad de sus acciones, que mantuvo a raya a la extrema derecha en París y contagió su ejemplo en otras muchas ciudades de Europa. También en Madrid o en Barcelona, bien lo sabemos, hubo quien le plantó cara a los niños bien con bomber y buenos abogados que paraban en la Plaza de los Cubos, décadas antes de que se terminasen pegándose tiros entre ellos.
No es una idealización, es un hecho. Por supuesto, en esta historia había machismo, (toneladas de machismo), violencia a mansalva y muchos episodios tristes: no se trata de alabar aquí esa fascinación mitómana de los macarras que tienen algunos cronistas, sino de poner en valor lo que significó políticamente que miles de jóvenes fueran capaces de construir una respuesta —violenta, sí— a la violencia fascista sin más recursos que ellos mismos. La historia de los Chasseurs de Skins es la de una generación que transformó una parte importante de la vida de una ciudad de millones de personas, aunque apenas saliera en los periódicos, si acaso como un ladillo en la sección de sucesos. Una generación que logró articular la autoorganización juvenil frente a todo pronóstico y que dio una identidad al movimiento antifa que marcó a varias generaciones.
Hoy, el Saint-Sauveur conserva aún los posters de los Red Warriors en la pared y el mismo espíritu de guarida militante y de reencuentro ante la incertidumbre. Su calendario está cargado de acciones de solidaridad con Palestina y de actos contra el Frente Nacional. De hecho, no hace tanto, en 2020, un grupo de extrema derecha atacó el bar y la respuesta administrativa de París fue el cierre administrativo del local. Pero son cabezones estos parisinos, y finalmente volvió a abrirse y hasta hoy, pese a las dificultades económicas, las amenazas de clausura, y la certeza de que la generación de Julien, de los Brigada Flores Magón y de los chavales y chavalas de aquellos suburbios orgullosos de sí mismos está ya más cerca de ser unos puretas que de organizar los black block.
Ello no implica, en absoluto, aferrarse a la nostalgia. Sirva de ejemplo. sin ir más lejos, el pasado fin de semana, con la manifestación antifascista en la Plaza de la República en París, el orgullo crítico en Madrid, o las banderas palestinas que han inundado Glastonbury. El antifascismo siempre estuvo ahí, el de la vecindad, el de las amigas, el de las causas pequeñas y el que nos cuida entre nosotras cuando son demasiado grandes. Allons, enfants, porque lo vamos a necesitar.
Este sábado, Julien y los Brigada Flores Magón hubieran tocado en las fiestas populares de la Karmela de Vallekas. Lamentablemente, no va a poder ser, pero estoy segura de que las marineras de Vallekas brindarán fuerte por los cazadores de París. Rest in power, Julien.
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