Opinión
¿Construir más casas? Entre el dogma liberal y la impotencia socialdemócrata
Hace un par de semanas, Estefanía Molina publicó en El País una columna de opinión que llevaba por título “Construir vivienda no es facha”. El planteamiento que defiende en ella se puede resumir de la siguiente manera: existe un discurso populista de “extrema izquierda” que niega absolutamente la necesidad de construir, en favor de un énfasis unilateral en la expropiación y la regulación, mientras que la verdadera solución para una supuesta falta de oferta, hacer bajar los precios y garantizar el acceso a la vivienda pasaría necesariamente por la construcción y por una mayor inversión en vivienda. Para Molina, el debate sobre la vivienda “se está llenando de fetiches ideológicos”, y tiene razón: la cansina cantinela de que el problema de la vivienda es un problema de oferta y que la única medida posible para paliarlo pasa por la construcción no merece otro nombre.
La propuesta es de todo menos novedosa: está alineada con los dogmas liberales sobre la oferta y la demanda (versión sofisticada del popular “imagina que tienes dos vacas...”), con las políticas de todos los partidos del arco parlamentario (de izquierdas y derechas), y por supuesto, con los intereses económicos del sector inmobiliario. Un sector al que sus patrocinadores políticos y mediáticos están siempre dispuestos a presentar como benefactor de la sociedad. En calidad de productores de algo tan esencial como la vivienda merecerían, según la versión, que les dejasen hacer libremente sin estúpidas regulaciones legales ni intromisiones estatales, el apoyo y la protección estatal para llevar a cabo su labor, o bien alguna combinación de ambas. En todos los casos, eso sí, garantizando que su filantrópica labor les reporte un beneficio económico. Dicho esto, vamos a analizar un poco sus argumentos.
Los famosos 3,8 millones de viviendas vacías
Para defender su tesis, la columnista empieza con un argumento bastante curioso: primero acude a diversas fuentes para minimizar las cifras de vivienda vacía realmente disponible en las grandes ciudades, donde el problema se presenta de forma más aguda, para después dejar entre líneas la idea de que como con expropiar esa “minoría” de viviendas podría no ser suficiente, entonces hay que rechazar totalmente la expropiación y apostarlo todo a la construcción.
El argumento es bastante tramposo por varios motivos, donde el primero y más evidente es que una “minoría” de 3,8 millones (datos del INE) seguiría siendo un número ingente de viviendas vacías. En esta línea, al margen de un debate más profundo sobre las fuentes y los datos, que sería también interesante, la cuestión es que la propia fuente que dice utilizar (un informe reciente del BCE), señala que un 7,5% del parque total de viviendas de ciudades de más de 250.000 habitantes son viviendas vacías. En el caso de Barcelona, por ejemplo, sería el 9,3% del total, casi 1 de cada 10. Esto nos sitúa con cientos de miles de viviendas vacías en aquellos lugares donde la crisis de vivienda golpea más duramente. De paso, sitúa el debate en el ámbito de las cuestiones hipotéticas y los futuribles, obviando que lo que tenemos ahora es que simultáneamente existen casas vacías y gente durmiendo en la calle. Siguiendo con Barcelona, los datos hablan de algo más de 1.200 personas sin hogar en la ciudad, un número ínfimo en comparación a esas cifras de vivienda vacía, y que podríamos comparar también con los 10.000 pisos turísticos. Es cierto que estos datos no contemplan el hacinamiento, la infravivienda o la imposibilidad de muchos jóvenes de independizarse o hacerlo sin compartir piso. Pero independientemente de si hay suficientes casas o no para solucionar de manera inmediata todas estas problemáticas, expropiar esas viviendas en manos de grandes propietarios y ponerlas al servicio de una necesidad tan básica y urgente como es la de tener un techo sería algo de sentido común si no estuviesen secuestradas y convertidas en un negocio, si la propiedad privada no estuviese sacralizada ideológicamente y blindada por el Estado.
¿La construcción hace bajar los precios?
