Opinión
No es un caso aislado, se llama patriarcado

La conocíamos, la conocemos y lo conocíamos y eso hacía que no fuera un caso aislado. El asesinato de una niña de tres años en Lavapiés agota las palabras y ensancha el miedo en el barrio.
Concentración en Lavapiés en repulsa por el último asesinato machista 30 de diciembre violencia vicaria
Concentración en Lavapiés el pasado 30 de diciembre de 2021, para condenar el asesinato de una niña a manos de su padre. Ela Rabasco
4 ene 2022 13:12

Desde hace tiempo, cuando llego a Lavapiés desde mi exilio de extrarradio y es de noche, me sorprende la oscuridad. Comparado con las imponentes farolas de autopista que puntean las calles carretera del lugar en el que vivo, que arrojan círculos de luz que se encadenan hasta el infinito, el resplandor quebrado de las pobres farolillas pegadas a las paredes hace que mis ojos tarden un rato en acostumbrarse. En cada visita lo siento tan oscuro como la primera vez que, recién llegada a Madrid, asomé la cabeza por el metro para volver a meterla rápidamente, como el ratoncillo de campo asustado que era.

El otro día, el 31 de diciembre por la tarde, volví a asomarme por la boca de metro de Lavapiés y volví a sorprenderme de la oscuridad. Pero esta vez parecía que la oscuridad acompañaba y el miedo era justamente lo que me impulsaba a salir del metro. Iba a la concentración convocada apresurada y acongojadamente por los grupos del barrio para condenar y dolernos por el asesinato de una niña a manos de su padre. En mi cabeza acorchada por el dolor bailaban dos frases. Una de la canción Ohio, de Neil Young: una manifestante perseguida por la policía ve cómo cae a su lado una chica que conoce y dice “¿Cómo puedes huir cuando la conoces?” La otra, un clásico de las manifestaciones feministas: “No es un caso aislado, se llama patriarcado”.

A mi lado, las compañeras de la Asamblea 8M de Lavapiés cargaban valientes con la responsabilidad de “decir algo”, de unir los conceptos que manejamos para denunciar que esto que ocurre no son casos aislados

No podíamos huir porque la conocíamos, la conocemos, lo conocíamos. Y por eso reunimos nuestro miedo, nuestro estupor, nuestro dolor y nuestra rabia y bajamos a la plaza, a abrazarnos covid mediante, a llorar juntas. En el suelo se acumulaban las velas que habían traído los Dragones y que, a medida que se iban encendiendo, formaban una figura que no se sabía muy bien qué era, si era un círculo, un corazón o una manzana, si era un akelarre, una oración o un ritual, o una lluvia de estrellas resistiéndose a ser constelación. A mi lado, las compañeras de la Asamblea 8M de Lavapiés cargaban valientes con la responsabilidad de “decir algo”, de unir los conceptos que manejamos para denunciar que esto que ocurre no son casos aislados, que hay una lógica patriarcal, heteropatriarcal, cisheteropatriarcal que lo invade todo y que estalla por cualquier resquicio, cualquier grieta, cualquier falla. Y que, como lógica que es, siempre estalla en la misma dirección, hacia las mujeres, hacia las personas vulnerables. Que lo previsible es la dirección en la que estalla y que, sin embargo, los resquicios, las grietas, son lo imprevisible. No es un caso aislado, se llama patriarcado.

La conocíamos, la conocemos y lo conocíamos y eso hacía que no fuera un caso aislado. Cuando se habla de ese caso aislado, casi siempre se piensa en un caso ajeno, en un caso de libro, en una manzana podrida, en un se veía venir. Pero a la vez podríamos haber buscado un consuelo perverso, que instintivamente rechazábamos, en el hecho de que no fuera un caso aislado, en la certeza de que el feminismo nos podía dar una explicación, aunque fuese a costa de despersonalizar a quienes conocíamos. Quizás esa disyuntiva era lo que hacía que lo único que se pudiera decir esa noche era que no teníamos palabras, que no sabíamos qué decir. Estar ahí, sin saber qué decir, de todas formas, era algo que nos hacía bien.

Hoy me contaba una amiga que las siete personas que pasaban la navidad en su pueblito habían decidido no informar de la avería que había apagado el alumbrado público y dejar oscuras las noches. Y que el cielo había estallado de estrellas. Hasta ahí lo escuchaba yo como una anécdota curiosa, una experiencia estética. Pero mencionó también que para disfrutarlo había tenido que enfrentarse al miedo a la oscuridad. Entonces recordé ese miedo que sentí las escasas veces que, por accidente o deliberadamente, me encontré así en la calle o en el campo, a oscuras. Ese miedo que aletea en los costados, que es como un vértigo, ante el que a veces te entra un poco de vergüenza y que tiene algo de adictivo. Y con el miedo recordé ese cielo, cómo se vuelve infinito por la profundidad y no por la extensión. Cómo, sobre todo, las estrellas se multiplican y paradójicamente dificultan dibujar las constelaciones que a todas nos enseñan desde niñas a localizar; cómo el cielo se rebela ante esa manía humana de sacar patrones, de hilar puntos, de buscar lógicas.

Y me acordé de nosotras, la tarde del 31 de diciembre, agrupadas en la oscuridad, sintiendo el miedo, mirando las velas esparcidas en el suelo que se resistían también a ser un patrón, una figura. Pensé que sí teníamos palabras, como no íbamos a tenerlas. Lo que no teníamos era la capacidad de hacer frases con esas palabras. O quizás es que las palabras, los sentimientos, multiplicados en la oscuridad como estrellas desafiantes, nos estaban regalando la oportunidad de no hacer constelaciones con ellas, de dejarnos invadir por la complejidad. Y aceptamos ese regalo, aceptamos sentir el miedo sin encender unas farolas que, sin duda, nos hubieran marcado un camino.

Diréis que menuda vuelta para justificar una vez más no saber qué decir. Es una justificación, pero no es un lamento. Es un tributo a la valentía de quienes estuvieron allí, sin ceder a la tentación de hilar unas frases que todas sabemos para hablar de quienes conocemos, de quienes conocimos. A la generosidad de quienes aceptaron la complejidad para estar juntas un rato, para abrazarnos, para buscar en los ojos de la compañera el miedo y acompañarlo. Es un reconocimiento a la complejidad que se desplegaba ante nosotras y nos aterraba. A medida que pasaba el tiempo, era evidente que nos íbamos encontrando mejor, que estar allí nos había hecho bien. Todavía sin palabras nos íbamos despidiendo, era la noche de cenar con la familia, de sangre o de elección, de hacer nuestros rituales para cerrar un año y para prepararse para el siguiente. Noche de formular deseos, de hacer balance, de hacer incluso planes. No se podía seguir mucho tiempo bajo el influjo de la oscuridad estrellada, nunca se puede. Al día siguiente tendríamos que volver a trazar caminos, reconocer constelaciones, calcar patrones y reconocer figuras. Para eso necesitaremos hacer de nuevo frases. Si de formular deseos se trata, el mío sería que, en la medida de lo posible, nuestras frases no traicionen más de lo necesario la caótica complejidad que nos aterra. Y tejerlas en compañía.

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