A continuación, argumenta que la construcción masiva hace bajar los precios. Frente a la evidencia empírica de que durante la burbuja inmobiliaria previa a 2008 la construcción era masiva y sin embargo los precios seguían subiendo (todos conocemos aquel mantra de que “la vivienda siempre sube”) la primera parte del argumento es que el problema no era la construcción, no había una burbuja de oferta sino de crédito, con la concesión de hipotecas masivas. Eliminando esas hipotecas masivas de la ecuación, el problema estaría resuelto y la construcción haría bajar los precios.
Pero lo cierto es que esto no tiene por qué ser así, ya que la disponibilidad de dinero en el lado de la demanda no depende únicamente del crédito (que se identifica a brocha gorda con las familias de rentas bajas o medias que compran una primera o segunda residencia). Puede venir, por ejemplo, de la compra de vivienda de lujo por parte de grandes fortunas, en un mercado de vivienda cada vez más polarizado entre el lujo de unos y la miseria de otros, y donde este tipo de construcción de lujo aumenta cada año. O, más masivamente, de la compra de vivienda como inversión, sea para futuras ventas, sea para el alquiler en sus distintas formas (como residencia habitual, temporal o turístico), algo que no hay que identificar únicamente con fondos o empresas, sino también pequeños, medianos y grandes inversores particulares. Y precisamente a todo esto apuntan datos como el del aumento del porcentaje de compras de vivienda sin hipoteca, que marcaba récords a inicios de este año. Este tipo de tendencias pueden contribuir a mantener los precios altos. Pero además, el argumento obvia el hecho de que, aún con una rebaja significativa de los precios, gran parte de las clases medias y especialmente de la clase trabajadora no podrían acceder a una vivienda sin una hipoteca que cubra la mayor parte del valor de la vivienda (y menos aún en un contexto de inflación sostenida). Por tanto, cerrar el grifo del crédito, incluso aunque eso generase una bajada en los precios, podría beneficiar a unos (quienes tienen una mejor posición de partida para entrar a ese mercado y puedan optar a la compra sin hipoteca o cumplir unos requisitos más exigentes para obtener una) a la vez que perjudicar a otros (que serían precisamente quienes más dificultades tienen ya para acceder al crédito y a una vivienda en general).
Pero si la primera parte del argumento es dudosa, la segunda es realmente sorprendente: consiste en afirmar, como prueba de su hipótesis, que tras la crisis de 2008, cuando se cerró el grifo de las hipotecas, los precios sí bajaron drásticamente. Lo que se le olvida comentar es que la burbuja había estallado, el propio sector de la construcción acumulaba miles de quiebras, había una crisis brutal con un máximo histórico de 6.200.000 parados (un 27,16% de paro) y la economía mundial en su conjunto estaba dando tumbos. No sabemos si los casi 700.000 desahucios que tuvieron lugar entre 2008 y 2019 eran parte consciente de ese magnífico plan del sector inmobiliario y los políticos de la época para solucionar los problemas de acceso a la vivienda o un daño colateral no previsto de antemano, pero en cualquier caso el cuadro resultante es macabro. Por no hablar de que si el precio de la vivienda se desplomó, también lo hizo el poder adquisitivo de la clase trabajadora y buena parte de las clases medias. A amplios sectores de estas, tras la crisis, se les cerró el acceso a la vivienda en propiedad y se les relegó a un mercado del alquiler con mayor inestabilidad, mayor hacinamiento, viviendas de peor calidad y precios al alza, que impiden cualquier tipo de ahorro y les expulsan hacia las periferias. Por supuesto, el problema de la vivienda no surge en 2008, pero que se nos plantee su mayor crisis reciente, provocada en parte por una burbuja inmobiliaria en la que se construía masivamente, como argumento de que la solución es seguir construyendo masivamente resulta incomprensible.
“El resentimiento contra los caseros” y los discursos populistas
Para Estefanía Molina, “la inacción política es la principal responsable de que se estén generando monstruos, como un resentimiento de los inquilinos contra sus caseros”. Supongo que no ha vivido demasiado de alquiler, porque le puedo asegurar que hay muchos más motivos para estar “resentido” con un casero. Hay gente que “se resiente” si su casero se hace el loco cuando hay que hacer el más mínimo arreglo, cuando trata de colarle cualquier gasto asociado a la propiedad, cuando al buscar piso le pide 5 nóminas y 3 avales o le discrimina de manera racista, cuando les quiere subir el alquiler o echar para alquilar más caro a otros. Incluso algunos tenemos la piel tan fina que “nos resentimos” por que se queden sin trabajar la mitad un sueldo que nosotros sí tenemos que trabajar para conseguir. Pero dejemos estos “detalles” de lado.
Los discursos populistas que atribuyen el problema de la vivienda en exclusiva a los fondos buitre o una élite económica muy reducida, además de falaces, tienen nefastas consecuencias políticas
Los discursos populistas sobre los fondos buitre serían, según ella, también erróneos. En esto tengo que darle parcialmente la razón: por ejemplo, en Madrid el 85% del mercado del alquiler está en manos de propietarios particulares, de los cuales el 90% puede ser clasificado por sus niveles de renta entre las clases medias. Como traté de analizar en este otro artículo, los discursos populistas que atribuyen el problema de la vivienda en exclusiva a los fondos buitre o una élite económica muy reducida, además de falaces, tienen nefastas consecuencias políticas. Sostenidos por políticos socialdemócratas y por autores como Javier Gil o Jaime Palomeras, anteponen encajarlo todo en un esquema populista de un pueblo indefenso contra una élite oligárquica al rigor en el análisis (como muestra aquí Pablo Carmona contrastando y analizando distintas fuentes de datos). Estos discursos, al tomar la parte por el todo, contribuyen a la idea de que el problema de la vivienda no sería algo estructural, sino una desviación o exceso, corregible a través de parches. Así, se deja sin cuestionamiento la lógica general en la que la vivienda se concibe únicamente como mercancía, a la par que se minimiza la responsabilidad del resto de agentes implicados.
Dicho esto, queda también claro que el objetivo a la hora de mostrar lo erróneo de ese discurso populista puede ser muy diferente. En boca de políticos profesionales, tertulianos o de la propia Molina, se trata de usar la excusa de los pequeños propietarios (podemos pensar en la evocadora imagen de una entrañable abuelita que complementa su pensión con el alquiler) para oponerse a cualquier medida que afecte mínimamente a la ganancia de los rentistas (argumento que estos discursos populistas ponen en bandeja, claro). Pero mostrar la falsedad de ese discurso debe ser más bien una forma de ampliar el señalamiento al resto de agentes que hacen de la vivienda un negocio y contribuyen a que el problema se reproduzca: empresarios y patronales que mantienen los salarios en niveles de miseria, promotoras, constructoras e intermediarios, grandes, medianos y pequeños rentistas, etc.
En cualquier caso, y volviendo a la cita anterior, habría que cambiar eso de “inacción política” por “política activa en favor del rentismo”, que es lo que realmente han estado haciendo los gobiernos centrales y autonómicos, independientemente del color de los partidos que los ocupan. Ejemplos de ello son la total impunidad de la que gozan los rentistas, un régimen fiscal que graba más los ingresos por el trabajo que las rentas del alquiler y les hace constantes exenciones fiscales, o las famosas ayudas al alquiler: ayudas económicas que terminan en el bolsillo de los rentistas y contribuyen a seguir subiendo los precios.
Según Molina, “esa sed de revancha impide valorar racionalmente las medidas que se aplican”. Pero veamos a que se refiere concretamente. Según ella, en Cataluña la regulación lo que ha hecho es que la oferta se desplace al alquiler de temporada y por habitaciones en el que no hay regulación alguna. Esto es cierto, al menos parcialmente. Ahora bien, de ahí a la conclusión que extrae de que cualquier regulación de precios es contraproducente hay un salto bastante importante. De hecho, del mismo ejemplo uno podría sacar una conclusión totalmente opuesta: que no sobra, sino que falta regulación, que habría que regular también los precios de los alquileres de temporada y por habitaciones, e ir tapando el resto de agujeros que tiene la medida.
Habría que cambiar eso de “inacción política” por “política activa en favor del rentismo”, que es lo que realmente han estado haciendo los gobiernos centrales y autonómicos
A ella en cambio su argumento le parece totalmente racional y autoevidente, podemos conjeturar que es porque el hilo argumental implícito es más o menos el siguiente: no se quieren regular los precios porque eso contradice la sagrada libertad del mercado y perjudica a los interese económicos de los rentistas, por lo que los parches y tímidas regulaciones que se permiten poner en marcha como parte del marketing electoral de los partidos de izquierda son extremadamente limitados y tienen mil grietas por las que los rentistas pueden sortear la regulación. Esto limita o anula el efecto de una regulación de precios a la baja que no sería en ningún caso la panacea, pero que podría suponer un alivio importante para muchas personas y familias si no estuviese llena de agujeros. Y entonces, los mismos que desde el principio se oponían a cualquier intromisión en el mercado señalan el fracaso de la medida y vuelven a la carga con su propuesta de siempre: dar vía libre a los rentistas, alimentar y poner facilidades al negocio inmobiliario para construir. Este es el baile en el que se mueven continuamente los apologetas del libre mercado y sus falsos críticos, que plantean ponerle ciertos límites desde el estado sin cuestionar el marco en su conjunto ni atreverse a ir seriamente contra los intereses de los rentistas, y terminan así en el mismo punto que sus contrincantes.
¿Expropiar o construir?
Llegados a este punto, por paradójico que pueda parecer, tengo que darle a la columnista la razón en algunas cosas. Eso sí, con matices, y seguramente no de la forma que le gustaría. Dejando de lado el calificativo de “extrema izquierda”, que es más una forma de descalificar a ciertas posiciones políticas que un concepto descriptivo, como comunista no puedo más que coincidir, aunque sea en el plano más abstracto, con la crítica a una izquierda que habla de cómo redistribuir la riqueza (la vivienda en este caso) pero no de cómo esta se produce. Porque lo cierto es que sí existe una izquierda que, desde el histórico cisma entre la socialdemocracia reformista y el comunismo, ha ido progresivamente abandonando y excluyendo de su programa el horizonte de un modelo productivo alternativo al capitalista, aceptando sus fundamentos y limitándose a proponer medidas redistributivas que puedan paliar parcialmente las desigualdades dentro de este. Una posición que por más que se califique de “extrema” es de todo menos radical en el auténtico sentido de la palabra, ya que no va a la raíz del problema. Y que no solo existe, sino que es absolutamente hegemónica dentro de ese cajón de sastre de lo que se llama izquierda. Desde un PSOE que de socialista y obrero no tiene nada y que asume todos y cada uno de los dogmas liberales aunque los pinte de progresista, hasta los partidos a su izquierda, que performan una mayor radicalidad en sus discursos y promesas, pero carecen igualmente de una propuesta de modelo productivo y de sociedad alternativo al capitalismo.
Esta carencia no solo marca la política parlamentaria, sino que afecta también a las luchas sociales y sindicales. Estas, huérfanas de un horizonte alternativo, y pese a la voluntad de las minorías revolucionarias dentro de ellas, se tienden a limitar a la lucha por mejoras inmediatas dentro del marco capitalista, oscilando entre la aceptación acrítica de este y un “anticapitalismo” abstracto que lo cuestiona vagamente sin cristalizar en una propuesta alternativa definida.
Es esta carencia la que convierte cuestiones obvias en “preguntas difíciles” de las que otros pueden aprovecharse para señalar contradicciones y limitaciones a cualquiera que cuestione esos dogmas liberales, como hace Molina. Por ejemplo, más allá de la batalla por las cifras acerca de la vivienda vacía, su estado y su ubicación, aunque el problema de la vivienda no sea en general ni en términos absolutos un problema de escasez, hay que reconocer que es perfectamente posible que haya lugares concretos en los que realmente exista una falta de vivienda. Y, en un plano más general, es también obvio que ninguna sociedad puede vivir eternamente de las rentas, de redistribuir una y otra vez la riqueza producida previamente. Quizá hoy bastase con expropiar viviendas vacías para solucionar o mitigar muy contundentemente el problema de la vivienda, pero ¿y mañana? Quizá la población aumente más y más, o las viviendas existentes se vayan deteriorando. ¿Cuántos años, décadas, o siglos puede seguir la sociedad satisfaciendo las necesidades de vivienda sin producir nuevas viviendas, sin construir, o al menos invertir recursos en su rehabilitación? Si salimos del inmediatismo de la política parlamentaria, las tertulias televisivas y la agitación en redes sociales, la necesidad de proponer un modelo no solo para la distribución, sino también para la producción de viviendas, se hace evidente.
Ese modelo alternativo al capitalismo, hoy abandonado u olvidado por muchas de las organizaciones que hicieron de él bandera en algún momento, como partidos obreros y sindicatos, no es otro que el socialismo. Un modelo caracterizado por una democracia plena que no tiene como frontera el patrimonio de los capitalistas, sino que se extiende al ámbito económico, sometiendo todos los recursos disponibles a las necesidades sociales y la voluntad de la mayoría. Que consiste en planificar colectiva y racionalmente la producción para atender a las necesidades sociales y ambientales, en lugar de delegar la producción de riqueza en la anarquía del mercado y el afán de lucro de propietarios privados como empresarios, banqueros y rentistas. Todo esto por supuesto es imposible incluso en el más “democrático” de los Estados capitalistas y de sus órdenes constitucionales, que independientemente del color del partido que ocupe el gobierno, están diseñados para blindar la propiedad privada y el poder de las élites económicas, en los que qué producir y cómo distribuirlo es algo que compete únicamente al mercado y a los propietarios de los medios de producción, los empresarios capitalistas. En el marco de un sistema capitalista, la satisfacción de necesidades siempre tiene como requisito previo la generación de ganancia para otros (cosa que es cierta incluso en el caso de los servicios públicos, aunque indirectamente: su viabilidad y alcance estará marcada por la capacidad del Estado para mantener el gasto público en momentos de crisis, y de ahí que vivamos en una época de recortes y deterioro de estos). De lo contrario, esas necesidades no se satisfacen, sean de vivienda o de cualquier otro tipo. Y ahí está el Estado con su policía, juzgados y cárceles para garantizar que así sea: en eso consiste un desahucio, por poner un ejemplo especialmente sangrante, y por eso hay gente durmiendo en la calle a la vez que casas vacías.
Ningún partido de todo el arco parlamentario propone un modelo productivo en el que la satisfacción de necesidades para la mayoría no tenga como requisito previo la rentabilidad del negocio de una minoría
Molina, al criticar las posturas de lo que llama la “extrema izquierda”, contrapone la expropiación a la construcción: o la una o la otra. Aquí, sintiéndolo mucho, tengo que contradecirle una vez más. Porque implementar este modelo socialista, el único que puede resolver realmente el problema de la vivienda estableciendo un sistema de vivienda de acceso gratuito y universal, pasa por la expropiación de los medios para producir la riqueza, hoy privatizados por las clases propietarias y cada vez más monopolizados por unas élites económicas que se enriquecen más y más a base de explotación, desposesión, guerras y destrucción ecológica. Concretándolo en el tema que nos ocupa: si queremos que construir sea un medio para satisfacer necesidades, resulta evidente que no se trata solamente de expropiar un excedente de viviendas vacías en manos de grandes propietarios para paliar ciertos excesos. Esto es una medida totalmente válida y necesaria como medida de urgencia, pero no suficiente por sí misma en el largo plazo. Se trata también de que se expropien y socialicen los medios mismos para construir vivienda, hoy secuestrados por quienes los utilizan para hacer negocio. Esta es la única forma de que esa producción pase a estar orientada a la satisfacción de necesidades, y no al enriquecimiento privado a costa de la explotación de unos y la exclusión de otros. De que las viviendas se construyan solo donde y cuando realmente sea necesario, de forma que se haga un balance racional de los costes sociales y ambientales que esa construcción supone y sin que medien unas condiciones de explotación para quien trabaja en la construcción que explican los altísimos niveles de siniestralidad y mortalidad en el sector.
Verdades superficiales y mentiras profundas
Hecho este repaso, podemos concluir que Molina utiliza ciertas verdades parciales, superficiales y genéricas para proponer una solución interesada y falsa. Que el problema de vivienda no venga causado única y exclusivamente por fondos buitre o que construir podría llegar a ser necesario en algunos momentos o contextos concretos son cuestiones que se utilizan para legitimar una supuesta “solución” que solo concibe la satisfacción de necesidades de unos si es mediante el enriquecimiento de otros, que presupone la explotación y que excluye a quien no resulta rentable. Que solo concibe la vivienda como una mercancía, el acceso a ella a través del pago y su construcción como producción de beneficio económico para el sector inmobiliario, explotación de la clase trabajadora mediante.
Además, aunque dirige su crítica a “varios partidos a la izquierda del PSOE” y opone a ellos su propuesta, lo cierto es que estos partidos asumen plenamente el marco que acabo de describir y que la propia Molina defiende. Sumar, por su parte, dedica el primer punto de vivienda de su último programa electoral a la promesa de movilizar y también construir vivienda en colaboración público-privada hasta alcanzar las dos millones de viviendas protegidas en 10 años. Podemos también incluía en su último programa electoral la construcción de vivienda para la ampliación del parque público de vivienda y de alquileres “asequibles”. Y por supuesto, ninguno de ellos habla de nada parecido a abolir la propiedad privada, la renta, o implantar un sistema de vivienda de acceso gratuito y universal, ni tiene ninguna propuesta para la construcción que no pase por dar financiación pública, suelo u otras facilidades a empresas constructoras garantizándoles un beneficio. Es más, pese a tanta retórica sobre la polarización y la “extrema izquierda”, lo que proponen es un modelo de colaboración público-privada para la construcción que es transversal a todo el arco parlamentario, desde Podemos hasta Vox, y pasando por supuesto por el PSOE y el PP, y que luego cada partido combina con otras medidas accesorias (ayudas al alquiler o la compra, regulación o desregulación del mercado del alquiler o el uso del suelo, etc). Un modelo en el que lo público son los recursos en forma de suelo o financiación que proporciona el Estado, y lo privado es el beneficio, ya que son las empresas del sector inmobiliario las que se embolsan ganancias millonarias y minimizan los riesgos de la inversión en la construcción gracias a esos contratos con la administración pública. Quien no tiene un modelo productivo alternativo para satisfacer las necesidades sociales (o no es capaz de implantarlo) no tiene otra opción cuando gobierna que promover la forma actual de producción de riqueza: la misma acumulación capitalista que está a la raíz del problema.
Así, los distintos partidos con los que discute acaloradamente sobre la construcción de viviendas pueden discrepar con ella y entre si sobre su precio o gestión, o sobre si esa construcción de nuevas viviendas debe hacerse de forma desregulada, regulada o en colaboración con el estado. Pero todos ellos siguen concibiendo la vivienda como mercancía y el negocio inmobiliario no solo como algo inevitable, sino como parte necesaria de sus propias propuestas de solución, al menos en lo que respecta a la construcción de nuevas viviendas. Ningún partido de todo el arco parlamentario da ahí la nota discordante. Ninguno propone un modelo de sociedad alternativo, un modelo productivo en el que la satisfacción de necesidades para la mayoría no tenga como requisito previo la rentabilidad del negocio de una minoría. Y ninguno lo hará si no es la propia clase trabajadora quien construye una alternativa política revolucionaria y socialista que represente realmente sus intereses.Opinión
¿Cómo acabar con el negocio de la vivienda?
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